María Angélica Valladares & Domingo Bazán
Existe una serie de actuaciones sociales, más o menos conscientes, que socavan micrológicamente el derecho a una educación de calidad para la mayor parte de la población, tales prácticas se dan también en las instituciones educativas, adoptando formas solapadas o misteriosas.
Esta hipótesis merece un momento de análisis, pues, la educación es un derecho y no una concesión compasiva, entendiendo que este derecho debe ser realmente puesto en acción para todos y todas. Por el contrario, si la escuela es transparentemente selectiva ocurre que el “fracaso escolar” pasa a ser algo intrínseco al propio sistema, por lo que resulta hipócrita preocuparse por él si no revisamos cómo opera ese carácter excluyente.
En tal sentido, la escuela excluyente -o la escuela “falsamente incluyente”- da muestras de relevar algunas prácticas educativas de atención a estudiante tales como las siguientes:
1) La homogeneización y uniformización:
Se ofrece lo mismo a todos y las dificultades son vistas como resultado de insuficiencias individuales. No se cuestiona lo que se hace ni siquiera cuando la tercera parte del alumnado está bloqueado en su aprendizaje o la mayoría, incluida la parte que aprueba, no aprende casi nada de largo plazo.
Tampoco parece suponer ningún problema el que los estudiantes de escasos recursos, que asisten a establecimientos públicos, luego de ser tratados homogéneamente con el resto de la población, tengan un porcentaje de éxito muy inferior al de los grupos de estudiantes de mayor ingreso económico y de establecimientos privados. Sector privado que, por lo demás, agrupa al menor porcentaje de la población escolar del país, lo cual evidencia que la educación no es neutra sino que, al parecer, está más cerca de favorecer la experiencia formativa de unos grupos sociales más que de otros.
2) La segregación que se disfraza de diversidad:
Bajo el pretexto de atender la diversidad, en esta práctica educativa, se separa al alumnado en diferentes categorías u opciones, estratificándolo exageradamente, suponiendo que ello favorece la atención a sus diferencias particulares.
En rigor, lo que ocurre es diferencialismo, esto es, abordar una diferencia escolar y resaltar una dimensión negativa de ese otro, el diferente. Entonces, no hay valoración de la diversidad sino segregación, pues, hay construcción de un diferente generalmente inferior, menor, negativo, prescindible, subnormal.
Hay que oponerse a la segregación por razones didácticas (supone un empobrecimiento del aprendizaje), de desarrollo personal (implica auto- desvalorización) y sociales (favorece un sistema social jerarquizado y excluyente).
3) La adaptación empobrecedora:
En esta práctica se habla de la “adaptación” al alumno pero en un sentido limitado, funcionalista, opresor y sesgado, pues, alude a la idea de que ese otro es concebido peyorativa y menguadamente. Esto se traduce en que el estudiante “especial”, según se piensa, “no puede hacer más que lo elemental”, confundiéndose lo elemental con lo mecánico, evitando la búsqueda de aprendizajes significativos y emancipadores.
Se trata de una inclusión empobrecedora que, en lugar de enriquecer el contexto para favorecer el aprendizaje, se empobrece la educación bajo la excusa de adaptarse al contexto. Es, en suma, una “nivelación hacia abajo”.
4) La existencia de “pseudotolerancia”:
Es habitual, al abordar la idea de diversidad, operar con un discurso tramposo sobre el otro, el diferente, proponiendo la existencia de marcos de tolerancia que sólo refuerzan la asimetría de la diversidad y la subvaloración del otro. Se señala que “cada cual es como es”, que “un grupo puede escoger no integrarse en el sistema educativo”, “que la aceptación del otro tiene un límite”.
La misma idea de tolerancia, en general, es intolerable para un espíritu auténticamente democrático. En suma, se trata de una actitud pseudotolerante y de baja profundidad epistemológica.
5) El “psicologismo” y el “didactismo”:
En esta práctica de la cultura escolar se recurre a una “caja de herramientas” muy pobre y reduccionista. Aquí, todo el problema de la integración pasa a ser una cuestión de selección y manejo de técnicas psicológicas o didácticas muy concretas y aplicadas individualmente, en desmedro de la reflexión crítica que debe hacerse frente a la alteridad y la coexistencia, contrastándola con la construcción de una sociedad más justa y democrática.
En otros términos, el psicologismo y el didactismo representan el imperio de la racionalidad instrumental en el aula y, lamentablemente, también en las políticas públicas de atención a la diversidad.
6) La vigencia de la idea del “déficit cultural”:
Se parte a priori con el supuesto de que unos grupos culturales tienen de entrada un déficit que, en todo caso, hay que compensar. Siempre el otro es un carente, un deficitario, un inferior.
En un tono asistencialista, suele ocurrir que se concibe al estudiante como una persona a compensar por el hecho de ser cultural y socialmente diferente a la norma dominante, por ejemplo un gitano, un peruano, un mapuche. Este es sencillamente un prejuicio metaignorante, vestido de atención a “necesidades educativas especiales”.
A modo de cierre…
Como se ha podido apreciar, es habitual abordar el tema de la diversidad a partir de lo que son las caracterizaciones de los grupos diferentes a la norma dominante, entendiendo que se realiza esta práctica con un afán de responder de forma más pertinente a las particulares necesidades de estos individuos diferentes. En este caso, mientras más detalles rigurosos y científicos de las causas, los rasgos, las carencias, las agrupaciones y las evidencias de esos otros diferentes, parece que mejor se atiende a la diversidad.
Sin embargo, es precisamente en el ámbito de la educación que lo relevante no es la caracterización científica del diferente, si no en cómo mejor podemos comprender cómo las diferencias nos constituyen como seres humanos en la coexistencia, reconociendo que nuestra constitución de naturaleza humana es ser diferentes, legítimamente diferentes. Por lo tanto, resulta ilógico intentar acabar con ellas, o domesticarlas, ni menos normalizarlas a una cierta imagen, importa sobre todo mantenerlas y sostenerlas aún en su perturbador misterio.
Esta situación claramente plantea un conflicto frente al “misterio de la diversidad”. Por un lado, con el recurrente y amplio discurso del “miedo a lo desconocido”, tan abiertamente discutido y relevado por los docentes, miedo que resulta exageradamente apelante de prácticas remediales y terapeutizantes. Y, por otro lado, con la respuesta de la familia, de los pares y de la comunidad toda frente a las diferencias de los niños y niñas, donde hay capacidad “sistemática” para reconocer y ponderar como buenas o malas la expresión de las diferencias en/de las nuevas generaciones.
Estas dudas sobre la naturaleza de la diversidad constituyen parte de lo que estamos efectivamente tratando de comprender, pero no de explicar; tratando de promover pero no de domesticar.
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