19 de abril de 2011

Formación de docentes, innovación y diversidad coexistenciales




Blanca Astorga Lineros

La formación de los futuros profesionales de la educación debiera suponer fuertemente un compromiso con el valor de la diversidad y la innovación, en el marco de la reflexión sobre el sentido o las razones de educar, con el reconocimiento de la cultura escolar y los sentidos comunes de los actores como un referente comprensivo e intersubjetivo de la comunidad escolar. Esta no es tarea simple, pues, hasta hoy, la formación de profesores ha estado marcada preferentemente por intereses técnicos, de orden racionalista y científico, señalándose como argumento la necesidad de concebir al docente como un eficiente transmisor de informaciones/conocimientos seleccionados y establecidos arbitrariamente desde el currículo oficial, el que sabemos guarda estrecha relación y es, en definitiva, la mirada pedagógica dominante que se tiene del mundo, la caracterización de hombre y de la sociedad que se espera desarrollar y mantener en los sujetos.

En este derrotero pedagógico, social y político, desde el inicio de la escuela formal, en el siglo XIX, junto con el surgimiento del modelo academicista y, más tarde, con el conductismo, se configuró una forma precisa y hegemónica de educar y de ser profesor. El educador es quien instruye a sus alumnos transmitiéndoles conocimientos universales, verdaderos y superiores, no siendo necesario para este educador creer en lo que se enseña o pensar eso que se enseña, sólo basta con saber enseñarlo, con saber comunicarlo, de modo eficiente y ordenado. Es en esta lectura de la educación que se encuentra respuesta a las escasas vinculaciones o nexos coexistenciales que existen entre el estudiante y el docente. Sólo los liga una relación de subordinación y minimización del otro basada en el conocimiento que se transmite y en una cierta actitud moralizante por parte de los profesores.

Esta concepción de maestro o de pedagogo, entonces, aparece instrumentalizada, sesgada, no coexistencialista: el educador es representado como un mero reproductor de conocimientos alcanzados o creados por otros. Es un educador que no tiene vinculación o compromiso subjetivo y valórico con la información que entrega, que no tiene la necesidad de cuestionar lo que pregona en sus enseñanzas. Claramente, la importancia del maestro como promotor de transformación y de autonomía personal no es relevante, está fuera de lo exigido, nada promueve esa tarea, no hay tiempo ni recursos.

¿Que sucede entonces con la formación de los profesores?, ¿qué papel juegan las Universidades, las Facultades o Escuelas?, ¿cómo logran ellas avanzar en este recorrido desde una formación para docentes ejecutantes a una de docentes transformadores y comprometidos con los desafíos sociales? Estamos frente a preguntas altamente complejas y desafiantes. En los hechos, hasta donde sabemos, algunas entidades formadoras de profesores, las que declaran una cierta mirada crítica y complejizadora, buscan redireccionar su misión educativa estableciendo estrategias formativas adecuadas a los desafíos planteados, instalando, por ejemplo, espacios de creación colectiva de los conocimientos pedagógicos por parte de docentes y alumnos, acceso a modalidades de práctica temprana, con oportunidades de reflexión y de análisis dialéctico de los problemas de la escuela y del aula, junto a la potenciación de una mirada fuertemente emancipadora en los actores, entre otras acciones más o menos innovadoras.

Estas valiosas innovaciones en la formación de los futuros docentes se topan, empero, con obstáculos epistemológicos mayores, con las conocidas “parálisis paradigmáticas” que bloquean, retardan y deforman toda innovación auténtica, como en la exigencia coexistencialista de estar/ser en/para la diversidad. En este caso, la llamada “atención a la diversidad” establece la importancia y necesidad de profundizar en los alumnos de pedagogía habilidades para la reflexión y, sobre todo, para la metacognición, propiciando abiertamente en ellos (y sus futuros estudiantes) la creación de espacios de intersubjetividad y de coexistencia carentes de estigmatización y de negación del otro, del diferente.

El problema formativo aquí, primero, es el sentido preciso de promover una comprensión auténtica y coexistencialista de la diversidad; luego, la pregunta sobre cómo hacerlo de modo eficiente y oportuno. Aprovechando, quizás, la inclusión de los estudiantes de pedagogía en prácticas vinculadas directamente a experiencias formales y no formales de educación; intencionando, quizás, la mirada crítica a esa realidad social, que les resulte propia de modo que, al verse inmersos en ella, asuman un compromiso ético con la integralidad y las diferencias de sus estudiantes. Se puede esperar, por tanto, que las entidades de educación superior apoyen este despliegue de competencias para la reflexión y el cambio, promoviendo que el estudiante de pedagogía:

1. Problematice constantemente la realidad social y pedagógica
2. Analice y comprenda esta realidad desde la complejidad y el deseo de transformación de lo social
3. Construya, junto a otros estudiantes, modos de intervención pertinentes, creativos y coexistenciales, tanto eficaces como solidarios, esto es, de calidad.

Un requisito clave en la formación de profesores que se demanda es procurar que el nuevo profesorado vaya reduciendo -hasta abandonar del todo- esa mirada desesperanzadora de las anteriores generaciones de maestros, llevando "bajo del brazo” serias intenciones de innovación pedagógica. Aceptemos que la innovación es aquella energía ética y política que surge en un docente que se ve cuestionado por su presencia, protagonismo y accionar en el espacio educativo. La innovación, surge entonces, como han señalado los chilenos Domingo Bazán, Loreto González y Rodrigo Larraín (2004), luego de que los profesores reflexionamos sobre nuestra responsabilidad y compromiso ético con el aprendizaje de los alumnos y con el desarrollo transformador del contexto de aquellos alumnos. La innovación se convierte, entonces, en la particular conceptualización de un conjunto de cambios específicos y transformadores que pueden tener lugar en cualquier ámbito de la actividad humana, con propósito de difundirse o consolidarse. Se trata, por tanto, de un nuevo lenguaje sobre la realidad y sus modificaciones, como ha señalado el español Saturnino de la Torre (“Cómo innovar en los centros educativos”, Ediciones Escuela Española, Madrid, 1998). Con ella se habrá de encontrar siempre respuesta a las preguntas pedagógicas en el entorno escolar.

En este sentido, la innovación educativa profunda, esa de carácter humanizadora, coexistencial y crítica, parece ser la garantía para refundar procesos de formación profesional de docentes, dotándola del sello pedagógico requerido. En esta opción ética y política, la atención a la diversidad deja de ser un pretexto para observar al otro (sino de controlarlo) y empieza a ser un modo de encuentro de unos y otros, una manera alegre y adecuada de conversar y convencer, de enseñar y de aprender. Esa es la diversidad coexistencial que empezamos a comprender y a buscar.



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