23 de octubre de 2012

Igualdad de oportunidades y metacognición institucional: escuelas que incluyen y emancipan




Blanca Astorga y Domingo Bazán
Profesores

Poner énfasis en el valor de la reflexión pedagógica como condición y oportunidad para desarrollar mejores espacios de igualdad en la escuela y, con ello, contribuir al logro de aprendizajes de mayor calidad, debiera ser el imperativo de aquellas instituciones educativas que se declaran comprometidas éticamente con los valores de la solidaridad y  la justicia social. De este modo, la reflexión y la metacognición institucional surgirían naturalmente  contrarías a los dispositivos de selección, medición y control que imponen restringidas apuestas de atención a la diversidad y que, en definitiva, operan como mecanismos de permanente desigualdad de oportunidades en la escuela. Hay aquí una contradicción evidente entre incluir o excluir; pues, se incluye desde la solidaridad y la justicia social, pero se excluye desde la pretensión de seleccionar a quienes aspiran a ingresar a un establecimiento educacional cualquiera (“elegir a los mejores”, se dice).


Como se sabe, la desigualdad en el acceso a las oportunidades y en el logro de aprendizajes de calidad entre los alumnos de distintos sectores sociales, resulta ser una muestra concreta de injusticia social y de vulneración de los derechos humanos fundamentales. Las cifras, los estándares y las mediciones establecidas dan cuenta de la ya conocida y auto-perpetuada “brecha” educativa. Año a año los indicadores SIMCE y PSU no sorprenden, dado que se reiteran. Observamos que todos los actores del ámbito educativo pareciéramos esperar sin sobresalto y con pasividad dichos resultados.

Se refuerza con esto la idea de que tal “brecha” define las relaciones de poder al interior de nuestra sociedad y, además, instala en el discurso pedagógico la idea de “la desesperanza aprendida”, de la imposibilidad y la negación a los cambios, del paternalismo y de la discriminación positiva con que representamos a los alumnos de escuelas de sectores menos favorecidos económica y socioculturalmente. Se ha señalado claramente que “En Chile tenemos un sistema escolar que remeda hasta la exageración el origen socioeconómico de los niños” (Peña, C., 2005). Por lo cual, siguiendo al autor antes mencionado, los alumnos de estos sectores más bajos económicamente están condenados más adelante a ubicarse en los lugares más bajos de la escala invisible del prestigio y el poder.

Podemos señalar que la educación ejerce un mecanismo de homogenización y de control social deliberado, pues, es el sistema educacional una herramienta al servicio del sistema económico y político dominante. Notable resulta la ejemplificación que de esto se realiza en una escena de la película chilena “Machuca”, en donde el padre del menor perteneciente a una población popular ejemplifica y, a la vez, ironiza con el futuro de su hijo y el de su amigo del sector alto. En el cine y en la vida misma reírse de la desgracia propia sigue siendo una salida temporal al dolor de una sociedad y una escuela que poco se piensan a si mismas, una escuela y una sociedad cuya metacognición paradojalmente reprobaría en cualquier medición seria de calidad.

En este contexto, los educadores debiéramos continuar guiando nuestras acciones profesionales desde una concepción crítica y hermenéutica del mundo, dando forma concreta al derecho humano a la educación para todos, desde una pedagogía capaz de comprender la naturaleza de sus acciones, capaz de desentrañar las contradicciones de la historia humana, para situarnos desde y en el contexto educativo y coexistencial de sus alumnos y, por ende, para aportar a transformar(lo) y transformar(se). Bien sabemos que la realidad demuestra que los profesores no hemos sido capaces de reconocer nuestro enorme poder de construcción social.

¡¡Quienes mejor que los maestros, que tenemos a nuestro cargo 20 días al mes, 10 meses al año, 12 años y más, a las nuevas generaciones de jóvenes, para propiciar la emancipación de sujetos participativos y comprometidos con la realidad que les toca vivir!!  


Recordemos que fue Paulo Freire quien nos ha enseñado que la educación libera al hombre, pues, por medio del acceso y la construcción de saberes por parte de los educandos ellos pueden encontrar el camino que les permita salir de las condiciones objetivamente perversas de vida en las cuales se hayan y puedan, a su vez, transformar su entorno y generar cambios  en el presente y en el futuro de sus vidas. En los últimos cinco años, afortunadamente, los escolares chilenos nos han dado muestras evidentes de cómo “los adultos” hemos olvidado el sentido emancipador del hecho educativo.  

Sabemos también que, en la perspectiva del sistema educativo actual, la centralización y el control se legitiman. Por ello, la reflexión pedagógica -sobre todo aquella que se origina en el marco de la institución escolar; la cual reconoce y busca soluciones a las problemáticas locales y específicas de su contexto- juega un papel fundamental en la práctica escolar. Al respecto, John Dewey señaló la existencia de las acciones reflexivas de docentes y estudiantes, las cuales, a nuestro parecer, deben regir la práctica cotidiana de los maestros. En eso radicaría el denominado “oficio del pedagogo”. Dicha actividad reflexiva considera el estar en constante interpelación de nuestras actuaciones, nos obliga a estar atentos y, por ende, a preguntarnos del porqué del fracaso y del éxito en lo que hacemos.  


La escuela que no reflexiona, en cuanto un cuerpo docente en interacción con los otros actores educativos, contribuye abiertamente a crear y consolidar grados de desigualdad y de exclusión, los que con menor frecuencia ocurren en aquellas comunidades educativas en las cuales se auto-reconocen las debilidades y las fortalezas para, con ello, lograr mejores aprendizajes y mayores significaciones en sus alumnos. Como señala el chileno Juan Casassus, los estudiantes requieren de nuestro quehacer reflexivo para superar la valla que les impone el “doble riesgo” de ser alumnos de escuelas municipalizadas y de sectores de escasos recursos.  

La escuela que no reflexiona (ni reflexiona sobre su forma de pensar las cosas), toma/elige una diferencia humana y la transforma en desigualdad, sin pensar ni querer pensar, como ocurre ante los niños zurdos, los que se enfrentan a una escuela que no los ve, con tijeras, aparatos y asientos para diestros, con formas de escribir homogeneizantes para niños de lateralidad diestra. Esta es una escuela que vive y potencia un “circuito perverso de discriminación”, que opera en una cadena de pasos al interior del pensamiento opresor:

a)      Dicotomización: nombrando el mundo con categorías binarias, dividiendo la realidad en dos partes y reduciendo la complejidad de la vida humana y social. Así, la realidad es A o es B.

b)      Exclusión: estableciendo que las partes de la dicotomía son mutuamente excluyentes. Así, A es la negación de B y B es la negación de A. 



c)      Inferiorización: determinando que las partes tienen distintos valor o status. Así, A es mayor o mejor que B; o bien, B es mayor o mejor que A.

d)   Patologización: atribuyendo al elemento inferior del par un carácter negativo de enfermedad o estigma. Así, B no sólo es peor que A, si no que A representa la normalidad y lo correcto, mientras que B representa la enfermedad, lo incorrecto, lo malo.

e)    Re-educación: el circuito vuelve al origen a través de distintos procesos de intervención en la parte de la realidad inferiorizada y patologizada, dando origen a acciones educativas “remediales”, “asistencialistas” o “sanadoras”.

De este modo, en el aula hay niños, muchos niños, niños con diferencias de todo tipo, pero niños al fin y al cabo. Empero, según los intereses instrumentales de la institución escolar y en relación a los supuestos logros de aprendizaje de los niños, tenemos ahora –se construyen, de hecho- niños exitosos y niños no-exitosos. El exitoso no es no-exitoso y viceversa, se diferencian y excluyen mutuamente. Claramente, el no-exitoso es inferior al exitoso y lo es porque no aprende, es decir, porque tiene algo que lo hace incapaz de aprender, algo que se explica por su propia existencia individual, por ejemplo, tiene problemas de aprendizaje y es quizás dis-ortográfico, hiperactivo o sufre de alguna otra categoría médico-educativa. Afortunadamente, desde la bondad del paradigma dominante, desde la ética de la cultura escolar opresora, estos niños recibirían ayuda a través de alguna beca, terapia o evaluación diferenciada.

En todo este proceso de construcción de desigualdad ha estado ausente la reflexión profunda de la escuela y sus docentes con respecto a qué es aprender, por qué no se aprende o para qué enseñar y aprender. 

Entonces, la escuela capaz de una auto-reflexión institucional se reconoce y caracteriza porque:

a)      encarna los valores de la democracia, la coexistencia, la participación y la humanización;

b)      incluye y no excluye, a docentes, familia, estudiantes, equipos de apoyo, directivos y sostenedores;

c)    aprende y auto-aprende –de ahí su carácter metacognitivo- de sus propias particularidades, esto es, cualidades, fortalezas, debilidades y experiencias;

d)      analiza, comprende, resignifica y complejiza su accionar;

e)      comprende el presente y proyecta el futuro en términos de la posibilidad y los deseos de aportar a la construcción de una sociedad mejor.


Efectivamente, una escuela metacognitiva nos arrastra provocativamente hacia la construcción de una sociedad más justa y solidaria. Por ello, propiciar la reflexión al interior de las instituciones escolares tiene como objetivo mejorar y fortalecer la gestión pedagógica y técnico-administrativa. Por definición, entonces, la metacognición institucional se construye, tal como lo señalan Arístegui y otros, “sobre la base de unos actores que interactúan en el marco de una comunidad que busca su autocomprensión”. Con todo lo anterior, es posible reconocer las necesidades pedagógicas de todos los estudiantes, valorar las experticias y las características de los docentes, aprovechar las oportunidades y fortalezas del entorno y, con ello, avanzar en el diseño, aplicación y evaluación de efectivas y democráticas estrategias  de aprendizaje y convivencia.

Los espacios informales de la educación: su importancia para la diversidad cultural


        Alberto Dentice B.
Arquitecto
 
1. Los espacios de la educación.

La siguiente reflexión se sitúa sobre la base de la observación natural del medio educativo, en torno al desarrollo que éste adquiere cuando lo situamos sobre la diversidad de espacios que comparecen más allá de las aulas o bibliotecas. En este sentido, la detección de distintos espacios, ciertamente asociables al proceso educativo, denota su evidente existencia y con propiedad podrían señalarse como “espacios informales de educación”. Coexisten paralelos a aquellos, por todos reconocidos y supuestamente apropiados para ésta, destinándolos en exclusividad para su cometido, con plena confianza de su normal eficacia. Estos espacios destinados irremisiblemente a la educación, provienen de una cierta tradición formativa que adhiere a métodos disciplinarios que pretenden un orden reglado de comportamiento: el fin es adiestrar a los educandos en el manejo de actitudes y destrezas, previstas por una sociedad que ya ha dispuesto un “como deben ser las cosas”, basado en paradigmas dogmáticos incuestionables.

La costumbre ha trascendido diferentes etapas históricas de la educación, en especial en nuestro medio, donde el origen napoleónico del modelo de enseñanza aún se aprecia claramente, pese a las sucesivas reformas educacionales. Es conveniente decir que éstas se han hecho a tabla rasa y a nivel nacional, sobre una supuesta igualdad de los individuos, como si el fenómeno se hiciera efectivo  por el solo espíritu de la ley. El desconocimiento de las situaciones particulares, por parte de las autoridades que han gobernado nuestra nación, han hecho que actúen invariablemente sobre un patrón ideal que no se verifica en la realidad, desatendiendo las legítimas diferencias personales o grupales que ésta impone, las cuales no necesariamente implican desbalances sociales, pues, el agente de una genuina diversidad puede multiplicar espontáneamente los factores culturales de un pueblo.


En este contexto podemos seguir a Néstor García Canclini a partir de “Imaginarios Urbanos”, donde trata de la diversidad cultural que presenta un conglomerado urbano, la cual provendría de una heterogeneidad de fuentes y múltiples desarrollos. El mismo García Canclini expone una decadencia del Estado como rector de la educación actual, cediendo terreno al mercado y los intereses personales o grupales, localizados en distintos sectores de la sociedad, que han tomado cuerpo a propósito de la globalización. Manifiesta el autor que Latinoamérica está sujeta a una intensa hibridación cultural, asociada al modelo neoliberal globalizante. También menciona los cambios en materia de comunicación vía tecnológica, señalando entre otros las referidas al ámbito científico.

Respecto de la hibridación cultural, destaca el carácter “neo colonialista” que adquieren los medios al ser gobernados por pocas manos y la consecuente manipulación que se hace de ellos; sin embargo, agrega que la hibridación cultural presente en nuestro medio genera una suerte de resistencia ante una suerte de poder “desterritorializado” que reparte desigualmente los beneficios del acceso a las comunicaciones, en cuyo medio se pretende implantar solo ciertos aspectos de la cultura local o popular, lo cual García Canclini define como la prevalencia del “macondismo”, desestimándose, con ello, los valores más arraigados que porta el colectivo a través de su historia. Esto aparece particularmente importante cuando enfrentamos un Estado-Nación que presenta “fugas”, en el concepto de Miquel de Morgas, refiriéndose a la pérdida de representatividad frente a la aplastante globalización externa y la experimentada hacia el interior, representado por las privatizaciones o reivindicaciones exigidas por diversas minorías que buscan su espacio ciudadano dentro del conglomerado mayor. El hecho se hace extensivo a los individuos, de modo que se hallan con la dificultad de emprender proyectos que les identifiquen de modo singular. La demanda por manifestarse, ya sea de individuos o grupos, cobra espacios que conllevan la impronta de sus cualidades, dando cabida a desarrollos diversos bajo ciertos patrones de cohesión. La dimensión multicultural de estos espacios nos permite mayor diversidad como individuos o como sociedad. De este modo, somos individuos híbridos que aprovechamos varios repertorios para enriquecernos, formarnos y participar en escenarios distintos, no siempre compatibles. Eso crea, desde luego, contradicciones, pero también una diversificación, una posibilidad de ejercer y desempeñarse como individuo en escenarios muy diversos que me parece un signo positivo, alentador, de nuestro tiempo”[1].

García Canclini continúa diciendo que una educación realmente democrática radicaría en la posibilidad que ésta ofreciera para ser distintos, en el sentido de asignar un valor a la distinción personal, reconociendo su diferenciación como un asunto legítimo. Contextualizando lo dicho, dentro de un ámbito urbano, seguiremos nuevamente a García Canclini en donde expone que la ciudad estaría compuesta de varias ciudades, en cuanto a su dimensión cultural y los espacios que se da para sus manifestaciones. Agregando, luego, que el imaginario urbano nutre su propia historia, discurriendo a través del tiempo y teniendo lugar de desarrollo en los espacios de comunicación urbana. Para este autor, estos espacios son de carácter múltiple y fragmentado, donde destacan espacios específicos, semipúblicos y semi privados, tales como lugares de esparcimiento masivo frecuentados por la juventud. Por otra parte, hace referencia al patrimonio inmaterial calificándolo de “escurridizo”, apoyándose en Pierre Bourdieu, con su expresión de “capital simbólico”, en un intento de redefinición del patrimonio cultural relacionado a los usos de la sociedad.


Por último aparece el concepto de las “comunidades imaginadas”, citando a Benedict Anderson, estableciendo con ello una base para conceptuar identidades actuales. Luego se menciona la indeterminación epistemológica de los imaginarios y asigna factor constituyente del imaginario, no solo a la creatividad, sino a aquello que por instituido, es punto de partida para imaginar. Luego se refiere a una ciudad planificada, pero también imaginada a partir de fragmentos que proporciona la propia dinámica urbana a través de sus habitantes. Las estructuras de esta dinámica según García Canclini, conllevan un carácter cognitivo; y el ejemplo concreto lo sitúa en los “viajeros” urbanos de la Ciudad de México, que en su trayecto van elaborando el constructo de imágenes que devienen en el imaginario.


2. Los espacios informales de la educación.

Los espacios físicos de carácter informal, que acompañan a los destinados específicamente para las labores educativas, poseen la particularidad de no obedecer a patrones preestablecidos para las actividades programáticas del proceso educativo, tanto en cuanto sus propiedades físicas, como en lo referente al emplazamiento y los momentos en que acogen a los actores. Tal vez el clásico café recoge paradigmáticamente una imagen bastante aproximada de los espacios que se quieren destacar y valorar para beneficio de un aprendizaje con mayores pretensiones. Pues, la educación tradicional considera normalmente tan solo determinados aspectos del aprendizaje, si bien intenta abarcar un amplio espectro del conocimiento. 


El ámbito de trabajo que se propone a partir de la disposición de las personas dentro de un aula, o las condiciones de “sacralidad” que reviste el recinto destinado a biblioteca, genera relaciones lineales y unidireccionales; en el hecho, se verifica por el tipo de orden que deben mantener las personas, a fin de que la linealidad no sea interrumpida y sea posible seguir el hilo conductor de la misma. Sin embargo, debemos reconocer que el proceso de aprendizaje no se completa con la actividad de aula, pues, se requiere un tiempo de reflexión posterior, para confrontar lo recientemente escuchado con nuestro propio entendimiento y según el historial que poseamos sobre el tema. Juan Casassus se refiere al fenómeno como “el efecto jueves”, queriendo decir con esto que las cosas se asimilan madurando en nuestro interior con el pasar de los días.

El ejercicio de “retiro”, necesario a nuestra comprensión de los fenómenos, posee algunas etapas reconocidas por todos y ciertamente los sistemas educativos lo contemplan. Es el caso extremo de las bibliotecas, lugares de máximo retiro para el estudio dentro del colectivo estudiantil, fase anterior al retiro total del imaginario personal, que se remite al “desván” de nuestros recuerdos íntimos; dicho como lo entendería  Gastón Bachelard en la “Poética del Espacio”, donde asigna estadios del imaginario humanos, comparándolos con los espacios de una casa. 

La sucesión sutil de estos lugares, propicios para el desarrollo del imaginario colectivo y personal, suele resolverse discretamente en nuestra sociedad, dentro de aquellos espacios no asignados a una actividad declarada o, al menos, no adscrita a una funcionalidad específica de orden primario. Como ejemplo podríamos mencionar las partes de una casa, que se ajustan a actividades primarias, las que coinciden normalmente con su programa: el estar, comedor; los dormitorios; el baño y la cocina. Estos lugares son destinados “normalmente” a los usos que los nombran, sin embargo, para que puedan interrelacionarse debemos recurrir a una serie de espacios arquitectónicos de “orden secundario”: vestíbulos, galerías, zaguanes, pasillos, pórticos, patios de diferente índole, siendo los “de luz” los menos considerados, pasando por los de trabajo, esparcimiento, distribución o reunión de recintos, o con todos los atributos mencionados y sumando otros. Hay una serie de “conectores espaciales” entre los recintos, o lugares asignados por su nombre, a una determinada función, que constituyen la verdadera riqueza de la arquitectura; consecuentemente con ello, lo que ocurre dentro de estos espacios, es también un valor posible de reconocer como riqueza. Sobra decir que tales espacios de carácter informal y en cierto modo obligados por los de asignación más rígida, no reemplazan a estos, sino más bien se complementan. Sin embargo, reconocer su importancia implica la comprensión de lo que allí sucede y su consecuente valoración.

Es, en este sentido, es de alto interés estudiar empíricamente la importancia de estos espacios dentro del ámbito estudiantil, en general; y establecer si suponen una riqueza que abunda en favor de los aprendizajes que provienen de la diversidad cultural, tanto personal como de grupos culturales o interés. Además, hace falta comprender si estos lugares pueden ser oportunidad de una confrontación enriquecedora con la línea oficial y aceptada de los métodos educacionales. Sabemos que existe una realidad de las relaciones espacio-educacionales, de orden secundario, que podría ser develada y, en la justa medida de su consideración, aportar beneficios sociales en el área del conocimiento y las relaciones culturales.


Se ha sostenido que los espacios que propician la riqueza cultural de discusión libre y abierta, coloquial y comprometida solo con el propio espíritu de los actores, por lo general, se presentan dentro de los diferentes grados de transición entre las actividades rutinarias de los actores. Es decir, dentro del las actividades consideradas normales por la sociedad contemporánea, se encuentran solo aquellas que se pueden nominar desde la oficialidad y,  en todo caso, tendientes a un fin determinado, con un orden comprensible para la propia estructura social. El espacio físico y temporal para la recreación de los ciudadanos no contempla personas, sino a un conglomerado laboral que necesita renovar su espíritu de trabajo; visto así, el individuo tiende a apreciar un beneficio adquirido que le permite justificar plenamente su existencia; el recreo se percibe como un bien necesario y merecido y su orientación pública no extraña a nadie. Sin embargo, los insterticios cotidianos que se producen durante el tránsito entre actividades reconocidas, tanto en cuanto al tiempo que suponen, como en cuanto a los lugares por donde toma cuerpo este tránsito, genera un tiempo y espacio propios del individuo, el cual de modo espontáneo ha sabido canalizar en torno a sus intereses personales; estos son generosamente comerciados con los otros actores con que se relaciona durante los tránsitos. El ritmo de los mencionados tránsitos, es regulado por el interés que los individuos ponen a la relación que establecen, propiciando a menudo la prolongación de estos espacios en ocasiones sucesivas.

Es necesario, entonces, percatarse que estos tiempos disponibles para el tránsito, entre actividades reconocidas por útiles a la sociedad, son “robados” a la máquina productiva o coercitiva del sistema (no me olvido, que durante los tiempos duros de la dictadura, la consigna callejera era “circular”, pues, la calle se suponía para ese solo efecto y detenerse en una esquina, ya en soledad o aún peor en grupo, constituía una sospecha digna de ser sancionada). Desde la perspectiva actual, las sospechas eran bien fundadas puesto que entre los innumerables temas de conversación que pueden darse entre las personas, los de carácter político son de primer orden y los acontecimientos permitían pensar sobradamente en las múltiples conspiraciones que se gestaban desde cualquier rincón ciudadano.  

3. Espacios educativos, diversidad y ciudadanía.

En el concierto mundial contemporáneo e histórico podemos observar pueblos enteros en tránsito diaspórico internacional o, incluso, clases marginadas dentro de su propio hábitat, junto con su afán pujante de conquistar un lugar para establecerse, como es el caso de las “tomas” en nuestro país y los “ocupas” de la modalidad europea. Los casos recién mencionados, por cierto, poseen un carácter aflictivo que se aplica a los actores por el hecho de encontrarse en desmedro social, marginados del supuesto “paraíso” montado por la cultura occidental o, peor aún, privados de las necesidades básicas para la subsistencia pacífica dentro de un conglomerado. Casos de mejor condición, por gratuitas y no relativas a estados precarios, podrían estar representados por los añorados viajes en tren, dentro de los cuales se establecían vínculos sólidos, que frecuentemente podían durar tan solo las pocas horas de trayecto. La experiencia común, que arranca de una aventura simple, determinada por el tránsito conjunto, establece vínculos genuinamente humanos. De orden experiencial único aparecen sólidos aunque puedan ser efímeros. 


Las culturas o grupos sometidos a éxodos de todo tipo -migraciones, expatriaciones, traslados, exoneraciones, erradicaciones, etc.-, siempre que se constituyen insertos en un tránsito o trance, generan lazos poderosos entre sus miembros y ello proviene de una construcción cultural en torno a los asuntos de interés común, los que encuentran canales de acción y discusión durante la transitividad que somete al grupo.  De acuerdo a esto, podemos postular que es durante el estado de transitividad donde se aprecia una gran riqueza innovadora capaz de producir conocimiento de todo tipo; de orden práctico y cultural en todo el amplio espectro. Esto supone el desafío pendiente de indagar qué sucede durante la transitividad de los espacios intersticiales de la vida escolar y universitaria nacional, dentro de los propios espacios educativos y en los alrededores de los barrios donde se encuentran emplazados los establecimientos escolares y universitarios.

Puesto que se trata de lugares que no aparecen dentro de la nomenclatura habitual del esparcimiento, salvo los locales destinados expresamente a ello, hace falta identificarlos y señalarlos de algún modo, aunque por ahora sean denominados genéricamente “espacios coloquiales del aprendizaje”; y, particularmente, por la dinámica cultural que hipotéticamente proponen, “espacios de transitividad propicios a la generación de conocimiento”. Entendiendo que la primera denominación se acercaría más al espacio físico propiamente tal y la segunda, apuntaría más bien a su carácter de espacio temporal, asociado a un devenir social, a partir de tiempos dispuestos genuinamente desde las personas.

Los límites de estos espacios propicios para el aprendizaje natural son sutiles, por cuanto comprenden dos dimensiones difíciles de establecer:

·        Los espacios físicos propiamente tales.
·        Los espacios temporales del acontecer dentro de esos lugares físicos. Esta segunda dimensión, por cierto, requiere de actores con sus actos para aportar su dimensión temporal.

La primera de ellas supone los espacios físicos donde se producen los encuentros interpersonales, los cuales no están perfectamente definidos por la arquitectura, por ser tratados a modo de conectores, supeditados al orden mayor de los lugares principales de un complejo. Esto vale para toda su extensión, considerando los espacios interiores de la edificación y también los exteriores, destinados a patios o simples separaciones entre edificios, que no pretenden en principio, más que servir las necesidades de iluminar los interiores o separar físicamente del vecino los volúmenes construidos y no ocasionar interferencia negativa entre ellos. Estos últimos tienen estrecha relación con los no lugares que se generan en los intersticios de una arquitectura poco cuidadosa y autorreferente que suele apreciarse frecuentemente dentro de la tendencia racionalista, la cual propone un marcado funcionalismo de la misma. La resultante periférica del “objeto arquitectónico” suele ser de un marcado acento desolador, que implica por lo general un no lugar, vale decir que este no se constituye como un espacio que da cabida digna al acontecer cotidiano de las personas. Esta sensación de desolación se aprecia claramente en los barrios de última generación, en las cuales el primer piso no recoge el tráfago natural de la calle, sino solo la limpia llegada de las torres a los planos inferiores. Estos planos de caprichosa constitución tienen por protagonista una pulcra calzada, con prohibición de estacionamientos, veredas amplias y bien trazadas con arborización planificada y las explanadas de los solares aparecen limpias entre los edificios. Todo parece muy a propósito como para que la actividad ciudadana suceda en plenitud dentro de estas nuevas ágoras contemporáneas; sin embargo, falta su componente principal: el ciudadano, habitante, o como queramos llamar al individuo, según nuestra perspectiva. Las personas llegan al barrio completamente encapsuladas dentro de su vehículo particular y se los traga la tierra por las bocas que dan entrada a los estacionamientos subterráneos del barrio, privados o pagados. ¿Quiénes circulan por la superficie urbana? Ciertamente hay grupos marginados que ocupan el espacio de modo diferente al descrito, pues, acusan una diferenciación que denota claramente que los lugares no se adecuan a sus usos naturales. Son lugares que solo adquieren la calidad de tales con marcada intermitencia de tiempo y su mutación desde su “no lugar” a poseer los atributos propios de “lugar”, sucede brevemente durante las horas de colación, cuando las personas que cumplen riguroso horario de trabajo, se vuelcan a los mezquinos prados y poco acogedores bancas que se hallan dispuestas por allí, como vestigios de la publicidad maqueteada del proyecto arquitectónico, bajo franca supeditación al proyecto económico.


Desde la perspectiva de la segunda dimensión de los espacios coloquiales del aprendizaje, estos adquieren una cualidad adicional, la cual supone un acto creacional desde el punto de vista social, puesto que es aportativo de su propia modalidad y acoge las diferencias de la diversidad y de suyo propone un campo neutral, igualador de opiniones. Hoy se ha puesto en boga, por ejemplo, el discreto rincón para fumadores, fundado en ninguna parte y descubierto por los aficionados al tabaco; es un acto de pequeña fundación, producto del hallazgo de un res nulius adecuado a sus intereses. Estos descubridores forzados, se obligaron a ello desde su pseudo proscripción por una sociedad profiláctica que aprecia el comportamiento estandarizado de sus integrantes y define de tanto en tanto las normas de conducta, propias de sus intereses macro sociales. Hay que señalar que los espacios encontrados por los fumadores y el momento que allí tiene lugar, establece vínculos muy sólidos de convivencia durante la efímera sesión; ello hace posible que estos precarios lugares físicos adquieran una valoración social que implica su nombramiento y, por tanto, su creación como lugar propiamente tal, más allá de su mero establecimiento material.  

La actitud imperativa sobre los comportamientos de las personas conlleva, en suma, una cierta coerción sobre sus actos, determinando en su comportamiento un relativo cariz de rebeldía, cuando no abierta oposición, que toma especial cuerpo en los espacios que no forman parte del “inventario” social; dentro de ellos se desarrolla una riqueza de comunicación que supera a la efectuada dentro de los espacios que acogen actividades dirigidas o administradas con un determinado orden.     

La incógnita aquí planteada en este artículo no es menor, la del espacio y su peso en la construcción social de lo educativo, forma parte de aquellos aspectos aún ignorados de la dinámica educativa, el del espacio y su relevancia en la formación de sujetos críticos y participativos, lo que va invariablemente ligado a la necesidad de conocer las características propias de estos espacios físicos y sociales, tratando de establecer la importancia que suponen como hábitat capaz de albergar o frenar aspectos educativos, culturales y sociales.     



[1] García Canclini, Néstor. Imaginarios Urbanos. Edeuba, ISBN 950-0986-3 Pág. 58.
 

¿Por qué son importantes las competencias emocionales de los profesores?



Ingrid Feuerhake Caro
Profesora de Filosofía


Primera idea: la escuela es una comunidad de interacciones orientadas al aprendizaje

“…una escuela es fundamentalmente una comunidad de relaciones y de interacciones orientadas al aprendizaje, donde el aprendizaje depende principalmente del tipo de relaciones que se establezcan en la escuela y en el aula.” (Casassus, J, 2007, Pág. 239).

Una interacción es toda relación que se establece entre dos o más personas que comparten un contexto situacional por periodos prolongados de tiempo y de modo sistemático, en razón de metas u objetivos considerados por todos como beneficiosos para la comunidad u organización. De este modo, las interacciones y relaciones que ocurren al interior de una comunidad educativa se constituyen en un aspecto o dimensión fundamental, inherente y determinante del proceso de enseñanza y aprendizaje. Se configuran, pues, las interacciones como el contexto y la base sobre la cual se sustentan y desarrollan las acciones pedagógicas y representan la clave para el desarrollo efectivo del sentido profundo del acto educativo como tal, esto es, potenciar el desarrollo humano y el aprendizaje de niños y jóvenes educandos.

Si bien estas interacciones se encuentran normadas a través de reglamentos disciplinares, asentadas en estructuras y dinámicas organizacionales internas, junto con la definición y delimitación clara de roles y funciones al interior de cada escuela, las interacciones están fundamentalmente determinadas por el trato que entre sí desarrollan y mantienen en el día a día los miembros de la comunidad escolar (profesores, estudiantes, padres y apoderados, directivos, administrativos y asistentes de la educación).  A su vez, dicho trato está determinado por el conjunto de emociones que subyacen a las conductas individuales y colectivas de los sujetos interactuantes, que están moduladas ciertamente por las atribuciones culturales que definen dichos roles.

De allí, entonces, la importancia y la necesidad de relevar las emociones en tanto motor que pone en marcha al sujeto y, en tal sentido, hace posible y determina el aprendizaje y desarrollo humano esperados, porque  “…no es la razón lo que nos lleva a la acción sino la emoción” (Maturana, H, 1990, Pág. 23). Dependiendo de la emoción en que el individuo se encuentre será, en consecuencia, el tipo de acción que le sea posible emprender en cada momento a cada sujeto. Si cambia la emoción, cambia el dominio de acciones posibles. Si aceptamos consiguientemente que el cambio de emoción cambia la acción o el dominio de conductas posibles, resulta de gran importancia develar aquellas emociones que surgen con mayor frecuencia en/entre profesores y estudiantes en la interacción en el aula y en la escuela, en general, puesto que son esas emociones las que están en la base de las acciones posibles de emprender. En este sentido, debemos asimilar que el contexto interaccional de la acción educativa debe constituirse en una herramienta al servicio de la instalación de condiciones favorables para el surgimiento de emociones que faciliten el proceso de enseñanza y aprendizaje. De allí la importancia de que el profesor adquiera un nivel de competencia emocional tal que le permita, en primer lugar, comprender cómo determinadas emociones y estilos de interacción propios impactan en sus estudiantes; y, en segundo lugar, intervenir de manera tal de promover los cambios  necesarios en las estrategias de interacción para modificar las condiciones de emergencia de determinadas emociones y los cursos o campos de acción correspondientes.


La consideración de las emociones en esta perspectiva, más allá del ámbito puramente afectivo, constituye un elemento básico para la estrategia pedagógica del profesor o profesora: alumnos aburridos o desinteresados sólo pueden actuar en el espacio acotado por sus emociones; alumnos motivados e interesados actuarán también en el espacio acotado por sus emociones. En el primer caso, las acciones no favorecerán el aprendizaje; en el segundo caso, será lo contrario.


Segunda idea: las emociones habitan/son en la Escuela

“La escuela era para la educación del ser racional, y no para la educación del ser emocional”(Casassus, J., 2007). Pág. 235).

La escuela, históricamente hablando, surge y se consolida como un espacio institucional para la reproducción de los modelos de autoridad, adecuación a la norma y control social propios del modelo patriarcal del que somos herederos y en el cual no tienen cabida alguna las dimensiones humanas consideradas de segunda categoría, tales como el cuerpo y las emociones.

La escuela, en conformidad con su origen y naturaleza, es una entidad de suyo anti-emocional y, fundamentalmente, controladora, en que se establece una jerarquía entre sus miembros, siendo los profesores y  directivos quienes “saben” y detentan el poder  al que deben someterse los estudiantes que son quienes “no saben”. No obstante su ideal de máxima racionalidad y objetividad, las estrategias para el sometimiento y moldeamiento de la mentalidad de los estudiantes se realizan a través de prácticas que generan diversas emociones –como miedo, vergüenza, culpa y frustración-, todas las cuales no hacen más que instalar climas emocionales adversos para el logro de su desarrollo y aprendizaje.

Ya sabemos, además, que sólo cuando en una institución escolar se privilegian la comunicación, el respeto mutuo, el diálogo y  la participación, recién entonces se genera el clima adecuado para posibilitar el aprendizaje, todo lo cual tiene cabida efectiva en la “escuela emocional”, que es “…aquella en donde se valora el mundo emocional de las personas que allí laboran (…) una organización donde se reconoce que el mundo emocional es el motor donde ocurren las interacciones que conducen a la finalidad de la organización (…) un lugar donde las personas tienen competencias emocionales, donde los problemas son formulados emocionalmente, es decir, que se busca la raíz emocional del problema y donde la respuesta al problema es conscientemente emocional (…) es un sistema de relaciones que se estructuran en torno al aprendizaje y el aprendizaje es función de las emociones (…) donde la educación resulta de las relaciones que se dan entre profesores y alumnos, y las relaciones son por definición emocionales” (Casassus, J. 2007. Pág. 238.).


Una escuela que propicia la consideración de las emociones como centro de su hacer pedagógico, que pone su mirada en el ser humano total, esto es, aquel en que las dimensiones intelectual, emocional e instintiva se viven en equilibrio y armonía, es una institución educativa cuya propuesta educativa está centrada en el desarrollo y fortalecimiento de la capacidad amorosa (Naranjo, C., 2007).

Si queremos una educación verdaderamente humana y humanizadora debemos no sólo asumir el reto de educar emocionalmente a los niños sino también y con especial énfasis educar emocionalmente a los docentes que tienen como tarea inherente a su rol profesional y social favorecer el crecimiento personal de estos niños y niñas. Y dado que el desarrollo de competencias emocionales de forma intencional y sistemática está bastante ausente de la formación inicial de los educadores, deberemos procurar reflexionar junto a los docentes  en torno a la necesidad de desarrollar dichas  habilidades o competencias emocionales que le permitan un mejor desempeño profesional y una mayor satisfacción y desarrollo personal.


Tercera idea: prestar atención a las competencias emocionales de/en los profesores

“El acceso a la propia experiencia emocional y  a la experiencia emocional del otro permite compartir emociones y visiones. Es en este espacio donde se genera un contacto humano verdadero, es a partir de estos encuentros entre personas que se generan vínculos que permiten interacciones con efectos reales, es desde aquí que podemos aprender los unos de los otros” (Casassus, J. 2007, Pág. 135).

Las  competencias emocionales pueden ser concebidas como destrezas o habilidades que nos permiten conocer y actuar en el mundo emocional, que se organizan en dos amplios ámbitos o áreas de desarrollo. En primer lugar, en el de la conciencia emocional que consiste en la experiencia del contacto con el propio mundo emocional, condición necesaria para que se dé, en segundo lugar, la comprensión emocional que corresponde a la apertura al mundo emocional de otros.

Situados en el contexto de la educación diremos que, además del manejo cognitivo relativo a su área de especialización, en el  ejercicio de la acción y práctica pedagógica el profesor deberá desplegar sus competencias emocionales. Tales competencias deberán favorecer en él la conciencia de sí mismo en tanto sujeto que facilita la formación de otros seres humanos y su autovaloración del ejercicio de su rol. Por otra parte, deberá favorecer la interpretación del mundo interno de los otros con los cuales interactúa y, en especial de sus estudiantes, en cuanto a sus procesos personales e historias particulares, pero, sobre todo, de sus emociones en relación con las materias de estudio y sus procesos de  aprendizaje. 

Dada la relevancia del desarrollo de competencias emocionales de los profesores en función de su rol de facilitador del proceso de crecimiento y formación personal de niños y jóvenes, resulta fundamental incorporar en la práctica de la escuela una acción participativa de análisis, reflexión y promoción de cómo se valorizan dichas competencias y cuáles son  las vivencias y experiencias de cada profesor en relación con ellas, relevando cuáles son las necesidades formativas de éstos en relación con el tema. Recordemos que “Históricamente, la formación del maestro, era: tomamos un maestro y lo actualizamos científica, pedagógica y culturalmente. Esta definición está obsoleta, es una visión desde arriba, donde el maestro es un ignorante. La función principal de la formación es: todo maestro cuando está en un aula tiene una práctica, y esta práctica tiene una teoría, puede ser una teoría implícita o explícita. La formación debería ayudar a ese maestro a descubrir esa teoría implícita de la práctica que hace, ¿para qué?, pues para ordenarla, para justificarla, para fundamentarla, para revisarla o para destruirla.” (Imbernón, F. 2006).


Sospechamos, además, que actualmente muchos educadores se encuentran algo desorientados. No saben mucho de lo qué pasa en el mundo, el mundo de los niños y con ellos mismos. El mundo cambia vertiginosamente y su preparación profesional, su formación pedagógica -en la generalidad de la perspectiva conductista y funcionalista dominante- no les permite abordar las demandas que esta nueva realidad les impone. Ha perdido, al parecer,  su autoridad dado que el saber no es de su dominio exclusivo sino que está al alcance de todos y a través de medios más dinámicos e interactivos, quedando obsoleto permanentemente dada su transformación y evolución constante e incesante. En tal sentido, diremos que un factor relevante del desarrollo profesional del docente debe ser el ejercicio permanente de reflexión de su ser y hacer, en contextos comunitarios que promuevan los consensos y confluyan en la toma de decisiones para el diseño de propuestas de acción pedagógica que favorezcan y promuevan la construcción de aprendizaje de sus alumnos.

Así, “Cuando el profesor explora las prácticas educativas de las que es responsable, reflexiona sobre ellas, identifica problemas, establece y pone en marcha estrategias de acción, recoge evidencias y analiza los efectos del cambio, está provocando mejoras no sólo en las prácticas educativas sino también en su formación como docente”. (Suárez Pazos, M. 2002, Pág. 52).


Se trata, entonces, de la necesidad de transformar la escuela y la educación, de modo que permita dejar atrás la educación patriarcal cuya característica central es la atomización del ser humano reduciéndolo exclusivamente a sus capacidades racionales, para abrirnos a una educación que promueva su verdadero sentido: el desarrollo humano equilibrado entre el pensar, el sentir y el hacer. Hace falta “…devolverles a los maestros la función propiamente humana de la reeducación interpersonal y la ayuda al desarrollo de las comunidades” (Naranjo, C. 2007, Pág. 187).

Hace falta, finalmente, desarrollar estudios más rigurosos y situados que permitan comprender las percepciones y valoraciones de los educadores acerca de las emociones -propias y ajenas- de tal suerte que dicha práctica y sus valoraciones implícitas sean acogidas, modificadas u optimizadas a través de un proceso docente participativo, reflexivo y autónomo. En efecto, “Los múltiples y diferentes estudios específicos sobre el ser docente no refieren a una comprensión sistemática de cómo las variables emocionales de los profesores son moduladas por las condiciones variables y cambiantes de su trabajo, ni de cómo las emociones se manifiestan en la interacción de los profesores con los alumnos, padres, administradores y demás” (Casassus, J. 2007, Pág. 243); por ello, toda aproximación empírica a las competencias emocionales de los docentes puede ser un aporte relevante a la construcción de nuevo conocimiento y propiciar el necesario desarrollo profesional docente que majaderamente las reformas educativas latinoamericanas han explicitado.

Referencias

  1. Bazán, D. y González, L. (2008). “Autonomía Profesional y Reflexión del docente. Una resignificación desde la mirada crítica”. Revista REXE, Número 11, UCSC.
  2. Casassus, J. (2007). La educación del ser emocional”, Cuarto Propio, Santiago.
3.       Casassus, J. (2003). La escuela y la (des) igualdad. LOM Ediciones, Santiago.
  1. Imbernón, F. (2006). “Actualidad y nuevos retos de la formación permanente”. Revista Electrónica de Investigación Educativa, Barcelona, Vol.8, Nº2.
  2. Maturana, H. (1990). Emociones y lenguaje en educación y política. JCSáez Editor, Santiago.
  3. Maturana, H. (1991). El sentido de lo humano. Ediciones Pedagógicas chilenas, Santiago.
  4. Naranjo, C. (2007). Transformar la educación para transformar el mundo. Cuarto Propio,  Santiago.
  5. Suárez Pazos, M. (2002). “Algunas reflexiones sobre la investigación-acción Colaboradora en la educación”. Revista Electrónica de Enseñanza de las Ciencias, Vol. 1, Nº 1, 40-56 Universidad de Vigo, España.