Carlos Pérez Soto
En el sistema político que nos han impuesto el momento más difícil y delicado de las protestas y demandas no es el de las marchas, los paros y las tomas, sino el de la negociación. El momento oscuro de las comisiones, de las declaraciones para los medios, de los representantes que no representan, de la miseria traidora de la letra chica.
El “problema” en el caso del movimiento por la educación en curso es la gravedad y profundidad de lo que se está pidiendo. El gobierno simplemente no puede ceder en los puntos más importantes porque cuestionan nada menos que el núcleo del modelo imperante hace más de treinta años: el amarre entre una sostenida estrategia se propone favorecer al gran capital e imponer su lógica en todos los planos de la vida social y un sistema político que la protege a través de una fuerte distorsión de los mecanismos de representación.
¿Cómo responder si los estudiantes no confían en un Parlamento elegido de tal manera que la derecha tiene asegurada la mitad de la representación con sólo la tercera parte de los votos? ¿Cómo hacer acuerdos si la ciudadanía no confía en los políticos de la Concertación que decían representarla mejor, y le asigna las peores evaluaciones desde Pinochet, las que son superadas escasamente por los políticos de la derecha explícita, que nunca ha contado con el apoyo de las grandes mayorías? ¿Cómo responder a demandas que, desde el punto de vista del modelo, no pueden ser aceptadas, y que son apoyadas por un enorme movimiento social justamente en el momento de mayor debilidad política de la elite que se ha turando en el gobierno?
Lo más básico es que este es un movimiento que no se puede detener a través de la represión. Pero, bueno, aparentemente no se pierde nada con probar. El resultado ha sido, sin embargo, a todas luces contraproducente. Es muy básico además que no se puede desanimar a los demandantes calificándolos de “inútiles subversivos”, o atribuyendo su indignación a que provienen de hogares no constituidos de manera católica. Tampoco afirmando cosas como que “la educación es un bien de consumo”, o que es preferible legalizar de una vez el lucro que está ocurriendo de hecho a espaldas de la ley. En esta línea las movidas de la derecha, ansiosa y desconcertada, han sido simplemente catastróficas.
Un poco más eficiente es la estrategia de asociar el movimiento a la violencia, la de generar la imagen que de manera tan condolida advierte la Primera Dama en un sorpresivo protagonismo: “lo que pasa es que hay gente que quiere destruir Chile”. La idea de que poner fin al lucro en educación equivaldría a “destruir Chile” es, ciertamente, bastante curiosa. Pero lo más grave es que las hipótesis políticas que sustentan tal estrategia son demasiado débiles: el supuesto de que la gente es tonta, el supuesto de que los medios de comunicación son todopoderosos. En este caso, además, la propia lógica del lucro les juega una mala pasada: para los medios más grandes, que dependen fuertemente del rating de audiencia, no es muy buen negocio presentar las cosas de maneras abiertamente impopulares. La extraordinaria competencia actual entre series televisivas que se esfuerzan por mostrar las lacras de la época de la Dictadura e incluso algo de las actuales (“Los ochenta”, “Los archivos del Cardenal”, los programas centrados en denuncias) muestra que la insatisfacción de la ciudadanía… incluso se puede convertir en un sabroso mercado. Un mercado, desde luego, que no hace sino revivir y acrecentar esa insatisfacción.
Las líneas de acción para los pillos redomados, los oportunistas y los estrategas profundos o soterrados parecen ser difíciles y acotadas. Pero no hay que hacerse ilusiones. Estamos ante expertos en camuflaje, estamos ante profesionales de la administración de lo imposible, del gatopardismo y la voltereta. En ese ambiente enrarecido por el cinismo y la hipocresía lo más viable es más bien administrar que resolver, lo conveniente es más bien maquillar que cambiar, lo adecuado es más bien diluir, aplazar sin, por supuesto, cambiar nada de fondo.
La técnica de aplazar con la esperanza de diluir la acabamos de ver. El señor Presidente cita a un diálogo para un martes, la conversación se hace recién el sábado, resulta ser una conversación algo insulsa, en que lo único relevante es que se anuncia que el señor Ministro ofrecerá algo el martes siguiente, y lo que el señor Ministro ofrece… es sólo un calendario de reuniones. Mientras tanto más de treinta estudiantes y apoderados completan ya más de un mes en huelga de hambre. Mientras tanto siguen tomados más de cien liceos y escuelas universitarias. Entre medio se llama a algunos y se deja fuera a otros. Y, por supuesto, se refuerzan los llamados a la unidad nacional y a establecer consensos sin ceder ni un ápice en ninguna de las demandas fundamentales. Incluso mostrando abiertas contradicciones, rayanas en lo impresentable: por un lado el gobierno afirma estar dispuesto a fiscalizar que se cumpla la ley que prohíbe el lucro en las universidades, y al mismo tiempo, por otro lado el señor vocero de gobierno, uno de los nuevos flamantes “ministros políticos”, instruye explícitamente a las bancadas parlamentarias de la derecha para que voten en contra del proyecto de ley que prohibiría la formación de “sociedades espejo”, que es la principal forma en que ese lucro ilegal se realiza actualmente.
Sin embargo aplazar, o la esperanza de desanimar y desgastar, no resuelven nada de fondo. La estrategia real, la destinada a abordar directamente el problema planteado debe ser más profunda, más eficaz. Lo que se impone es “escuchar la voz del pueblo”, con grandes declaraciones y abrazos, dictando leyes, e incluso reformas constitucionales, que establezcan condiciones y garantías genéricas, y mecanismos que en la práctica sean muy difíciles de fiscalizar.
Un ejemplo muy simple de esta técnica sería aprobar con bombos y platillos una ley que prohíba el lucro en la educación básica y media, a la que la derecha más dura, incluyendo al inefable señor ex Ministro de Hacienda Andrés Velasco, se opone por razones meramente doctrinarias, creando un escollo para la viabilidad de los empresarios más pillos, y levantando inútilmente las iras del movimiento masivo que ha convertido esta medida en un eslogan. El asunto es que si tal ley se aprobara lo único que se conseguiría es que al día siguiente todos los empresarios de la educación convirtieran sus empresas en fundaciones sin fines de lucro y a la vez, simultáneamente, crearan inmobiliarias y otras sociedades espejo siguiendo el modelo que los astutos han usado en la educación universitaria privada. Lo que es esperable en este escenario, como en tantos otros ámbitos en que el Estado ha abandonado en los hechos su función fiscalizadora, es la creación de mil y un subterfugios para realizar y retirar la ganancia, al mismo tiempo que se restringe el presupuesto estatal para contar con fiscalizadores suficientes, o se crea un cuerpo de inspectores con bajos salarios, plenamente expuestos a la corrupción.
Si no queremos caer una vez más en la inveterada práctica institucional corrupta que ha moldeado históricamente a este país es necesario aceptar que imponer el fin del lucro en las instituciones privadas es algo que está simplemente más allá de cualquier política de fiscalización real y, peor aún, que es simplemente inverosímil esperar la formación a corto plazo de una burocracia estatal dispuesta a hacer real y efectiva cualquier política que se dicte al respecto. Esta proyección, dura y realista, nos obliga a replantear el famoso y atractivo eslogan. El problema, para las grandes mayorías nacionales, no es imponer de manera ficticia un “fin del lucro” que no se hará real. El problema es más bien que ni un peso del Estado vaya a parar a manos de empresarios privados en educación tengan o no fines de lucro. El problema es terminar con el sistema de subvenciones. Terminar con la renuncia del Estado a cumplir con una de sus obligaciones fundamentales.
Con toda seguridad los pillos ofrecerán formular un sistema de “garantías y condiciones” para que las empresas, declaradas ahora universalmente “sin fines de lucro” realicen sus ganancias a costa del Estado. Se exigirá que se dejen certificar por la autoridad estatal, se exigirá que respeten códigos valóricos generales como la no discriminación, o formular proyectos “progresistas y de interés nacional”, se exigirá que ofrezcan un cierto porcentaje de becas y, por supuesto, que reinviertan todo lo que ganen en su función educacional. Y lo que se conseguirá es un vasto sistema de engaño y fraude, dando de paso la oportunidad de aguzar el ingenio y perfeccionar el que ya impera en las universidades privadas. La única manera de garantizar que los fondos estatales dedicados a la educación sean invertidos íntegramente en su propósito original es que se empleen en un sistema educacional estatal.
Para los propósitos esenciales que se ha propuesto el movimiento social encabezado por los estudiantes no es necesario terminar con el lucro privado en las empresas educacionales privadas. Si los ricos tienen dineros para crear y pagar colegios o universidades caros que lo hagan. Lo que compete al Estado no es impedir esa posibilidad, sino garantizar de manera efectiva, para todos los chilenos, en todos los niveles educacionales, un sistema gratuito y de calidad. La obligación del Estado debe ser ampliar radicalmente la cobertura del sistema estatal de educación hasta cubrir toda la demanda, de tal manera que, teniendo esa cobertura, los que puedan, si quieren, elijan pagar educación privada. La obligación del Estado es aumentar radicalmente la calidad del sistema estatal de educación para que, ofreciendo ese respaldo, los que quieran, aún así, por razones ideológicas o las que sean, elijan pagar educación privada. La obligación del Estado es aumentar radicalmente el gasto y la inversión en SU sistema educacional para hacer efectivas las posibilidades de ampliar la cobertura y la calidad.
Desde luego lo primero que los pillos dirán ante semejante “inutilidad subversiva” es que “no contamos con los recursos suficientes”. Que suban los impuestos, que se revisen radicalmente las exenciones tributarias, que se renacionalice el cobre. No hay excusas suficientes. Chile es un país enormemente rico. Nada justifica que sus riquezas sean apropiadas de manera impune por el capital trasnacional, por los más grandes empresarios, si la gran mayoría de los chilenos tienen necesidades imperiosas que pueden ser atendidas con ellas. En eso han sido los estudiantes secundarios, desde el principio, los más claros y radicales. A veces se echa de menos un énfasis comparablemente claro y explícito en este punto en los otros actores del movimiento.
Pero también, exactamente al revés, un efecto paralizante puede surgir de proyectos teñidos de demagogia, como el presentado apresuradamente en el Senado por políticos que temían quedarse abajo del gran carro del movimiento social: Letelier, Cantero, Bianchi, Escalona y Quintana (curiosa alianza) proponen en un solo artículo, de golpe y sin condición alguna, quitar la subvención estatal a los establecimientos básicos y medios que persiguen (hasta hoy legalmente) fines de lucro. Es extraordinariamente difícil que semejante ley llegue a ser aprobada o, incluso si llega a serlo, que sobreviva al todopoderoso Tribunal Constitucional. Lo relevante sin embargo es la situación que crearía si la mayoría parlamentaria decidiera volverse loca y aprobar algo que va en contra de lo que han amparado durante veinte años: cerca de un tercio de los colegios subvencionados, que son entre ellos los que se declaran con fines de lucro, tendrían que cerrar a corto plazo, o encarecer de manera sustantiva sus escolaridades, antes de que el Estado pudiera aumentar su cobertura educacional propia para atender a los estudiantes que no puedan solventar ese aumento. Cerca de medio millón de estudiantes se verían afectados, con la consiguiente indignación de sus familias. En suma, una solución tramposa, que crea una grave contradicción entre los demandantes y que elude elegantemente el problema de cómo fiscalizar a los que sin inmutarse se declaren “sin fines de lucro” y sigan usufructuando de los fondos estatales.
La única manera realista de terminar con el sistema de subvenciones es hacerlo en forma progresiva. Primero se deben congelar las subvenciones en su valor presente, se debe congelar la integración de cualquier nuevo colegio o universidad a los sistemas de subvención existentes y, por supuesto, se debe impedir la creación de cualquier sistema nuevo de subvención directa o indirecta. En segundo lugar se debe aumentar sustancialmente las subvenciones destinadas a los establecimientos municipalizados, impidiendo radicalmente a la vez que esos fondos sean desviados a cualquier otro propósito que no sea su fin específico. En tercer lugar se debe fijar un programa de disminución progresiva de las subvenciones a establecimientos privados, con o sin fines de lucro, para volcar progresivamente esos fondos a la educación estatal. No importa el plazo, pueden ser diez o quince años, para dar tiempo al cambio de carácter de las instituciones privadas, y al aumento de la cobertura estatal. Lo importante, sin embargo, es mantener firmemente el objetivo: terminar con un sistema que implica la renuncia del Estado a una de sus funciones y obligaciones esenciales.
El terminar con el sistema de subvenciones debe implicar su reemplazo progresivo por un sistema de financiamientos directos, estables, por proyectos (no por asistencia o matrícula), de acuerdo a la demanda educacional. Eso puede y debe empezar ahora mismo, aumentando el aporte basal a las universidades estatales y tradicionales no privadas hasta el 50%. Pero debe empezar también, ahora mismo, con una medida análoga destinada a la educación municipalizada. No es esa la situación de la Educación Técnico Profesional. En ese caso el estado debe, ahora mismo, crear desde cero, porque abandonó entre gallos y medianoche el que tenía, un sistema estatal de Educación Técnico Profesional, financiado en un 100%, también de manera estable y por proyecto.
Pero, a estas alturas, especificadas las cosas de esta manera, y sin siquiera habernos acercado a agotar las múltiples dimensiones implicadas en las demandas estudiantiles, ya todos los pillos y negociadores, ya todos los negociadores pillos, habrán notado la dificultad fundamental: proposiciones como estas están explícitamente impedidas en la Constitución Política de Chile, esa que por su mecanismo de generación y auto legitimación debería llamarse “Constitución de Pinochet – Lagos”.
Si no nos entregamos a la componenda, si no podemos confiar en las mayorías parlamentarias que no representan las demandas de las grandes mayorías nacionales, la única vía que permitiría iniciar un proceso de solución a las demandas planteadas es tener muy claro el objetivo esencial: educación estatal gratuita y de calidad para todos los chilenos, en todos los niveles educacionales. Y tener muy claro el único procedimiento a través del cual podemos esperar mínimas garantías: un plebiscito en que la ciudadanía se pronuncie sobre la gratuidad de la educación, que abra las puertas para otro, más contundente, en que los ciudadanos se pronuncien sobre el modo de cambiar la Constitución vigente.
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