15 de mayo de 2012

Economistas chilenos y nacionalización de YPF


Raúl González Meyer
Académico e investigador de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano


La motivación de este artículo es reaccionar contra una mayoría de economistas chilenos que, al ser interrogados por medios de comunicación, de manera escandalizada, expresaron su posición contraria frente a la decisión del ejecutivo argentino de nacionalizar YPF, afectando con ello a la empresa española Repsol. En varias de esas notas daba la impresión de escuchar más bien a un cercano de la Gerencia o a un accionista mayoritario de la mencionada empresa, constatándose la vigencia de la marca neoliberal que, de manera precoz y radical, se grabó en nuestro país, en parte de ese campo disciplinario hace ya varios decenios.

En esas opiniones se insistía en lo peligroso de esas medidas, pues, se aduce que la necesaria reacción del herido Repsol la hará contraproducente. En el trasfondo, un mensaje de siempre: un llamado al realismo que significa adaptarse a los más poderosos, es decir, a sus intereses; no provocarles problemas para poder tener un pasar tranquilo. Aunque en este caso todo indica, además, que ese poderoso no lo es tanto y que Argentina para España es demasiada buena plaza como para emprender una reacción muy radical. Asimismo, que tampoco la Unión Europea comprometerá la importancia que tiene Argentina para su economía. Ninguno de esos economistas se preocupó de dar antecedentes de esa naturaleza y que hubiesen mostrado bases para la negociación de dicho país y hubiesen hecho menos limpia su argumentación. Por ejemplo, que las empresas españolas en Argentina se están llevando poco menos de US$ 30.000 millones al año. Allí están Telefónica, Santander, BBVA, DHL, Endesa, Prosegur, Santillana, por nombrar algunas, y que no quieren perder esa plaza de negocios.

Aun si producto de esa decisión, Argentina deba enfrentar litigios y tribunales internacionales –lo que es muy probable- un país convencido de una política correcta de salvaguarda de interés nacional, que además tiene el sostén popular para la medida, sencillamente tendrá que hacerlo. Siempre se pagarán precios por enfrentar intereses multinacionales. Pero es apegado a los hechos señalar que mayor es el precio permanente que se paga de nunca hacer nada contra empresas multinacionales. Esto, ya sea por el peso de intereses locales que se benefician aun de relaciones subordinadas o por el miedo a las reacciones, el que es abundantemente alimentado por esos coros de economistas que, en nombre del realismo, están siempre prestos a alertar sobre los peligros de imponer condiciones y regular al capital extranjero. Ello, pese a sus ganancias abusivas y el raleo constante de los recursos naturales.


En esa reacción airada de los economistas señalados se apela -también como siempre- al deterioro de la imagen de un país que toma esas medidas, generando incertezas e inseguridades en quienes llegan con sus capitales desde fuera y que serían un motor del desarrollo nacional. Con ello, provocando los consecuentes costos a pagar por la población. Ello es similar a lo que varios economistas chilenos dijeron cuando el gobierno argentino desafió la recomendación política del FMI durante la crisis del 2001, calificándolo de irresponsable. Se omitió después señalar que gracias a ello Argentina logró salir de un pozo que se hubiese profundizado de haber seguido tales indicaciones.

A algunos de esos economistas nunca se les ha ocurrido pensar en los mismos términos de imagen del país como en el caso de Chile durante los años 70 y 80, en que se hizo una revolución liberal en dictadura con “costos sociales” sólo comparables en el siglo XX con la depresión de los años 30. Pero allí se habló que eran “costos necesarios”. Esa apelación a la imagen del país, por lo tanto, bajo la forma de un realismo que buscaría no comprometer la situación social de las personas, refleja más bien una posición ideológica opuesta a todo lo que signifique nacionalizaciones y un privilegio por todo aquello que favorece a los inversionistas mayores. Usar al Estado nacional para defender intereses del país es algo considerado anacrónico para una ideología que ve en una globalización gobernada por el mercado, sin importar mucho ya sus niveles de concentración y asimetría, la solución a todo.

Siendo verdad el recurso multinacional de la deslocalización para escapar a políticas más celosas de ese interés nacional, ese argumento no puede ser llevado al absoluto. No es llegar y deslocalizarse. Al haber invertido en un país, allí las empresas tienen “costos hundidos” que les impide llegar e irse. Pero aun, si así fuera, la pregunta es dónde se van a ir. ¿A países nórdicos? Quizás pudiesen sentir más “seguridad jurídica” pero, a la vez, las exigencias jurídicas son mayores y las posibilidades de ganancias extraordinarias son menos posibles. Negar márgenes de maniobra para las naciones es postular que todo debe aceptarse.


Chile, en medio de la disposición ideológico-cultural construida en los últimos decenios, con el protagonismo de ese tipo de economistas, que apuntaban acusadoramente ante cualquier acto de imponer condiciones a las grandes empresas y solo celebraban su llegada, recién hoy comenzó a “descubrir” que múltiples contratos de concesiones habían sido “pésimamente mal hechos” o que "habían sido dañinos al interés general”. Ello, en medio de otros vientos que entraron en la sociedad y que expresaban un aumento de malestares y reclamos sociales. Pero no estaban mal hechos. Obedecieron a la manera de ver las cosas, a la ideología y los intereses predominantes. Esos contratos injustos eran considerados justos y las demasiadas garantías a las empresas eran consideradas correctas. Es un cinismo sorprenderse hoy, pues, eso siempre se supo y las élites los aprobaron y los economistas oficiales los fundamentaron.

No sorprende, pero altera, que esos economistas nada dicen -ninguna reflexión más ponderada realicen- sobre las características de esa empresa victimizada. Probablemente no les interese saberlo, pues, su respuesta a la problemática está contestada de antemano. Pero es una que cuenta con varias filiales en los países llamados paraísos fiscales y que, según los antecedentes existentes, tributan en España por menos de la cuarta parte de los beneficios que obtiene al nivel mundial. Que probablemente sume a muchos privilegios fiscales el aporte serio y tecnificado de quienes se hacen expertos en la “elusión” de impuestos, como ocurre en Chile. Tampoco en esas entrevistas consideraron la acusación del ejecutivo argentino acerca de que era una empresa que giraba utilidades a otros países en que también está, sin invertir lo necesario en Argentina, ni sobre la proporción entre utilidades distribuidas y no distribuidas, aspectos sobre los cuales el Estado argentino hacía ya un tiempo había transmitido su desacuerdo y molestia.

Tampoco esos economistas se refirieron a la acusación de sobreprecios por parte de la empresa y de que sus anuncios de nuevos descubrimientos tenían más finalidades de ganancia financiera que de explotación. Y, finalmente, nadie dijo que en la década del 2000, después de casi dos décadas, Argentina debió importar hidrocarburos; que YPF bajó su producción relativa de manera notable pero que, sin embargo, las utilidades de Repsol aumentaron y eran las mayores que obtenía en el Mundo. Frente a ello, el argumento del gobierno español de que Repsol no es una multinacional, sino que representa a muchos pequeños ahorristas españoles, mueve a ironía y sería interesante saber si esos ahorristas pequeños supieron de las mencionadas críticas del gobierno argentino a las políticas que Repsol tuvo (o no tuvo ) y de las respuestas de la empresa.

Pera esta reacción espontáneamente agresiva de los economistas chilenos se ubica en el marco más amplio de su completa abstracción crítica del fenómeno de las multinacionales como agentes que comandan la globalización, aunque no lo sea de manera absoluta. Ello no es materia siquiera de comentario marginal en sus juicios, en los que no parece ser importante para el análisis económico la enorme concentración y poder económico de aquellas y de los grupos económicos mundiales. Las privatizaciones en América Latina, en medio de dictaduras o de gobiernos civiles -aunque en este último caso nunca eran anunciadas en los programas políticos de los candidatos que luego elegidos las realizaban, como el caso del justicialista Menen en la misma Argentina- ha provocado la instalación de importantes grupos de poder en el interior de nuestros países.


Ellos son más bien presentados, como lo señaló un economista de la Escuela de “Economía y Negocios” de la Universidad de Chile, como agentes que solo traen su capital y aportan al desarrollo de los países. Se abandona un análisis que parta de la pregunta de si esa inversión extranjera está provocando el efecto significativo en términos de empleo, conocimiento científico, mejoramiento socio-económico, por ejemplo, antes que ciertos recursos se agoten, pues, de acuerdo al liberalismo esos son algunas de las principales grandes ventajas que aportan esos capitales y agentes extranjeros y, por ello, es importante dejarlos lo más libres posible.

Al respecto, podríamos señalar el caso de Chile. Se sabe que el ya predominio neto de la producción privada extranjera de cobre funciona con un porcentaje bajísimo de insumos nacionales; que es mayoritaria -y aun avanza- en los últimos años la exportación de cobre en estado bruto (concentrado) y no refinado, es decir, con más bajo valor agregado, lo que se ha acrecentado en la relación con China; que la manufactura de cobre en el país es totalmente marginal; que en Antofagasta, donde la minería del cobre genera alrededor del 60% del producto regional, no genera más del 12% del empleo. Somos, finalmente, un país que produce y exporta cobre desde el siglo XIX -que en la gran mayoría del tiempo ha sido de propiedad extranjera- pero que no tenemos importancia significativa en la producción de conocimiento y tecnología en relación con él. Sin embargo, las utilidades extraídas son extraordinarias y los impuestos pagados bajísimos. Esto es suficiente para decir que la lógica de acumulación de las trasnacionales no es por sí mismo favorable al país. Solo sistemas políticos nacionales fuertes, independientes y con coraje pueden crear condiciones para ello. Es esto último lo que debiesen apoyar economistas que efectivamente piensan el país. Si se parte de allí y con la historia de los últimos tres decenios en el cuerpo, entonces, la medida Argentina debiese ser mirada como un aporte a un mayor equilibrio de poder en el futuro entre Estados nacionales y agentes trasnacionales. Los países no pueden quedar librados a las políticas de esas grandes trasnacionales y, al mismo tiempo, condenados a la ley del silencio o la paz de los cementerios como la otra cara del chantaje de grandes inversionistas y del entreguismo de una disciplina económica que ha sido cómplice de las desigualdades de poder y de riqueza; que más que hablarle al poder ha hablado desde el poder.

Es necesario afirmar una etapa post-neoliberal en que se vuelva a afirmar el derecho de los países de la Región sobre sus recursos básicos y en que las ganancias de los grupos privados deben estar sometidas a eso. La soberanía sobre los recursos básicos no es un nacionalismo estrecho o anacrónico, sino que debe reinscribirse en la continuidad de tradiciones políticas democráticas y en el sentir de la gente. Por ello, es importante el recuerdo que la presidenta Fernández hizo en un discurso reciente acerca de que “las dueñas del subsuelo son las provincias, las empresas petroleras son apenas concesionarias”. En este sentido, la medida Argentina tiene un significado continental y se enfrenta, además, al fenómeno de una América latina invadida por capitales globales de países como España en que, paradojalmente, se enfrenta la crisis post-franquista más aguda por sobre el 20% de desempleo.


Esto es importante afirmarlo, pues, todo nos hace pensar que sólo sistemas políticos fuertes, democráticos, con soberanía real, podrán estar a la altura de asegurar el abastecimiento futuro de recursos básicos para las poblaciones y que hoy entran en situaciones de agotamiento, concentración de la propiedad y especulaciones como el agua, la energía o la alimentación. Ello no puede ser dejado al simple resultado o consecuencia de capitales que operen libremente y con un sistema político inerte.

Esto no significa concederle al Estado ni a las clases políticas un fuero que, por lo demás, en buena parte del continente, han tendido a perderlo justamente por su falta de independencia, sus cruces de intereses con los económicos y por su accionar como grupo corporativo. Una nacionalización no puede ser el botín de un grupo que ocupa al Estado. La estatización es solo un paso y una posibilidad de mejorar condiciones sociales, de distribución, de gasto social, de desarrollo económico. Los factores de corrupción o de capacidad asimétrica de influir sobre las políticas del Estado no pueden ser invisibilizadas por estar a favor de su política. No debiese ser una cuestión del “mal menor”. Por ello, la soberanía nacional representada por el Estado no basta; supone también una sociedad fuerte y digna. 

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