23 de octubre de 2012

Igualdad de oportunidades y metacognición institucional: escuelas que incluyen y emancipan




Blanca Astorga y Domingo Bazán
Profesores

Poner énfasis en el valor de la reflexión pedagógica como condición y oportunidad para desarrollar mejores espacios de igualdad en la escuela y, con ello, contribuir al logro de aprendizajes de mayor calidad, debiera ser el imperativo de aquellas instituciones educativas que se declaran comprometidas éticamente con los valores de la solidaridad y  la justicia social. De este modo, la reflexión y la metacognición institucional surgirían naturalmente  contrarías a los dispositivos de selección, medición y control que imponen restringidas apuestas de atención a la diversidad y que, en definitiva, operan como mecanismos de permanente desigualdad de oportunidades en la escuela. Hay aquí una contradicción evidente entre incluir o excluir; pues, se incluye desde la solidaridad y la justicia social, pero se excluye desde la pretensión de seleccionar a quienes aspiran a ingresar a un establecimiento educacional cualquiera (“elegir a los mejores”, se dice).


Como se sabe, la desigualdad en el acceso a las oportunidades y en el logro de aprendizajes de calidad entre los alumnos de distintos sectores sociales, resulta ser una muestra concreta de injusticia social y de vulneración de los derechos humanos fundamentales. Las cifras, los estándares y las mediciones establecidas dan cuenta de la ya conocida y auto-perpetuada “brecha” educativa. Año a año los indicadores SIMCE y PSU no sorprenden, dado que se reiteran. Observamos que todos los actores del ámbito educativo pareciéramos esperar sin sobresalto y con pasividad dichos resultados.

Se refuerza con esto la idea de que tal “brecha” define las relaciones de poder al interior de nuestra sociedad y, además, instala en el discurso pedagógico la idea de “la desesperanza aprendida”, de la imposibilidad y la negación a los cambios, del paternalismo y de la discriminación positiva con que representamos a los alumnos de escuelas de sectores menos favorecidos económica y socioculturalmente. Se ha señalado claramente que “En Chile tenemos un sistema escolar que remeda hasta la exageración el origen socioeconómico de los niños” (Peña, C., 2005). Por lo cual, siguiendo al autor antes mencionado, los alumnos de estos sectores más bajos económicamente están condenados más adelante a ubicarse en los lugares más bajos de la escala invisible del prestigio y el poder.

Podemos señalar que la educación ejerce un mecanismo de homogenización y de control social deliberado, pues, es el sistema educacional una herramienta al servicio del sistema económico y político dominante. Notable resulta la ejemplificación que de esto se realiza en una escena de la película chilena “Machuca”, en donde el padre del menor perteneciente a una población popular ejemplifica y, a la vez, ironiza con el futuro de su hijo y el de su amigo del sector alto. En el cine y en la vida misma reírse de la desgracia propia sigue siendo una salida temporal al dolor de una sociedad y una escuela que poco se piensan a si mismas, una escuela y una sociedad cuya metacognición paradojalmente reprobaría en cualquier medición seria de calidad.

En este contexto, los educadores debiéramos continuar guiando nuestras acciones profesionales desde una concepción crítica y hermenéutica del mundo, dando forma concreta al derecho humano a la educación para todos, desde una pedagogía capaz de comprender la naturaleza de sus acciones, capaz de desentrañar las contradicciones de la historia humana, para situarnos desde y en el contexto educativo y coexistencial de sus alumnos y, por ende, para aportar a transformar(lo) y transformar(se). Bien sabemos que la realidad demuestra que los profesores no hemos sido capaces de reconocer nuestro enorme poder de construcción social.

¡¡Quienes mejor que los maestros, que tenemos a nuestro cargo 20 días al mes, 10 meses al año, 12 años y más, a las nuevas generaciones de jóvenes, para propiciar la emancipación de sujetos participativos y comprometidos con la realidad que les toca vivir!!  


Recordemos que fue Paulo Freire quien nos ha enseñado que la educación libera al hombre, pues, por medio del acceso y la construcción de saberes por parte de los educandos ellos pueden encontrar el camino que les permita salir de las condiciones objetivamente perversas de vida en las cuales se hayan y puedan, a su vez, transformar su entorno y generar cambios  en el presente y en el futuro de sus vidas. En los últimos cinco años, afortunadamente, los escolares chilenos nos han dado muestras evidentes de cómo “los adultos” hemos olvidado el sentido emancipador del hecho educativo.  

Sabemos también que, en la perspectiva del sistema educativo actual, la centralización y el control se legitiman. Por ello, la reflexión pedagógica -sobre todo aquella que se origina en el marco de la institución escolar; la cual reconoce y busca soluciones a las problemáticas locales y específicas de su contexto- juega un papel fundamental en la práctica escolar. Al respecto, John Dewey señaló la existencia de las acciones reflexivas de docentes y estudiantes, las cuales, a nuestro parecer, deben regir la práctica cotidiana de los maestros. En eso radicaría el denominado “oficio del pedagogo”. Dicha actividad reflexiva considera el estar en constante interpelación de nuestras actuaciones, nos obliga a estar atentos y, por ende, a preguntarnos del porqué del fracaso y del éxito en lo que hacemos.  


La escuela que no reflexiona, en cuanto un cuerpo docente en interacción con los otros actores educativos, contribuye abiertamente a crear y consolidar grados de desigualdad y de exclusión, los que con menor frecuencia ocurren en aquellas comunidades educativas en las cuales se auto-reconocen las debilidades y las fortalezas para, con ello, lograr mejores aprendizajes y mayores significaciones en sus alumnos. Como señala el chileno Juan Casassus, los estudiantes requieren de nuestro quehacer reflexivo para superar la valla que les impone el “doble riesgo” de ser alumnos de escuelas municipalizadas y de sectores de escasos recursos.  

La escuela que no reflexiona (ni reflexiona sobre su forma de pensar las cosas), toma/elige una diferencia humana y la transforma en desigualdad, sin pensar ni querer pensar, como ocurre ante los niños zurdos, los que se enfrentan a una escuela que no los ve, con tijeras, aparatos y asientos para diestros, con formas de escribir homogeneizantes para niños de lateralidad diestra. Esta es una escuela que vive y potencia un “circuito perverso de discriminación”, que opera en una cadena de pasos al interior del pensamiento opresor:

a)      Dicotomización: nombrando el mundo con categorías binarias, dividiendo la realidad en dos partes y reduciendo la complejidad de la vida humana y social. Así, la realidad es A o es B.

b)      Exclusión: estableciendo que las partes de la dicotomía son mutuamente excluyentes. Así, A es la negación de B y B es la negación de A. 



c)      Inferiorización: determinando que las partes tienen distintos valor o status. Así, A es mayor o mejor que B; o bien, B es mayor o mejor que A.

d)   Patologización: atribuyendo al elemento inferior del par un carácter negativo de enfermedad o estigma. Así, B no sólo es peor que A, si no que A representa la normalidad y lo correcto, mientras que B representa la enfermedad, lo incorrecto, lo malo.

e)    Re-educación: el circuito vuelve al origen a través de distintos procesos de intervención en la parte de la realidad inferiorizada y patologizada, dando origen a acciones educativas “remediales”, “asistencialistas” o “sanadoras”.

De este modo, en el aula hay niños, muchos niños, niños con diferencias de todo tipo, pero niños al fin y al cabo. Empero, según los intereses instrumentales de la institución escolar y en relación a los supuestos logros de aprendizaje de los niños, tenemos ahora –se construyen, de hecho- niños exitosos y niños no-exitosos. El exitoso no es no-exitoso y viceversa, se diferencian y excluyen mutuamente. Claramente, el no-exitoso es inferior al exitoso y lo es porque no aprende, es decir, porque tiene algo que lo hace incapaz de aprender, algo que se explica por su propia existencia individual, por ejemplo, tiene problemas de aprendizaje y es quizás dis-ortográfico, hiperactivo o sufre de alguna otra categoría médico-educativa. Afortunadamente, desde la bondad del paradigma dominante, desde la ética de la cultura escolar opresora, estos niños recibirían ayuda a través de alguna beca, terapia o evaluación diferenciada.

En todo este proceso de construcción de desigualdad ha estado ausente la reflexión profunda de la escuela y sus docentes con respecto a qué es aprender, por qué no se aprende o para qué enseñar y aprender. 

Entonces, la escuela capaz de una auto-reflexión institucional se reconoce y caracteriza porque:

a)      encarna los valores de la democracia, la coexistencia, la participación y la humanización;

b)      incluye y no excluye, a docentes, familia, estudiantes, equipos de apoyo, directivos y sostenedores;

c)    aprende y auto-aprende –de ahí su carácter metacognitivo- de sus propias particularidades, esto es, cualidades, fortalezas, debilidades y experiencias;

d)      analiza, comprende, resignifica y complejiza su accionar;

e)      comprende el presente y proyecta el futuro en términos de la posibilidad y los deseos de aportar a la construcción de una sociedad mejor.


Efectivamente, una escuela metacognitiva nos arrastra provocativamente hacia la construcción de una sociedad más justa y solidaria. Por ello, propiciar la reflexión al interior de las instituciones escolares tiene como objetivo mejorar y fortalecer la gestión pedagógica y técnico-administrativa. Por definición, entonces, la metacognición institucional se construye, tal como lo señalan Arístegui y otros, “sobre la base de unos actores que interactúan en el marco de una comunidad que busca su autocomprensión”. Con todo lo anterior, es posible reconocer las necesidades pedagógicas de todos los estudiantes, valorar las experticias y las características de los docentes, aprovechar las oportunidades y fortalezas del entorno y, con ello, avanzar en el diseño, aplicación y evaluación de efectivas y democráticas estrategias  de aprendizaje y convivencia.

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