24 de septiembre de 2012

Prolegómenos para la instalación y profundización de un curriculum crítico de formación de profesores


Domingo Bazán & José Miguel Valenzuela
Pedagogos


I. Sobre la necesidad de mirar la formación de profesores desde la óptica sociocrítica:

En décadas recientes ha aumentado el valor de la hipótesis de que la situación y papel de los profesores constituye una variable incidente en la calidad de la educación, bajo la figura de un proceso social y formativo denominado “profesionalización”. A partir de este marco referencial y decisional, la apuesta por la “profesionalización” ha transitado en los años noventa desde nociones más tecnificadas y homogeneizadas del rol docente, hacia una comprensión definida por la producción de conocimiento y la creación situada de respuestas a problemas emergentes por parte del profesorado.

Se ha señalado, así, que el desafío de la profesionalización docente es uno de los mayores temas a abordar para lograr una transformación social y educacional profunda[5], pues, el profesorado se encuentra ubicado en alguna parte intermedia del largo y sinuoso camino de construcción de la profesión docente y en ningún caso goza de plena legitimidad en cuanto profesional. 


Estas contradicciones en la formación de profesores, hemos señalado[11], adoptan la forma de tensiones que no permiten un avance real en el desarrollo educativo, haciendo prácticamente estéril la enorme inversión que ha hecho el país en materia de educación. Algunas de estas tensiones son las siguientes:

Tensión

 

La formación de profesores se mueve entre:

1
Entre las demandas políticas, sociales y económicas de mejoramiento de la formación de profesores (exógenas)

Y las demandas estrictamente pedagógicas (endógenas)

2

Entre el cumplimiento de la tradición universitaria

Y la atención a las demandas propias de una Escuela o Facultad que forma profesores.

3

Entre la burocracia de las instituciones formadoras

Y la reflexión y el diálogo pedagógico e intersubjetivo que se requiere para formar profesores.

4

Entre el discurso de las entidades formadoras de profesores (nivel de gestión curricular)
Y las prácticas educativas efectivamente desarrolladas (nivel de la didáctica)

5

Entre una formación que promueve la aceptación pasiva de la actual estructura normativa, de gestión y de propiedad de las escuelas

Y una formación que enfatiza la autonomía profesional del docente

6

Entre una formación del docente fragmentada y centrada en los contenidos especializados del curriculum de enseñanza


Y una formación integrada a partir de las dimensiones política y emancipadora que derivan del saber pedagógico.

7

Entre una formación que base su comprensión de la educación en una lectura psicologizada e instrumental

Y una mirada de la educación que dialogue críticamente con las otras ciencias sociales.


8

Entre una formación que acepta el aula como territorio educativo

Y una formación docente que cuestiona toda la escuela y la cultura escolar como escenarios educativos a aprovechar y potenciar, incluyendo el espacio extra-escuela

9

Entre la necesidad de desarrollar las competencias profesionales de los nuevos pedagogos

Y el esfuerzo pendiente por enriquecer sus dimensiones más comunicativas, emocionales, convivenciales y metacognitivas

10

Entre una formación centrada en los procesos de enseñanza-aprendizaje

Y una formación que potencia la crítica, la reflexión  y la investigación en y sobre la escuela y la docencia

11

Entre una concepción de la diversidad y la innovación de corte objetivista, controladora e instrumental

Y una comprensión crítico-hermenéutica de ambas, que haga de la labor pedagógica una apuesta por la transformación social de la escuela y la sociedad

12

Entre una formación de profesores adultocéntrica

Y una formación que acoja efectivamente la infancia y la juventud como diferencias legítimas y enriquecedoras.

Se ha consignado, además, especialmente en el marco de la educación pública, que diversos diagnósticos sociales y pedagógicos han dado cuenta de una formación y desempeño profesional de los profesores y educadores que los ubica en el grupo de las profesiones menos profesionales. Esto es, como semi-profesiones o, dicho con más optimismo, en proceso (forzado) de profesionalización[1]. En la denominada reforma educacional chilena se ha hablado exactamente de “profesionalización docente” para agrupar un conjunto de medidas y herramientas de intervención destinadas a mejorar la calidad y el desempeño del profesorado[2]. Algunos estudios dan cuenta, lamentablemente, de una tarea pendiente en esta materia pese a los importantes esfuerzos desplegados en las últimas décadas[3].


En este marco, si queremos comprender la raíz de la demanda de profesionalización es necesario situarnos en la perspectiva de la modernidad como paradigma de base, escenario a partir del cual se define y legitima el trabajo y las profesiones modernas. En efecto, en el mundo moderno el ejercicio de una actividad laboral u oficio supone niveles altos de especialización y preparación. Estamos hablando de una sociedad moderna, altamente dinámica y compleja, caracterizada por la división del trabajo y la diferenciación de roles y funciones, distante de un mundo premoderno donde la familia era central y donde todos hacían de todo. Hoy día no todos podemos hacer de todo, no se puede ser profesor, médico y abogado, a la vez. De hecho, nos preparamos y capacitamos en instituciones reconocidas formalmente de modo de quedar habilitados para incorporarnos en un ámbito laboral definido por la división social del trabajo y por la exigencia de contar con papeles o documentos que avalen dicha especialización. De este modo, tener una profesión implica ocupar un determinado lugar en la sociedad, implica poseer un status que depende de lo que la sociedad valora. Así, podemos señalar que una profesión constituye la manera moderna de ejercer una actividad legitimada, legitimidad que es supraindividual, pre-existente y simbólica, es decir, responde al conjunto de valoraciones y creencias que definen lo importante al interior de la modernidad: racionalidad, experticia, universalidad, objetividad científica, emancipación, control del entorno, prestigio social, etc.[4].


Frente a esto, se ha hablado desde el aparato estatal de Desarrollo Profesional Docente (DPD) para apelar a una política pública relativamente compleja destinada a mejorar el rol, las condiciones laborales y la formación del profesorado desde categorías sociales, políticas y educativas[6]. Dentro de los logros asociados a este esfuerzo de política pública se señalan los siguientes[7]:

a)      Incremento relativo de la media de remuneraciones de los profesores.
b)      Aumento del interés y calidad académica de los jóvenes que ingresan a estudiar Pedagogía.

c)      Desarrollo de innovaciones en la formación pedagógica[8]: prácticas tempranas y progresivas, nuevas formas evaluativas, nuevas prácticas pedagógicas, procesos de integración pedagógica e inclusión[9], uso de NTICs, incorporación de nuevos temas (ej.: diversidad y atención a las NEE), entre otras.

d)     Establecimiento de estándares para la formación inicial docente y un Marco para la Buena Enseñanza, que hacen posible un piso mínimo de evaluación del desempeño docente, incluyendo adecuados Planes de Superación Profesional (PSP).

Es claro, entonces, que uno de los temas centrales de las transformaciones educativas desplegadas en la última década ha sido el de la formación y el desempeño del profesorado, sin que estemos necesariamente de acuerdo en el excesivo valor monocausal dado a esta variable para explicar los problemas de “mala calidad” del sistema educativo en su conjunto. Lo que sí es cierto es que, desde la mirada crítica, los esfuerzos desplegados han correspondido más bien a preocupaciones que circulan en el mundo de las políticas públicas revestidas de un tono técnico y político que invisibiliza los fundamentos sociales y pedagógicos que la sustentan, haciendo que las iniciativas desarrolladas en “tiempos de reforma” se vean carentes de sentido o de capacidad de interpelación de los distintos actores ligados al tema[10]. Más al fondo del problema, parece ser que estamos ante intervenciones públicas y decisiones educativas que ignoran las contradicciones del sistema escolar y de la sociedad toda.


Como puede observarse, cada una de estas tensiones constituye un problema formativo complejo que amerita una mirada atenta, rigurosa y sistemática; entendiendo por cierto que una tensión se resuelve dialécticamente, al interior de la polaridad que la define, como una opción dinámica y provisional, nunca como una dicotomía cerrada. Se trata de tensiones que obedecen, además, a la falta de opción entre una pedagogía tecnocrática y una pedagogía emancipatoria[12]. La primera, rechazando la segunda; la segunda, resignificando y articulando con la primera. La tecnocrática, centrada en la eficiencia, la aparente neutralidad y el lucro. La segunda, preocupada del sujeto, la emancipación y la transformación social. Hace falta, en consecuencia, leer e innovar en la formación de profesores desde una pedagogía crítica. Pero, ¿cómo hacer eso?

II. Sobre el camino a recorrer para instalar/profundizar la mirada crítica en la formación de profesores:

En coherencia con los planteamientos precedentes, es posible enumerar un conjunto de orientaciones pedagógicas y de gestión a considerar en un proceso de innovación destinado a instalar y/o profundizar la mirada crítica en un proyecto particular de formación de profesores. En este sentido, se recomienda lo que sigue:

1.         Adoptar una opción de gestión y de formación docente propia, en la cual se acepte que el fundamento de la formación de profesores es la Pedagogía, entendida esta como la disciplina concebida para hacerse cargo del fenómeno complejo y plurisignificativo de la educación, en articulación con otras disciplinas auxiliares (Psicología, Sociología, Antropología, Biología, etc.), preocupada la Pedagogía esencialmente de los sentidos o las razones de educar y de elaborar una respuesta reflexionada al dilema social y ético de mantención o transformación de las condiciones de vida del hombre moderno.

2.   Valorar y adoptar la concepción pedagógica denominada crítica (sociocrítica, emancipadora  o transformadora), entendida, entre otros aspectos, como el esfuerzo formativo orientado a desarrollar pensamiento crítico, autónomo, ético y político entre los estudiantes, a través de prácticas educativas contextualizadas, pertinentes, constructivistas, intersubjetivas, dialogales y, sobre todo, liberadoras de cualquier mecanismo de opresión social o de determinismo moral o político existente en la sociedad.




3.            Acoger la distinción pedagógica propuesta que articula las dimensiones curriculares y didácticas de la formación, en la cual lo pedagógico remite a la disciplina de la profesión docente en su dimensión mayor, mientras que lo curricular y lo didáctico suponen un subconjunto de la pedagogía, existiendo entre estos tres ámbitos de la profesión un continuo necesario de coherencia epistemológica, social y política. Lo curricular implica gruesamente los saberes a seleccionar en la marcha escolar, mientras que lo didáctico implica específicamente el proceso de enseñanza y aprendizaje. 

4.       Generar un espacio permanente de discusión y de unificación de sentidos con respecto a las dimensiones éticas, políticas y epistemológicas de la pedagogía crítica a adoptar, especialmente en lo que respecta a:

a)        La versión del pensamiento crítico que adoptará la carrera y la escuela en innovación, en términos de asimilar las tensiones: hermenéutica o emancipadora; cognitiva o sociopolítica; racionalista o emocional/corporalista.

b)     La profundidad de la perspectiva crítica que adoptará la carrera y la escuela en innovación, en cuanto a su adopción explicita y gradual, ya sea en el perfil de egreso, en algunas líneas de la formación profesional o sólo en cuanto a su incorporación temática en algunos cursos.

c)    Los principios centrales de la didáctica crítica a desarrollar en la formación de profesores, entendido como el proceso deliberativo de configurar sistemáticamente aquellos principios didácticos que orientan la práctica pedagógica cotidiana de la carrera en innovación y que se puedan declarar y socializar en documentos oficiales de la institución. 

5.       Propiciar espacios de alineamiento y articulación entre la misión y visión de la carrera de pedagogía en innovación, la escuela a la que pertenece y la propia Universidad. Esto implica garantizar participativa y reflexivamente que la comunidad comparte una base común de referentes éticos y políticos en cuanto a la naturaleza de la vida universitaria, la formación de profesores y, sobre todo, el perfil de egreso de un profesor.  


6.     Implementar un proceso interno de alineamiento y articulación en torno a una mirada crítica de la educación y la didáctica entre los distintos académicos de la institución, considerando diferencias generacionales y de sensibilidades epistémico-pedagógicas existentes.  

7.        Desplegar en el proceso de innovación una modalidad de gestión adecuada que tenga en cuenta los siguientes elementos de una innovación pedagógica de base sociocrítica[13]:

a)     Toda innovación de carácter sociocrítica tiene puesto el foco en la mentalidad y las creencias de las personas, apuntando a transformaciones en la cultura organizacional.

b)         Por lo tanto, deber considerarse en el proceso de innovación la idea de gradualidad en el cambio esperado, esto es, planificar un cierto ritmo de transformación, que no deje sensibilidades lastimadas o actores sin considerar.

c)        Debe tomarse en cuenta, además, las dificultades propias que implica el cuestionamiento de las propias prácticas (resistencias al cambio, conflictos, puntos de vista disímiles, etc.).

d)       Debe desarrollar condiciones permanentes para enriquecer la comprensión de la mirada pedagógica hermenéutico-crítica, en términos de profundizar los distintos autores y tópicos que han sido trabajados por la comunidad académica nacional e internacional, en una suerte de Taller de Análisis Pedagógico Crítico (TAPC) que resguarde y promocione el saber pedagógico en construcción al interior de la Universidad.  

e)     La metodología del proceso innovativo es en si misma una innovación para muchas personas, pues, debe considerar espacios adecuados de discusión, dialogicidad e intersubjetividad, en el idea de establecer acuerdos o entendimientos suficientemente argumentados y consensuados, mostrando la unidad en la diversidad. En ningún caso una innovación crítica debe tener como expectativa la uniformidad del pensamiento de los miembros de la comunidad.

f)      Sin perjuicio de lo anterior, la innovación debe contar con un conjunto mínimo de certezas y opiniones adecuadamente fundamentadas. Esto se consigue con la exigencia de entregar propuestas formalmente presentadas, por escrito y sobre la base de los insumos teóricos y epistemológicos que sean necesarios. La idea es superar una mera “opinología” en la discusión académica.

g)      Finalmente, se recomienda la configuración de un liderazgo formal junto con uno no formal. El formal se refiere a los responsables formales del proceso. Lo no formal se refiere a aprovechar el carisma y liderazgo de personas que, al interior del grupo, son respetados y que, además, tienen la experiencia previa de la gestión académica e institucional.

8.       El proceso de innovación curricular y didáctica a desarrollar debe aprovechar claramente aquellos aspectos considerados “saberes previos” de la unidad formadora de profesores, tales como:

a)         Los altos niveles de motivación explicitados por los distintos miembros de la comunidad educativa, si los hubiere.

b)  La existencia declarada, de ser el caso, de un contexto institucional de validación/legitimación de los intereses formativos de la carrera que lidera o ejecuta la innovación.

c)       La estabilidad de las innovaciones pedagógicas precedentes, de haberlas,  sugiere una comunidad que interioriza y defiende los pasos dados en el tiempo (aunque también puede ser leído como una cierta resistencia al cambio).

d)    La necesidad de articular convenientemente la tradición y el cambio, recuperando las prácticas actuales y resignificando positivamente lo labor realizada a fecha, entendidas como el piso a partir del cual se hará la innovación y no como un escenario a borrar de la historia de la comunidad educativa.

e)            La diversidad de actores que conforman el grupo innovador, con experiencias disímiles y expectativas diferentes, aporta una base plural y enriquecedora para pensar y vivir la innovación deseada.

9.       Incorporar en el perfil de egreso de la carrera las nuevas dimensiones derivadas de la mirada pedagógica crítica a adoptar, en términos de:

a)      Competencias y actitudes emanadas del enfoque crítico, como es, por ejemplo: para la investigación científica, para el resguardo y desarrollo de los derechos humanos, para la resignificación y liberación del cuerpo, para la articulación de la teoría y la práctica, para la integración de lo disciplinario y lo educativo, etc.

b)        Abordaje y resignificación de temas no usuales de la educación, en general, tales como la autonomía profesional, el pensamiento crítico, la atención a la diversidad, la noción de innovación, el sentido de la didáctica y del curriculum, entre otros.

c)        Abordaje y resignificación de nuevos temas de la formación de profesores, tales como el cuerpo y el placer, el juego, la normalidad, la participación política, el disciplinamiento, la salud, el género, el sedentarismo, el ecologismo, el desarrollo de las emociones, entre otros.

d)      Análisis y renovación de las prácticas pedagógicas necesarias para dotar de coherencia interna a la perspectiva pedagógica-crítica en construcción, como es, por ejemplo, la línea de formación profesional, espacios de interacción entre teoría y práctica, desarrollo de competencias básicas, proceso de indagación y construcción de saberes pedagógicos, entre otros.       


10.    Iniciar un proceso intencionado y sistemático de diseño y análisis de buenas prácticas evaluativas al interior de la formación de profesores, en coherencia con una didáctica crítica en construcción y que articule la tensión subjetividad/objetividad en la determinación, comprensión y mejoramiento de los aprendizajes de los nuevos pedagogos.

11.    Desarrollar mecanismos de gestión que integren y vehiculicen la mirada crítica de la formación de profesores en las distintas dimensiones del quehacer universitario, esto es, la docencia, la extensión, la investigación y las publicaciones. Esto implica asumir que la pedagogía crítica no es un contenido formativo neutral (como texto), sino que se trata de una comprensión de la pedagogía que necesariamente ha de proyectarse en la gestión universitaria y en el conjunto de la vida institucional (como pretexto y contexto formativo).

12.  Finalmente, es necesario desarrollar un sistema de seguimiento de la innovación coherente con la postura epistemológica de la comunidad, identificando claramente los hitos y focos de la innovación (v.g.: la actitud formativa de los profesores, resignificación del rol del profesor, noción de normalidad y diversidad en uso, etc.), junto con las metodologías y procedimientos evaluativos a emplear (más de carácter emic que etic). 




[1] Véase Davini, M. c. (1995). La formación docente en cuestión: política y pedagogía. Buenos Aires: Paidós. Esta autora conecta la profesionalización con la falta de autonomía profesional, resaltando nítidamente las dimensiones políticas y de control burocrático que conlleva la profesionalización docente. Afirma que el maestro nunca ha sido autónomo, pero que hoy lo es menos que ayer.
[2] En general, se ha argumentado que la profesión docente ha vivido complejos procesos históricos y sociales que han resultado regresivos y antiprofesionalizantes, configurando un docente típicamente proletarizado, desintelectualizado y carente de un discurso transformador o sociocrítico. La crítica más evidente, en todo caso, se refiere a su desempeño profesional en cuanto el profesorado no demuestra eficiencia en provocar que sus alumnos aprendan más. Cfr. González, L. (2002). Construcción de la Autonomía Profesional Docente. Una mirada al interior de los procesos formativos de la Carrera de Educación Básica de la UAHC.  Tesis para Optar al Grado de Magíster en Investigación Educativa. Santiago: Universidad Academia de Humanismo Cristiano.
[3] Algunos diagnósticos, incluso, han causado un gran desánimo en Chile entre las instituciones formadoras de pedagogos. Cfr. OCDE (2004). Revisión de políticas nacionales de Educación. INFORME. Santiago de Chile: OCDE. 
[4] Esto remite a uno de los parámetros más relevantes de las profesiones: la capacidad para producir saberes propios. Como las profesiones tienen que ver con el mundo moderno y lo que se valora hoy día es la producción de conocimiento científico (a la manera de las ciencias naturales, positivistas o dominantes, o sea, con leyes universales, con objetividad, etc.), las  profesiones ameritan tener sostenida actividad científica.
[5] En los recientes procesos de reforma educacional se ha diseñado un conjunto importante de acciones orientadas por esta idea de profesionalización, destacando, entre otros, a) los programas de perfeccionamiento fundamental del profesorado, b) las becas y pasantías al extranjero, c) el programa de fortalecimiento de la formación inicial docente (en el caso chileno, el llamado: FFID) y d) la construcción de estándares de desempeño docente en el marco de la buena enseñanza. Para una mirada más global, véase: Rivero, José (2000). Educación y Exclusión en América Latina. Reformas en tiempos de globalización. Lima: CIPAE/Tarea.
[6] Ver: Beca, C.E. et. al. (2006). Hacia una Política de Desarrollo Profesional Docente. Santiago: MINEDUC, Serie Bicentenario.
[7] Cfr. MINEDUC (2005). Informe Comisión sobre Formación Inicial Docente. Santiago: MINEDUC, Serie Bicentenario.
[8] Un ejemplo de innovación, aunque abortada, está en: Ruz, J. et. al. (1998). Una Nueva Estrategia para la Formación de Profesores. Santiago: Universidad EDUCARES.
[9] Estos temas están implicando ajustes en la formación de profesores. Ofreciendo a los profesores en ejercicio materiales y metodologías para hacer inclusión, cursos simples y complejos para entrar en el tema o innovando en la formación inicial, incorporando cursos y prácticas especializadas sobre diversidad e inclusión. Cfr. UNESCO (2004). Temario Abierto sobre Educación Inclusiva. Materiales de apoyo para responsables de Políticas Educativas. Santiago: UNESCO. El texto concluye mostrando un panorama optimista del problema pero con muchas dudas sobre la efectividad de las medidas tomadas en distintos países, resaltando que un nudo sensible de estos desafíos es lo referido a cambios en los formadores de formadores, esto es, en la formación inicial docente.
[10] Un estudio reciente señala como variables incidentes en las innovaciones desarrolladas en la formación de profesores: estar situados en la realidad del centro de formación, potenciar el optimismo, ser lideradas por la comunidad, adaptar las nuevas estructuras organizativas del centro a las nuevas demandas pedagógicas y, especialmente, contar con el sustento de un marco teórico acerca de la visión del docente, la escuela, la educación y la sociedad. Cfr. UNESCO (2006). Modelos innovadores en la formación inicial docente. Estudios de casos de modelos innovadores en la formación docente en América Latina y Europa. Santiago: OREALC/UNESCO.
[11] Bazán, D. (2008). El Oficio del Pedagogo. Rosario: HomoSapiens.
[12] Como ha sido sugerido en Ruz, J. (Editor) (1992). Una Nueva Actitud Formativa. Santiago: CPU/Universidad Educares. 
[13] Cfr. Bazán, D.; González, L. y Larraín, R. (2004). Sociocretividad y Transformación. Santiago: UAHC.

La didáctica y la autorización del profesorado



José Contreras Domingo[1]
Universitat de Barcelona
El maestro que quiero ser
“La distancia entre lo que somos y lo que no somos nos sitúa en el camino de lo que deseamos ser” (Nuria Pérez de Lara[2])

No puedo empezar mi intervención de otra manera que no sea mostrando mi agradecimiento por la invitación, de la que me siento muy honrado. Y por eso mismo, me siento también responsable. Es evidente que ustedes esperan de mí que diga algo que valga la pena de ser escuchado. E imagino que, en principio confían hasta el extremo de esperar un tiempo para que eso que pueda valer la pena ser escuchado sea enunciado. Incluso, si algo de lo que digo les pareciera chocante estarían dispuestos a no precipitar un juicio, confiando en encontrar algo de sentido. Es porque gozo de su reconocimiento (o porque de él goza quienes este acto han organizado y han tenido la amabilidad de invitarme) por lo que tengo credibilidad y me conceden la confianza de este tiempo y de lo que de él pueda surgir. Y es precisamente porque ustedes me autorizan a hablar, por la autoridad que me reconocen y la confianza que me conceden, por lo que me siento especialmente responsable: ni puedo malbaratar su confianza, ni debo usar esta autoridad para convertir mi intervención en un acto superfluo, sin decir mi propio pensar, sin exponer-me, sin arriesgarme a decir algo de verdad, algo de mi verdad.

Para mí, este momento se parece a lo que siento en el primer encuentro del curso con mis alumnos, y cada día en cada clase, cuando algo profundo y vivo ha cuajado en la relación entre ese grupo y yo (lo cual, debo reconocerlo, no ocurre siempre). Permítanme que les lea unos párrafos de un texto de una deslumbrante filósofa española, María Zambrano (1907-1991) que vivió su siglo y su país, con todos los avatares y dolores, exilio incluido, que la historia le reservó, pero que supo hacer de su vida y de su filosofía una búsqueda de la unidad entre el pensar y el vivir, entre la razón y el corazón, la razón poética. Se trata de un texto titulado La mediación del maestro[3], y que expresa con honda precisión esta experiencia que les quiero comunicar: “La mediación del maestro se muestra ya en el simple estar en el aula: ha de subir a la cátedra para enseguida mirar desde ella, ha de subir a la cátedra para mirar desde ella hacia abajo y ver las frentes de sus alumnos todas levantadas hacia él, para recibir sus miradas desde sus rostros que son una interrogación, una pausa que acusa el silencio de sus palabras en espera y en exigencia que suene la palabra del maestro, ahora, “ya que te damos nuestra presencia –y para un joven su presencia vale todo- danos tu palabra”. Y aun “tu palabra con tu presencia, la palabra de tu presencia o tu presencia hecha palabra a ver si corresponde a nuestro silencio –y el silencio es algo absoluto- y que tu gesto corresponda igualmente a nuestra quietud –la quietud esforzada como la de un pájaro que se detiene al borde de una ventana-”. Pues que todo ello siente el maestro al recibir la mirada y al sentir la presencia del alumno (…) Y así el maestro, bien inolvidable le resulta a quien ejerció ese ministerio, calla por un momento antes de empezar la clase, un momento que puede ser terrible, en que es pasivo, en que es él el que recibe en silencio y en quietud para aflorar con humilde audacia, ofreciendo presencia y palabra (…) Podría medirse quizás la autenticidad de un maestro por ese instante de silencio que precede a su palabra, por ese tenerse presente, por esa presentación de su persona antes de comenzar a darla en modo activo. Y aun por el imperceptible temblor que le sacude. Sin ellos, el maestro no llega a serlo por grande que sea su ciencia. Pues que ello anuncia (…) la entrega. Y todo depende de lo que sucede en ese instante que abre la clase cada día. De que en ese enfrentarse de maestro y alumno no se produzca la dimisión de ninguna de las partes. De que el maestro no dimita arrastrado por el vértigo, ese vértigo que acontece cuando se está solo, en un plano más alto del silencio del aula. Y de que no se defienda del vértigo amparándose en la autoridad establecida. La dimisión arrastrará al maestro a querer situarse en el mismo plano del discípulo, a la felicidad de ser uno más de ellos, a protegerse refugiándose en una pseudo camaradería. Y la reacción defensiva le conduce a dar por ya hecho lo que ha de hacerse. Pues que una lección ha de darse en estado naciente. Se trata en la transmisión oral del conocimiento de un doble despertar, de una confluencia del saber y del no-saber-todavía. Y esto doblemente, pues que la pregunta del discípulo, esa que lleva grabada en su frente, se ha de manifestar y hacerse clara a él mismo. Pues que el alumno comienza a serlo cuando se le revela la pregunta que lleva adentro agazapada. La pregunta que es al ser formulada el inicio del despertar de la madurez, la expresión misma de la libertad.”

Si les he leído este largo texto, con el que me identifico (con los oportunos cambios en la escenificación en la que ella representa la relación educativa, producto de su época y del nivel en el que ella vivió esa experiencia de mediación, como profesora de Filosofía en la universidad) es, como les decía, porque refleja también para mí el fondo de lo que trata este momento que ahora estamos viviendo: Más allá de lo que supone la relación entre maestro y alumnos, como conferenciante en este acto, a lo que aspiro es a despertar aquellas preguntas que tenemos agazapadas, preguntas, al fin y al cabo, sobre nosotros mismos y que en su despertarse y clarificarse, sean expresión misma de la libertad.


Pero también se lo he leído para contarles algo de lo que este texto hace conmigo. Porque este es un texto con el que me identifico, en el que me reconozco, y me reconozco porque revela algo de lo que soy a la par que algo de lo que quisiera ser y no llego a ser. Algo muy íntimo mío se conmueve y se siente próximo al camino que se traza en ese texto, un camino en el que ya me muevo y en el que me quiero mover mejor, con más claridad e intensidad. Un camino que reconozco sobre todo como el camino que busco, como el camino en que me busco.

Aunque digo que me identifico, quizás la expresión no sea exacta, ya que no me siento ni me hago idéntico; es más bien algo parecido a lo que me pasa en ocasiones con el personaje de una novela o de una película con quien digo que me identifico: soy y no soy ése: me atrapa, a la vez que expresa una tensión en la diferencia conmigo. Pero puede ser una tensión de desidentificación, de separación (y es cuando pensamos del personaje: “¡pero cómo se le ocurre hacer eso!”), o puede serlo de deseo de ser como él: “¡Ah cómo me gustaría ser cómo él, cómo me gustaría saber o poder reaccionar como él. Ésa es la persona a la que quiero parecerme; ésta es la forma de estar en el mundo que quiero hacer mía!” O quizás de una forma más matizada: “En tales cosas quiero parecerme, pero no en tales otras, y en aquellas otras no tiene sentido ni que me lo plantee, porque sé que yo no soy así”. Este “sé que yo no soy así” es especialmente importante, porque el tipo de identificación al que aquí me refiero, aquella que realmente traza un camino personal para recorrer, es la que establece un modo de reconocimiento interior: “Sé qué es lo que hay en mí que puede ser, que anhela ser, como aquel con quien me identifico”.

Así pues, este texto de María Zambrano representa aspectos sustanciales de quien quiero ser como maestro, de quien en parte soy, y de quien en parte no llego a serlo, pero, en ese camino, se despierta mi deseo, mi anhelo de quien quiero ser y por tanto de lo que mueve mi ser. Porque, según expresión de Nuria Pérez de Lara, “Entre lo que somos y lo que no somos está el camino de nuestro querer ser”[4].

Hay algo fundamental para mí en este escrito que es lo que hace que a la vez me identifique y me busque: su autora sabe de lo que está hablando; ha sentido todo eso que dice. Pero no se limita a exponer sensaciones, sino que ha penetrado con hondura en lo que como cualidad última se revela para el sentido de la mediación educativa: sabe de lo que pasa en esa relación, como sabe de los peligros que la acechan. Y tampoco me dice lo que tengo que hacer. Más bien me señala un sentido, en su doble acepción: me señala un significado, tanto como una dirección. Porque como esta misma autora dice en otro lugar, citando a Heráclito: “El sabio no dice ni oculta: indica”[5]. Cuando digo que me identifico, que me reconozco, es porque se comunica en profundidad conmigo: me da algo de su verdad profunda; algo que me lleva a buscar en mi verdad profunda; y en ese buscar y dialogar con la autora que sostiene ese escrito y conmigo mismo, encuentro inspiración para mi actuar como maestro.

Si estas reflexiones son importantes para mí, como imagino que lo pueden ser para muchos de ustedes, es porque soy profesor de Didáctica. Enseño Didáctica a futuros maestros y maestras. Qué quiere decir (o qué quiero yo decir) con “enseñar” y con “Didáctica” es algo que prefiero dejar para más adelante. O mejor, es algo que espero que vaya clarificándose, tomando volumen y color, a lo largo de lo que quiero exponerles. Por lo pronto, es evidente que algo de lo que yo busco para mí (encontrar el camino de lo que deseo ser como maestro, inspirándome para mi oficio en textos, experiencias y saberes que muestren ese camino, ese tránsito entre lo que se es y lo que se quiere ser), eso es lo que quiero también para mis estudiantes.


Hace unos días, vino a verme una alumna para enseñarme el trabajo que está haciendo para la asignatura (bueno, no lo esta haciendo para esa abstracción, “la asignatura”; lo está haciendo para mí, que soy quien se lo pido, y yo espero y la trato de animar a que lo haga también para ella). El trabajo de curso que les propongo a mis estudiantes es muy abierto y ambiguo: dar cuenta del curso, de lo leído y trabajado y de su propio proceso de aprendizaje. Esta alumna que ha venido a verme con un esbozo y una primeras páginas de dicho trabajo, le ha puesto por título “La maestra que quiero ser”. Y por la forma en que lo ha empezado y encaminado (abriendo grandes preguntas, todas ellas muy ambiciosas sobre el mundo de la enseñanza y lo que ella quiere ser y hacer en ese mundo), veo que ha encontrado el tono adecuado para el mismo. Pero ha venido a verme porque dudaba: se había atrevido a pensar por su cuenta, a darle al trabajo la estructura que para ella tenía sentido y quería contrastar conmigo “si era eso lo que tenía que hacer”. Tras leer lo que me ha traído, y viendo que ella ya tiene un camino trazado que le valdrá la pena recorrer, la animo a seguir en esa dirección, a la vez que le advierto sobre algunos problemas que tiene que sortear y le pongo ejemplos de lo que puede ser pensar por sí misma, partiendo de su propio saber, de su propia experiencia, y a la vez, pensar con los textos, buscando más allá para abrir huecos en su pensamiento que le den más posibilidades para pensar lo que aún no ha pensado.

Y cuando se va, me quedo pensativo, alegre, al ver que algo fructifica en la clase, que algo ha hecho posible que una estructura como la de nuestra clase dé la posibilidad de un pensamiento propio, encarnado, que quiere batir las alas y volar. Y pienso que ella está haciendo lo que yo estoy haciendo con ellos y con ellas. Para mí, enseñar Didáctica está siendo enseñarles, mostrarles el maestro que quiero ser. El maestro que quiero ser con ellos se lo muestro, para que lo vean y se lo de-muestro, para que lo entiendan, para que lo comprendan, para que lo abarquen, para que lo aprehendan. Pero también les muestro el maestro que soy (y esto sí, inevitablemente: me ven cada día, con mis preguntas, con mis intereses, con mis provocaciones hacia ellos, pero también con mis contradicciones y dificultades), y les muestro los alumnos que son, (a veces alegres, a veces despreocupados, a veces expertos en el juego ficticio de la enseñanza universitaria, en los trucos para aprobar sin implicarse personalmente, sin arriesgar nada de sí, a veces sinceros y apasionados, a veces desorientados con lo que pretendo de ellos y que intentan traducir a medidas convencionales de las tareas escolares, a veces honestos consigo mismos y con el compromiso que quieren asumir). Y les muestro también el maestro que quiero que sean. Y que en realidad no hace sino devolverles a ellos la pregunta, preguntarles por el maestro que quieren ser para que ellos se hagan en serio y a fondo la pregunta. Porque ser maestro es algo cargado de inspiración y ésta nunca se impone, sino que se elige. O ni siquiera; tan sólo descubrimos que hay cosas que nos inspiran. Lo único que yo procuro es que estén atentos, que busquen la inspiración y se fijen en donde la encuentran; qué es lo que les mueve y les conmueve en ese anhelo de recorrer el camino entre lo que son y lo que desean ser.

Precisamente, unos días antes de esta visita de la alumna, yo les había planteado en clase, como tarea para esa sesión, esta misma pregunta de qué maestra o maestro quieren ser. Y en concreto, les preguntaba (y ésta es hoy una cuestión fundamental que requiere una urgente clarificación en nuestras sociedades), quiénes queremos ser como adultos para la infancia. Mientras, en pequeños grupos, trabajaban en la clarificación de sus respuestas, en relación con textos que habían leído previamente y que contenían formas de profundizar y responder a estas cuestiones, yo también decidí responder-me a esta pregunta: ¿Qué maestro quiero ser? ¿Desde dónde soy maestro? Y fui desgranando en un papel que luego les leí, tras sus aportaciones, algunas ideas:

·         Quien procura despertar el deseo: mostrar mundos y territorios por explorar, disfrutando de la exploración.
·         Quien se lo pasa bien enseñando, compartiendo el espacio de relación.
·         Quien enseña lo que quiere, esto es quien enseña lo que realmente ama, y quien muestra qué es lo que ama, a qué se siente unido, apegado, apasionado.
·         Quien, en palabras de una maestra italiana[6], más que que aprendan, busca que algo ocurra en ellos.
·         Quien escucha de verdad; quien quiere comprender algo de sus alumnos.

Al hacerlo no pretendía tanto darles un listado de características de “modelo ideal de profesorado” (aunque también les quería ofrecer mi pensamiento, mis ideas pedagógicas, pero como ideas encarnadas: aquellas que yo vivo o trato de vivir), sino más bien, darles un modelo de maestro como alguien que no pone a otros tareas que no hace, sino de quien comparte, codo con codo, la tarea, y en ese realizarla, algo tiene que mostrarles de cómo se puede hacer de modo sugerente, no rutinario, como pensamiento propio y veraz. Y quería también ofrecerles un modelo de ponerse a pensar sobre ese maestro con el que nos identificamos, una estética en la forma de desear ser para que inspirara su búsqueda, porque no se trata sólo de la letra; la inspiración nos viene también por la melodía. La pregunta es, por tanto, también, ¿cómo queremos pensar el maestro que somos-queremos ser? ¿Qué lenguaje nos inspira?


Así, para mí enseñar Didáctica está siendo mostrarles el maestro que quiero ser para que cada uno y cada una de mis estudiantes pueda pensar el maestro o la maestra que quiere ser. Y mi actuar es un dar referencia, experiencia y saber en la forma de pensar y responder a lo que constituye el ser maestro. Cuando, como decía, algo vivo ha cuajado entre el grupo y yo, cuando aceptan mis retos, las preguntas que les propongo para investigar, las lecturas que les ofrezco, las tareas que deben realizar, o las exposiciones de ideas que hago, suelen moverse entre la extrañeza de muchas de las ideas y experiencias que les muestro (y que suelen producir extrañeza porque desnaturalizan lo que normalmente se ha aceptado como natural e incuestionable en el mundo de la enseñanza), y el reconocimiento de cosas que ya saben (porque les suelo conducir al análisis de situaciones que en muchas ocasiones han vivido o pueden hacerlo, pero que no solemos prestarle atención o darle importancia educativa, o valor como modo de entender lo que es y puede ser la enseñanza; y fundamentalmente les propongo el análisis de sus propias experiencias como niños y niñas que han sido, o como hijos e hijas, o como estudiantes que aún hoy son). Y en ese choque entre lo que les parece novedoso o inhabitual como análisis y aquello en lo que se reconocen como algo que han vivido o está a su alcance hacerlo, es donde se tiene que producir el pensar por sí mismos. Pero ello sólo es posible si confían en mí, al ponerse de mi mano para que les conduzca en su pensar, y a la vez yo confío en ellos, en ellas, y les autorizo a que piensen independientemente y expresen libremente sus desconciertos, o sus tanteos; sus búsquedas y sus desazones; sus esperanzas y sus compromisos; o incluso, en ocasiones, su tibieza que yo atizaré, y ellos lo saben y creo que lo esperan. Y esa es la relación educativa, aquella en la que les provoco y les acompaño en las consecuencias; en la que titubean y yo tengo también que acogerlo, no negarlo, para que se sientan honestos conmigo para expresar sus dudas, a la vez que mover sus titubeos para que avancen.

Cuando la alumna vino a verme a mi despacho y me enseñó su trabajo para ver “si era eso lo que tenía que hacer”, estaba confiándose en mi criterio, aceptando su dependencia (que puede venir acompañada por razones institucionales respecto a quien posee el poder de la calificación), pero yo tenía que acoger esa dependencia para alentar la posibilidad de su independencia. De eso creo que es de lo que trata el educar. De darle autorización a pensar por sí misma, porque confía en mí, porque me concede la autoridad que le da un camino, pero un camino que la dirige a sí misma (y eso es lo que evita que sea cualquier forma de adoctrinamiento).

Eso es para mí la educación: Cuidar la relación, para que se pueda encaminar un sentido, pero un sentido que sea también sentido libre de sí. Eso es lo que permanece vivo, con el tiempo, de cualquier experiencia valiosa de enseñanza: la huella que nos dejó alguien de quien, como dice Castoriadis[7], “en cierto modo estaba enamorado”. Porque en esa huella, en ese enamorarse, nos enamorábamos del amor de nuestro maestro por aquello que él amaba, amor al saber, ganas de entender que nos hacía sentirnos vivos.

Y de eso debiera tratar la Didáctica, de la vivencia, de la experiencia y de la significación de hacer eso: cuidar la relación para crear un sentido propio, un sentido en el que uno está incluido y con el que uno puede encarar el mundo y la vida en él. Algo de lo que en realidad todos tenemos experiencia, aunque por desgracia no siempre en la escuela, o no siempre al menos en los espacios, los tiempos y las relaciones oficiales de la escuela. Y que, por lo general, todos lo hemos vivido en la forma en que aprendimos nuestra lengua materna: en la relación de amor y de cuidado, fundamentalmente y en primer lugar con nuestra madre, en la que el hablar estaba presente, siempre apoyando y creando la relación, pero también dándole nombre a esa relación, matices, referencias y límites, a la vez que aproximando en la propia experiencia un significado del mundo y de cómo estar en él.

Una lengua con la que miramos al mundo y nos miramos a nosotros mismos y que está vertebrada por la relación que la sostuvo y nos sostuvo con ella. Una lengua que, cargada de las sutilezas de lo que aprendimos a nombrar con ella, nos dio alas, porque nos permitió decirnos a nosotros mismos. En una enseñanza que no era una formalización, un método, sino un formar parte del vivir y un acoger y celebrar el modo en que, como criaturas balbuceantes, íbamos entendiendo e íbamos aprendiendo a decir. Un aprender que no era una “adquisición de destrezas”, que es en lo que ahora se quiere reconvertir todo lo que sea aprender, sino una construcción del sentido de sí a la vez que del sentido del otro, de los otros, del mundo y del propio lenguaje. Una construcción que es construir-se, de la mano de quien, con nosotros, al hablarnos, nos dijo lo que sí y lo que no, y también lo que puede que sí y lo que puede que no; nos dio el sentido de la ironía y nos señaló también lo que no era apelable.

Una lengua que empezó diciendo a la vez lo que los otros decían y lo que nosotros queríamos decir, nuestros propios deseos. Una lengua con la que aprendimos que es posible y no tiene por qué ser una contradicción ni una paradoja, estar unidos a alguien y a algo, y nacer de ahí precisamente nuestra libertad; que es de esa relación de donde nace la libertad; que hay dependencias que son las que nos permiten la independencia.

¿Y dónde encuentro yo mi inspiración?

Lo que este ejemplo de la lengua materna me enseña es que el sentido de lo que es educar, y de cómo se hace (esto es, qué moviliza uno de sí, con qué significado y en qué dirección) nunca puede completarse desde una teoría racional, si por eso entendemos la lógica aplastante de un argumento. Como en la madre que habla con su hijo (sustentando la relación, diciéndole el nombre de las cosas y con él la medida de las mismas, incluso la medida de la propia relación) no sólo hay un argumento, una lógica del lenguaje a partir del que la madre actúa; hay más bien una vivencia (pues ella aprendió igual) y un amor por el hijo en el que placer y responsabilidad se entrelazan formando un equilibrio (que en ocasiones se descompensa y hay que ir reequilibrando). Y esto que hay es sobre todo vínculo vivo y amor al vínculo. Y eso es algo que la madre sabe tanto porque se lo despierta la propia relación con su hijo como porque lo aprendió a su vez de su madre de una forma viva.

Hay algo en la intensidad del vivir que es necesario para educar, pero que debe captarse, entenderse y asimilarse vitalmente. Y eso requiere otros registros más allá de la lógica implacable del argumento. Sólo puede aprenderse viviendo. O mejor, sólo podemos aprenderlo al sentirnos traspasados por algo que nos llega como vivo y se mantiene vivo en nosotros, afectando a la forma en que queremos encarar el vivir. El sentido de una forma de entender la educación y el cómo se hace debe completar su propio sentido con aquello que llega al corazón y no sólo a la razón. Pero la razón debe hacer algo con eso: debe pensarlo, para hacerlo así experiencia. Dice Luigina Mortari, una pedagoga italiana: “Lo vivido es el acontecer de las cosas que cada cual vive; la experiencia se encuentra allá donde lo vivido va acompañado de pensamiento. El saber que procede de la experiencia es, por lo tanto, el que se mantiene en una relación pensante con el acontecer de las cosas, el de quien no acepta un estar en el mundo según los criterios de significación dados sino que va en busca de su propia medida”.[8]

Hay algo fundamental en la labor de educar que tiene que ser aprendido con la experiencia, porque educar es algo que moviliza a toda la persona, es algo que hacemos con todo nuestro ser, y por tanto, con nuestras verdades, aquellas que nos guían en el vivir. Y dice María Zambrano al respecto, en un hermoso texto que les recomiendo en su totalidad, titulado, La “Guía”, forma del pensamiento [9]:  “La vida no puede ser vivida sin una idea. Mas esta idea no puede tampoco ser una idea abstracta. Ha de ser una idea informadora, de la que se derive una inspiración continua en cada acto, en cada instante; la idea ha de ser una inspiración.” (p. 88) Y sigue: “Hay verdades, las de la ciencia, que no ponen en marcha la vida. Las verdades de la vida son las que, introduciéndose en ella, la hacen moverse, ordenadamente; las que la encienden y sacan de sí, haciéndola trascender y poniéndola en tensión.” (p. 90).


Es pues el conocimiento de la experiencia aquel que se mantiene apegado a la vida, el que es consciente, según expresión de la propia Zambrano, de la desproporción entre la verdad y la vida. Saber relativo y fragmentario, fruto del tiempo, que necesita del pensar para salir de la perplejidad y de la confusión, pero que no quiere salirse del tiempo, porque es en él en el que tiene que recobrar continuamente su sentido, para poder volver a ser otra vez fuente de vida y de verdad. Así, “Pues la experiencia irrenunciable se transmite únicamente al ser revivida y no aprendida. Y la verdad, la que la vida necesita, sólo es la que en ella renace y revive, la que es capaz de renacer tantas veces como sea necesitada.” (p. 86).

Estos pensamientos de Zambrano me revelan con claridad algo que hace ya unos años me tenía preocupado. Algo que en el fondo he sabido siempre, pero que se me ha ido desvelando con claridad, con relieve, conforme una serie de experiencias  (esto es, de vivencias pensadas que no querían resignarse a los criterios de significación ya dados) me han ido dando las claves no sólo para su comprensión, sino también para una verdad inspiradora como profesor de Didáctica, aquel tipo de verdad que pone la vida en tensión y te sitúa en el camino, entre quien eres y quien quieres ser. Se trata de la división en mi hacer profesional entre mis tareas como docente y mi trabajo, digámosle, “teórico”. Una división que ha sido como un desdoblamiento de personalidad, de tal forma que en donde yo encontraba inspiración para mi quehacer docente no era en lo que hacía como “teórico” de la docencia. Una experiencia que suponía mi incapacitación para pensarme como docente con la Didáctica (no sólo con mi Didáctica “teórica”, sino en general, con toda la Didáctica académica), pero también mi incapacitación para pensar una Didáctica que no se moviera sólo en la especulación y en el deseo de decir lo que “el otro” tiene que hacer. Una Didáctica que si no era capaz de inspirarme a mí como docente, con dificultad podría ser fuente de inspiración para otros. Y paradójicamente, una Didáctica por la que ustedes me conocen y por la que supongo que me han invitado.

En mi opinión hay aquí algo que tiene que ver con la frase anterior de Zambrano: “Las verdades de la ciencia no ponen en marcha la vida” Pero la Didáctica (y quienes nos dedicamos a ella) ha estado en los últimos tiempos más preocupada por la ciencia, que por poner en marcha la vida. Lo cual es tanto como decir que hace tiempo que la Didáctica está actuando en contra de sí misma, de lo que se supone que es su propósito. Pero hay algo también quizás más general, que es el creer que el pensar pedagógico es algo que está siempre situado en el pensar y el hacer que debe tener el otro, más que en mostrar una forma de pensar y hacer que transpira quien lo comunica como verdad propia, verdad que inspira el vivir, expresando una verdad en la que nos podemos reconocer, un pensamiento con el que nos identificamos, moviendo nuestro deseo.

Durante demasiado tiempo ya, la Didáctica, en su ambición científica, o en su ambición de totalidad, ha reducido en el fondo su objeto, porque no ha aceptado que sólo tiene sentido como sabiduría de la experiencia: aquella que reconoce la desproporción entre la verdad y la vida, que se sabe relativa y fragmentaria, sin salirse del tiempo, para poder volver a ser, otra vez, fuente de verdad y de nueva experiencia. El reduccionismo de la Didáctica, en su preocupación por delimitar el objeto para hacerlo manejable, hablando de acción instructiva, técnicas de enseñanza, de saberes constituidos y delimitados, saberes curriculares y contrasaberes transversales, pero igualmente burocratizados; con todas esas extrañas metáforas mecánicas de lo que es enseñar, saber, aprender, destrezas, etc., aprendidas en la disección del otro y no en la experiencia de sí, en las relaciones forzadas y en las tareas sin sentido y no en las relaciones con el sentido. Una Didáctica que cuando no se ha movido en estos lenguajes se ha convertido en “ciencias de la administración”, en su afán de hacer un discurso o un contradiscurso sobre la administración de la educación, pero igualmente atrapado en el problema de la administración, más que en el de la educación, o en formulación de utópicas y abstractas políticas totales, sólo fuente de insatisfacción, o en crítica paralizante, más que creativa, de la enseñanza, o en intentos de regulación y control de la práctica del otro. Y en definitiva, siempre el otro y lo otro, y no lo que uno es y el desde sí.

Y todo esto es algo que yo he podido ir entendiendo y aprendiendo gracias a una serie de experiencias que para mí han sido vitales: me han llenado de vida, me han dado vida y me han ayudado, en relación con quienes me han enseñado nuevos caminos, a encontrar el mío propio, un camino normalmente compartido con otros, con otras. Lo he aprendido de y entre mis compañeras, en un grupo de análisis de nuestra práctica docente que mantuvimos durante algunos años, y en el que, partiendo de casos de nuestras propias clases, pudimos adentrarnos en la naturaleza de nuestras relaciones educativas, las formas en que están afectadas por la institución, el modo en que nuestras disciplinas pedagógicas (el saber oficial que usamos para categorizar y ordenar el contenido de nuestra enseñanza) crean posibilidades educativas o las coartan; y también vimos los espacios de experimentación y de búsqueda que éramos capaces de crear, a partir de nuestra práctica, y de nuestra inteligencia, apoyadas por el contraste de autorización dentro del grupo (al ayudarnos a discernir lo que tenía sentido y lo que no, de aquello que hacíamos)[10].

Lo he aprendido también en mi experiencia como padre, experiencia que me ha colocado de forma compleja, conflictiva y enriquecedora en la vivencia de la naturaleza de la relación que educa. Una vivencia que ha querido y ha necesitado ser pensada de nuevo cuando, participando de la crítica a las relaciones autoritarias, ha necesitado reconstruir el sentido de la figura del adulto ante la infancia. Una experiencia, compartida con mi pareja, así como con la ayuda de otros, que me ha permitido entender mejor uno de los problemas, en mi opinión, más acuciantes y peor resueltos de la educación actual. Porque las críticas antiautoritarias han creado pánico en los adultos y confusión en la relación con la infancia y la juventud, pero no han permitido sustentar nada nuevo que sea sólido, esto es, no han reelaborado el sentido de la relación de autoridad no autoritaria.

Y como padre también lo he aprendido al participar en el apoyo a experiencias de educación diferentes que significaran que la escuela podía ser otra cosa, más acorde con lo que deseábamos para nuestro hijo, experiencias que me están permitiendo entender de nueva manera lo que la escuela puede ser, así como participar cotidianamente de un espacio escolar no convencional, con una maestra dispuesta a pensar de nuevo el sentido de otra educación y de otra escuela. Ello me ha conducido al conocimiento de otras escuelas no convencionales, demostración cotidiana, a la vez que excepcional, de que la escuela puede ser otra cosa, intensamente ligada con el vivir, y que su existencia no pasa por las teorías de la innovación, ni por las nuevas dependencias teóricas y ordenancistas, sino que parte de otro sitio.[11]


Son lugares, escuelas, en las que la libertad encuentra su equilibrio con la vida del grupo, en donde aprender es algo consustancial con el ambiente que constituye la escuela, no algo forzado, “motivado”; espacios en los que cada uno puede explorar y encontrar su camino personal, su deseo profundo, en un ambiente lleno de posibilidades y experiencias llenas de sentido, ligadas a vivir en sí, y no a subsistir para. Escuelas además cuyos fundadores no han malgastado sus energías en oponerse a, sino que las han invertido en hacer lo que querían hacer. “Autores-creadores” que han desarrollado una ascética y una sabiduría del vivir, porque al hacer y defender lo que querían, lo que amaban, lo han hecho desde la observación cuidadosa de lo que sostiene la vida en crecimiento de las criaturas, y han procurado aproximarse a ellas, no como quien mira una planta para ver qué beneficio le obtiene, o cómo la hace más productiva, sino para entender cómo se puede acompañar su crecer de forma que no se frustren sus posibilidades, para que lo que las mantiene vivas —la fuerza del deseo, que es la manifestación de las ganas de vivir que cobra una orientación personal— pueda seguir viviendo, y ésa es una observación muy cuidadosa y amorosa de la percepción de algo que en muchos planos de nuestra sociedad hemos perdido.

Escuelas que, al romper con la ordenación habitual de espacios, tiempos, saberes y relaciones, me han ayudado a entender hasta qué punto La Didáctica académica se mueve habitualmente en la aceptación de las formas convencionales de lo que una escuela es y puede ser (masificada, graduada, obligada, centrada en el enseñar como tecnología que maneja el docente bajo un aparato técnico-administrativo al que llamamos curriculum, etc.). Una Didáctica que curiosamente parece capaz de discutirlo todo, menos la imagen convencional de lo que suele ser una escuela hoy, y que tan sólo aspira a ser teoría y/o tecnología para mejorar o cambiar lo que ocurre dentro de eso que parece inamovible.

Y quisiera reconocer, por último, en mi aprendizaje, como un lugar revolucionario de experiencias, de pensamiento y de práctica política, lo que ha venido en llamarse el feminismo de la diferencia, una práctica de pensamiento y de experiencia que a mí me ha ayudado a entender, a reconocer y a poner nombre a muchas de las ideas que llevo exponiendo desde el principio, y de quien he tomado conceptos, ejemplos y formas de pensar y de hacer que están dando estructura desde el inicio a mi intervención.[12]

El feminismo de la diferencia es la práctica política de mujeres que abandonan el confuso terreno de la reivindicación de la igualdad, que suele ser siempre la igualdad a los hombres, y por tanto a la forma de vida y cultura que ha creado el patriarcado, y empiezan a afirmar su ser mujer: reconocer-se, autorizar-se, dar-se libertad y alegría, y afirmar lo que las mujeres aportan al mundo, que constituye lo más fundamental de la obra civilizadora del mundo y que empieza en el reconocimiento de la madre (de la propia madre, autorizándola), que da, por nada, lo que más nutre junto con el alimento: el amor, la palabra y la medida/referencia; el orden del amor, el sentido de la relación; es dar vida (y sentido de la vida) para el mundo. Autoridad femenina, que se disocia del poder (con quien siempre lo enredó nuestra sociedad); autoridad que circula en el reconocimiento y en la medida que se dan unas a otras, que crea libertad, pero que no reniega del conflicto en el que el reconocimiento y la medida se resuelven; una forma de hacer política que llaman política primera, porque es la política del primer lugar y la más grande: la política del vivir y del hacer-se, poniendo en juego el propio deseo. Esta experiencia de lo que ya hay vivo y debe ser nombrado y reconocido, les ha llevado también a formular su forma de hacer política como el “partir de sí”, “o sea, -según lo aclara la pedagoga de la diferencia sexual Anna María Piussi- el tener en cuenta la propia experiencia vivida para pensar, hablar y actuar en el mundo”[13].

Como hombre producto del patriarcado, no siempre me ha sido fácil entender y aceptar lo que esta práctica de la diferencia supone. Pero entiendo que es una práctica que no me excluye, sino que me sitúa en mi sitio, reconociendo cuál es la medida de referencia de lo que de valioso tiene todavía nuestra civilización, esto es, reconociendo lo que la madre supone como forma de sostén de lo fundamental de la vida, que nos ha dado a mujeres y hombres, y los hombres podemos recuperar este orden del amor, reconociendo y agradeciendo ese legado. Y esto me lleva a vivir de otra manera y a buscar otro lenguaje, otro modo de estar en el mundo y de comunicarme. Y en este aprender de las mujeres, intento entender qué es lo que como hombres tenemos que aportar si no queremos seguir siendo los detentadores de un orden basado en el poder y la imposición, un orden que hace agua por todos lados, que ha perdido credibilidad y que ya sólo se sostiene por la fuerza bruta. Y eso que tenemos que aportar no tiene por qué ser una invención, un nuevo idealismo, sino lo que puede nacer del reconocimiento de lo que ya tenemos y aprendimos en la relación de amor y cuidado que nuestra madre tuvo con nosotros y que resuena también en nuestro interior como parte de lo que ya somos y tenemos, pero a lo que normalmente no le hemos hecho mucho caso para pensar el mundo.

Sí tengo claro, pues, que, por lo que a la educación se refiere, entre otras muchas cosas, eso significa poner en primer plano que educar es seguir el sentido de la relación primera, aquella que permite, desde la relación de autoridad, que no poder, apoyar, ofreciendo mediaciones y posibilidades, la constitución personal del mundo, para que en esa relación de filiación, uno pueda disponer de los recursos que le permiten recorrer su propia vida con deseo vivo, con ganas de vivir, y con el trazado de un camino que le da libertad, porque le ofrece referencias que son como alas, y no como cadenas, que permiten comunicarse con la vida y con el vivir, y no desgastarse en el sinsentido. Una dependencia, pues, que da independencia.

La autoridad y los conflictos en el proceso de autorización

Mi experiencia y las relaciones en las que he aprendido son también un ejemplo de dependencia que crea independencia. Sigo rastros, pero me ha costado mucho tiempo entender que el rastro principal que tenía que seguir era el mío. Y lo encuentro cuando sigo a alguien que me indica un camino: aquel que consiste precisamente en “actuar dando sentido a las cosas”[14]; un actuar que es pues siempre en primera persona, y un dar sentido que es siempre una construcción también propia, también en primera persona.

Encuentro pues mi propio rastro, aquel que he de seguir y a la vez construir, en quien muestra su saber pedagógico como el relato de quien, en primera persona, busca sentido; y por tanto, me muestra un sentido pero también me muestra una búsqueda. En ese buscar sentido, que es siempre un saber de la experiencia (un conocimiento que me comunica experiencia para que yo pueda tener experiencia), siempre hay saber y relación que sostiene ese saber; siempre hay saber y alguien que lo vive y lo comunica. Como cuando aprendemos a hablar. Por eso, la relación que nos da libertad es siempre una relación de autoridad: es la que nos autoriza a emprender nuestro propio vuelo, pero no nos deja desnudos; al contrario, nos da alas.

Anna María Piussi nos habla así de la autoridad: “La autoridad es siempre relacional y vive de las relaciones, porque para ser pide reconocimiento por parte de alguien, no se deriva del prestigio ni de la legitimación conferida por los cargos, el dinero o los medios materiales y simbólicos de los que se puede disponer por el hecho de estar en una determinada posición, sino que significa exposición de sí, riesgo, dotación de sentido, capacidad de una mediación primera basada en la confianza, y por eso capaz de hacer crecer (éste es el significado etimológico de auctoritas), de crear mundo. Se trata, por tanto, de una cualidad simbólica de las relaciones que tenemos con otros y otras y con el mundo: cuando estas relaciones ayudan a crecer; crean nuevas relaciones, crean mundo.”[15].


Ese sentido de la educación que yo aprendo en relación de autoridad es el que quisiera enseñarles (es decir, el que quisiera tener con ellos, hacerles ver) a mis estudiantes, para que ellos a su vez pudieran desarrollarlo, vivirlo y mostrarlo con sus alumnos. Porque ser maestro es tener (es decir, es crear, conseguir, mantener) la autoridad, y para eso hay que tener (es decir, hay que construir, y ganarse) la credibilidad, la confianza y el reconocimiento. Pero para eso, hay que poder actuar en primera persona, esto es, ser autor o autora: crear la relación, el sentido de la misma, el sentido de lo que con ella y a través de ella se transmite sobre el sentido de las cosas, esto es, sobre el saber y el vivir. Ser maestro, o maestra, es exponerse, mostrar lo que uno es y aprendió en la vida, es tener (es recibir y mantener) la autoridad, la confianza y el reconocimiento para decir su verdad, para hablar por sí mismo el lenguaje con el que aprender a encontrar nuevos sentidos al mundo y al vivir, autorizando así a que cada uno emprenda la búsqueda y encuentre la medida en su maestra, en su maestro, “para ver si era eso lo que había que hacer”.

Y me pregunto, cómo pueden los enseñantes crear una relación de autoridad con sus alumnos, si están siendo constantemente desautorizados. Para tener autoridad es necesario autorizar-se, atreverse a hacer lo que tiene que hacerse y buscar la medida en otros, en otras, en donde contrastar si era eso lo que había que hacer. O para, en ese contraste, en esa búsqueda, al mostrar el sentido de las cosas, mostrar, en las condiciones habituales de la escolarización, el sinsentido en que se introducen.

¿Con quien puede identificarse un maestro? ¿En quién reconocerse? Creo que a estas alturas, la respuesta es fácil: en otro maestro. Nos identificamos con otro maestro, o con quien, como hacía María Zambrano conmigo, nos habla como un maestro, y al hacerlo, nos indica sin decir ni ocultar, nos muestra las profundidades y nos advierte de los peligros.

Enseñar Didáctica es hablar como lo que se es, como un maestro. Y esto para bien o para mal. La semana pasada, mientras yo ya estaba inmerso en la escritura de este texto que ahora les leo, vimos en clase la película de Tavernier Hoy empieza todo. Tras ella, tuvimos un coloquio en el que salieron temas importantes, densos, sobre las condiciones de la escolaridad en la actualidad y lo que puede llegar a ser el oficio de maestro. Tras este coloquio, tenían que trabajar por grupos sobre unos textos que tenían que haber leído y contrastar con lo visto en la película. Al pasear por entre los grupos, percibo que en muchos casos no han leído los textos y que algunos se toman con excesiva ligereza la tarea (sin papeles delante, con cierta dejadez incluso en su disposición física), y hay incluso quien, cuando se evidencia que no han leído, le quita importancia, porque “ellos ya tienen ideas”.

Alarmado por lo que estoy viendo, cuando les convoco para las conclusiones, les hablo con enfado (y comentando algunas de las frases que he oído o de los gestos que he visto) sobre su desidia y la banalización de la clase, al creer que, porque pueden hablar con libertad, pueden convertirla y pueden convertir los temas que plantea la película y su propia formación en algo tan vulgar como mantener charlas informales sin un trabajo de profundización en el que sostener sus posiciones. La reacción de algunos, los más implicados normalmente en el desarrollo de las clases es acusarme de injusto: cierto, hoy no se han preparado los textos, pero la clase se la toman en serio y estoy cuestionándolos cuando ellos están haciendo un esfuerzo por entenderme a mí y la forma en que conduzco la clase que, dicen, no es habitual para ellos. Acabamos la clase pidiendo yo que cada uno se piense personalmente hasta qué punto mi enfado estaba justificado para él o para ella. Al salir, hablo con una alumna que se ha sentido muy ofendida con mi reacción: le ha parecido excesiva, le han dolido los comentarios que he hecho que la aludían a ella. Trato de disculparme con ella mientras se seca las lágrimas que se le escapan.

Durante todo ese día no hago más que darle vueltas a lo que ha pasado; en ocasiones pienso que efectivamente, mi reacción ha sido excesiva; pero en otras pienso que era necesario hacerlo para evitar ciertos riesgos de banalización si dejaba pasar que un día todo pudiera ser flojo y se le quitaba intensidad a lo que la película mostraba. ¿He actuado bien? No lo sé. Es probable que me haya equivocado; mi impaciencia me ha perdido. Pero no creo que sea muy útil que yo les llegue ahora con una simple disculpa. Creo que debemos aprovechar lo que ha pasado para aprender algo todos, ellos y yo, sobre el ser maestro y sus dificultades, pero también sobre cómo aprovechar lo que ha pasado, lo que pasa cada día, para aprender a ser maestros.

Como tenemos instituida una práctica en clase por la cual al comienzo de cada sesión alguien (quien quiere) lee alguna reflexión que le haya suscitado la clase anterior, aprovecho la ocasión para leerles mis reflexiones sobre todo esto: “Es probable, les vengo a decir, que me equivocara, pero esto no podéis usarlo para haceros más débiles, limitándoos a quejaros de vuestro profesor. No. Prefiero cometer un error a quedarme inmóvil ante el miedo a equivocarme y dejar así siempre todo difuso y confuso. Si me he equivocado, pues vale, lo siento. Pero vuestra tarea como futuros maestros es usar también este error como fuente de inspiración. Si me he equivocado, al menos mi actuación ha sido clara y directa. Por supuesto, tengo que aprender de mi impaciencia, y a estar atento para ver a quién le llega realmente un enfado echado a todo el grupo, sin distinciones, si a quien se lo merecía o a quien es más sensible, está más atento a las necesidades de la clase y a lo mejor por eso le hace más daño, pero no se lo merecía. Ahora, vuestra responsabilidad, vuestra búsqueda, es aprender a hacerlo mejor que yo. Y esto os lo digo -acababa mi reflexión- porque vais a ser maestros, maestras; para mostraros cómo procuro ser yo maestro, qué hago con lo que hago. Por si os sirve”.


Decía María Zambrano, en el texto que les leía al comienzo de esta ya larga intervención, y por tanto, con esto acabo, que “no tener maestro es no tener a quien preguntar y más hondamente todavía, no tener ante quien preguntarse”. No tener maestro, es también, diría yo ahora, no tener ante quien rebelarse.

Muito obrigado.

Goiânia, 27 de mayo de 2002



[1] Conferencia pronunciada en el XI ENDIPE - Encontro Nacional de Didática e Prática de Ensino. Goiânia – Goiás (Brasil), el 27 de mayo de 2002.
[2] “La paraula, el sentit i l’autoritat de les dones a l’escola” En Izarra, Miren y López Carretero, Asunción (comps.) (1999) El femení com a mirall de l’escola. Barcelona: Institut d’Educació. Ajuntament de Barcelona.
[3] Se trata de un texto sin fechar de alrededor de 1965, recogido en: Zambrano, María (2002) L’art de les mediacions (Textos pedagògics). Selección, introducción y notas de Jorge Larrosa y Sebastián Fenoy, Barcelona: Publicacions de la Universitat de Barcelona.
[4] Véase la nota 1.
[5] Zambrano, María (1987) Hacia un saber sobre el alma. Madrid: Alianza.
[6] Migliavacca, Francesca (en prensa) “Dejarse tocar”. En Diótima El perfume de la maestra. (Traducción de Nuria Pérez de Lara), Barcelona: Icaria.
[7] Castoriadis, Cornelius (1999) Figuras de lo pensable. Madrid: Cátedra, pág. 207.
[8] Mortari (en prensa) “Tras las huellas de un saber”. En Diótima El perfume de la maestra. op. cit.
[9] Del libro Zambrano, María (1987) Hacia un saber sobre el alma. Madrid: Alianza.
[10] Quiero recordar aquí sus nombres: Cristina Alonso, Remei Arnaus, Virginia Ferrer, Nuria Pérez de Lara,  María Pla y Nuria Simó. Producto de nuestro trabajo, presentamos una comunicación al III Simposium internacional sobre investigación-acción y prácticas educativas críticas, titulada “Miradas y voces desde dentro: Apuntes para una ponencia de investigación acción y prácticas críticas” (Valladolid, 1997).
[11] Dos de estas escuelas, especialmente significativas para mí son: La escuela “Pestalozzi”, de Ecuador, de la que se puede ver el libro, escrito por su fundadora, Rebeca Wild (1999) Educar para ser. Vivencias de una escuela activa. Barcelona: Herder, y la escuela “O Pelouro”, en Galicia, España, de la que acabo de publicar un estudio: Contreras, José (2002) “Más allá de la integración” Cuadernos de Pedagogía, Nº 313, pp. 47-78.
[12] El feminismo de la diferencia sexual ha nacido fundamentalmente alrededor de la Librería de Mujeres de Milán, y del grupo Diótima, en la Universidad de Verona. Se ha extendido también por Francia y por España y por otros lugares. Tiene como uno de sus libros de referencia el de Luisa Muraro (1994) El orden simbólico de la madre, Madrid: Horas y horas. En España, el Centro de Investigación de Estudio de las Mujeres Duoda, de la Universidad de Barcelona es pionero en esta línea de pensamiento y de práctica política. Editan la revista Duoda. Por lo que a las aportaciones educativas se refiere, son especialmente relevantes, Piussi, Anna María y Bianchi, Letizia (comps.) (1996) Saber que se sabe. Barcelona: Icaria. Piussi, A. M. (1999) “Más allá de la igualdad: apoyarse en el deseo, en el partir de sí y en la práctica de las relaciones en la educación”. En Lomas, Carlos (comp.) ¿Iguales o diferentes? Barcelona: Paidós. Piussi, A. M. (2001) “Dar clase: el corte de la diferencia sexual”, en Blanco, Nieves (coord.) Educar en femenino y en masculino. Madrid: Akal. En concreto, en lo que dice este último texto sobre el aprendizaje la lengua materna me he inspirado para desarrollar yo por mi cuenta esa misma cuestión. Puede verse también sobre educación y diferencia sexual el número 306, de 2001, de Cuadernos de Pedagogía.
[13] Piussi, “Más allá de la igualdad…” op. cit.
[14] Idem
[15] Idem