Domingo Bazán
Campos
Profesor, UAHC
4 de Agosto 2012
Es difícil no sonar extremista o hiperventilado cuando se sostiene que la escuela es una institución en plena crisis, una institución que parece estar llegando a su fin. Lo cierto es que se ha planteado desde distintos lugares de reflexión que urge construir una nueva educación, que la educación que hemos tenido (y sufrido) en el último siglo en las escuelas latinoamericanas se ha caracterizado por un cúmulo de rasgos que hacen muy real la afirmación de que “teníamos buena educación hasta que tuvimos que ir a la escuela”. Esta escuela, sea pública o sea privada, sea laica o sea confesional, tenga o no tenga un buen SIMCE, ha mostrado ser la principal fuente de aprendizaje de algunas de las siguientes conductas no declaradas, pero implícita y poderosamente fomentadas a lo largo de más de 10 tortuosos años de escolaridad, a saber:
1) El cuerpo no es relevante, ni el de los educandos ni el de los educadores.
En una comprensión dicotomizada de lo humano, el cuerpo no se lo concibe como una dimensión esencial y constituyente de lo humano sino como un aspecto periférico, indeseable y ciertamente limitante de la realización humana. El “pienso, luego existo” de raíz cartesiana ha sido interpretado exageradamente como el argumento excluyente de la dimensión biológica del ser humano para estar en el mundo y coexistir con los otros en este mundo. No es culpa del racionalismo pero, en los hechos, el grueso de los dispositivos e instancias escolares apuntan explícitamente a que el estudiante no se mueva, a que esté quieto, a que controle sus movimientos, a que no salga del espacio asignado, a reducir el contacto físico con los otros.
Si un estudiante cumple “naturalmente” estas prerrogativas, los educadores creemos que estamos frente a un buen estudiante, “educadito” le decimos a aquel niño o niña que parece estar en letargo o momificado en el aula, presumiblemente absorto con algún saber superior explicado por nosotros. Especialmente si dicha explicación, al decir de Rancière en “El Maestro Ignorante” , repetido como único método educativo hasta el infinito no hace más que aumentar el atontamiento y la dependencia del estudiante. Por el contrario, si el niño o la niña se mueven más de la cuenta, si camina o salta, si se abraza con un compañero, es tentador pensar en la presencia de algún síndrome o cuadro psico-médico que debe ser atendido por algún especialista en la materia. Aquí es cuando el acto educativo se convierte en un tratamiento médico o farmacológico.
2) La risa y el disfrute son elementos disruptivos de la labor educativa.
La frase “la risa abunda en la boca de los tontos” da cuenta de una comprensión profundamente asentada de lo inconveniente que resulta en las instituciones educativas estar alegre, pasarla bien, sentirse cómodo y contento en el aula. Ocurre que, gracias al aporte de algunas teorías evolutivas de la conducta humana, la risa se concibe como una capacidad no racional que debiera reducirse o perderse en la medida que los años pasan y se alcanzan las etapas de pensamiento lógico-formal o de autorregulación pertinentes, o sea, llegar a eso que llaman “madurez”. Hablamos, en definitiva, de la inconveniencia escolar de reírse sin el consentimiento de un adulto o frente a un chiste adultocéntrico.
Si la risa es una respuesta espontánea o refleja a algún estímulo inmanejable, lo que el estudiante con ganas de reírse aprende es a fingir seriedad, aprende a reprimirse y aprende finalmente a privilegiar los momentos dolorosos y sufrientes por encima de los momentos de goce y disfrute. Si la risa es una variante compleja y metacognitiva del pensamiento humano, en cuanto expresión de la ironía o de la mordacidad, entonces, lo que estudiante aprende es a “dosificar” o frenar en extremo su desarrollo intelectual. Si la risa es una expresión humana de naturaleza terapéutica, entonces, los estudiantes son difícilmente capaces de alejar los fantasmas alienantes que asolan a veces el alma, esos que son la antesala de toda enfermedad mental.
Cuando adultos, la risa es confinada al espacio privado. No es que no nos guste pasarla bien o reírnos, lo que pasa es que terminamos por convencernos de que la risa no es buena y simulamos ante los otros nuestra digna membresía a una cultura “madura”, de tono sacrificial y antifelicitaria. Si a esto le agregamos una matriz de religiosidad que hace de la culpabilidad la regla de oro para controlar a los otros, tenemos la ecuación perfecta para formar sujetos grises y pasivos.
3) Las emociones y la sexualidad son dimensiones de menor valía en el espacio escolar.
Los actores de la relación educativa están parcialmente presentes en la relación educativa, existen sesgadamente, en un intercambio funcional e instrumental de individuos que invisibiliza los saberes previos derivados de la historia amorosa y emocional de cada cual. Frente a una sobrerracionalizada práctica educativa dominante, que hace de lo cognitivo y de la trasmisión de contenidos el centro neurálgico del aprendizaje, el componente emocional es representado como la antinomia de la anhelada conducta científica, objetiva y neutral que alienta la educación moderna. El dilema en la cultura escolar es “o pensamos o sentimos”, pero no ambas. Lejos está, en consecuencia, la posibilidad de reconocer que una buena educación debería potenciar la existencia de una “inteligencia amorosa” o de una “amorosidad inteligente”,
En cualquier caso, una vez más, el educando aprende en la escuela aquello que se promueve y enseña implícitamente, de modo latente, como es aprender a reprimir las emociones, no a canalizarlas adecuadamente; como es aprender a fingir emociones, no a potenciarlas ni a usarlas para fundar relaciones de coexistencia y empatía con los otros. Y esto lo aprende con la impronta del que marcha paso a paso, sigilosamente, hasta que una presión por años externa se transforma imperceptiblemente en presión interna, en autopresión, tan inconsciente como eficiente.
4) El trabajo colaborativo es menos importante que el trabajo individual y competitivo.
La literatura pedagógica y psicológica especializada ha sido enfático en señalar que se aprende mejor con los otros, entre los otros, a propósito de los otros. Que las tareas complejas y colectivas se parecen más a lo que se demanda aprender en el grueso de los nuevos contextos laborales y sociales. Que lo que se aprende de verdad es aquello que se construye significativamente en la interacción, e incluso en el conflicto, con la cultura y los otros. Pese a todos estos argumentos, la escuela sigue enseñando de modo oculto todo lo contrario. El trabajo grupal y sus conocidas reglas de división del trabajo son remplazadas por normas individuales de conveniencia (no de convivencia), no sólo entre estudiantes sino también entre los propios educadores. Cualquier expresión holística o de la solidaridad es borrada de cuajo cuando se pasa por el filtro de los diferentes procesos de la evaluación educativa, aún de naturaleza psicométrico-comparativa.
Así como en el mundo de lo religioso poco se habla de que “se salvan” o “se condenan” grupalmente las personas o las instituciones, tampoco se habla en el mundo escolar de que aprueban o reprueban los grupos de personas. En el fondo, el individualismo escolar es la base socializadora que asegura tempranamente el posterior individualismo social (como diría un filósofo no ortodoxo: la primacía euro-occidental de la parte ante el todo, del individuo frente a la naturaleza, de la propiedad privada ante el bien común y colectivo).
Peor aún, la competitividad entre los estudiantes por esas altas calificaciones –surgida de prácticas educativas insolidarias, como el mentado SIMCE- no sólo reproduce los orígenes sociales y culturales de estos, como ya señaló Bourdieu, sino que además siembra en las nuevas generaciones la necesaria competitividad social para pasar más tarde unos por encima de los otros.
5) El éxito y el rendimiento están por encima de la realización personal y del aprendizaje auténtico.
Estrictamente ligado al punto anterior, sucede que en la cultura escolar de lo implícito se enfatiza “tener buenas notas”, no aprender; demostrar productividad en la escuela, no necesariamente ser o convertirse en buena persona; “aprender los contenidos”, no aprender a pensar o incrementar los procesos reflexivos y de emancipación de las personas. Dicho en términos constructivistas, todavía predominan los saberes conceptuales (la malévola tarea de “pasar la materia”) por encima de los saberes procedimentales (por ejemplo, trazar un plan de búsqueda de información en google que discrimine la calidad de dicha información) y de los saberes actitudinales (defender una postura responsable sobre los derechos de la infancia).
En este sentido, la escuela está plagada de prácticas educativas basadas en la racionalidad instrumental, una lógica de corte eficientista y funcional que se desentiende de la formación moral, ciudadana, coexistencial, identitaria o crítica. Todos estos contenidos subyacen o se corresponden con una sociedad posible que no existe, pero que deseamos construir, son contenidos axiológicos del “lado oscuro de la luna”, esto es, dimensiones formativas que no son real ni seriamente abordadas en la escuela, dimensiones educativas que lamentablemente no se ven, que son negadas.
Corolario tentativo.
Los aspectos de la cultura escolar anteriormente reseñados no constituyen un listado exhaustivo, se trata más bien de un catastro preliminar, abierto a más y mejores reflexiones. Lo importante es que sí parece razonable sospechar que la escuela es una institución en decadencia o que, al menos, “no hace bien su pega” de institución moderna, emancipatoria, transformadora. Al contrario, como ya reveló Paulo Freire hace más de 30 años, la escuela sencillamente oprime, acalla, domestica.
Los aspectos de la cultura escolar anteriormente reseñados no constituyen un listado exhaustivo, se trata más bien de un catastro preliminar, abierto a más y mejores reflexiones. Lo importante es que sí parece razonable sospechar que la escuela es una institución en decadencia o que, al menos, “no hace bien su pega” de institución moderna, emancipatoria, transformadora. Al contrario, como ya reveló Paulo Freire hace más de 30 años, la escuela sencillamente oprime, acalla, domestica.
Y oprime porque nos quita el cuerpo y la risa, porque niega las emociones y la sexualidad. Oprime porque nos cercena tempranamente toda pretensión valórica de trabajo colaborativo, solidario o comunitario, en beneficio directo del accionar individual y egoísta propio de una sociedad capitalista. Si bien la escuela quita prontamente el pensamiento creativo a los niños y niñas -que terminan inexorablemente pintando todos los árboles con tronco café y hojas verdes- paradojalmente los va volviendo imperceptiblemente en sujetos emprendedores, esto es, en jóvenes creadores de proyectos de negocios incipientemente rentables.
De todos modos, ¿vale la pena mandar a los niños a la escuela? Este es un debate abierto. Aquí hemos sugerido que esta opción pedagógica tiene riesgos dado que se aprende en la escuela muchas cosas que no deseamos que se aprendan: a competir, a tener culpa, a fingir. Pero, si fuera cierto lo que dijo Emile Durkheim en cuanto a la invalidez de querer algo distinto en la educación, pues, la escuela -cualquiera que ella sea o exista- lamentablemente sólo hace lo que la sociedad impone/espera/valora/requiere que se haga. Entonces, no hay opción o escuela que elegir y habernos dado cuenta de este dilema sólo es un dolor de cabeza para quienes nos hemos dado cuenta de esto (un dolor más para los educadores críticos). Si agregamos que nuestra familia tampoco “hace bien su pega”, entonces, ¿dónde se educarán (bien) nuestros hijos y nietos?
Pero, si fuera cierto lo que han dicho algunos teóricos críticos, como Henry Giroux o Peter McLaren, en cuanto a que la escuela tiene esa doble cara, como el dios Jano, dos caras que miran para lados opuestos. Una, para adaptarnos a la sociedad dominante (esa cara egoísta y exitista); otra, para darnos esperanza de que es posible una sociedad mejor y más justa, una sociedad que opere a través de procesos formativos crecientemente críticos y emancipadores. En este caso, no hay más que correr el riesgo y mandar a los niños y niñas a la escuela, pero eligiendo cuidadosamente dentro de los pocos colegios que aseguren unos mínimos de pensamiento crítico y de discernimiento moral en nuestros hijos e hijas, bastante más allá de un cierto logro en el SIMCE o un hipotético ingreso a una universidad acreditada.
De todos modos, insistimos acá, la escuela jamás hará aquello que la familia no quiere hacer o definitivamente no hace. Esto equivale a decir que minimizar los riesgos de una escuela opresora y pro-capitalista no sirve de nada si mi propia familia está meta-ignorantemente alineada (y alienada) con una sociedad profundamente capitalista e insolidaria. En este caso, vale la pena recordar que “la emancipación empieza por casa”.