Blanca Astorga y Domingo Bazán
Profesores
Poner énfasis en el
valor de la reflexión pedagógica como condición y oportunidad para desarrollar
mejores espacios de igualdad en la escuela y, con ello, contribuir al logro de aprendizajes
de mayor calidad, debiera ser el imperativo de aquellas instituciones
educativas que se declaran comprometidas éticamente con los valores de la
solidaridad y la justicia social. De este
modo, la reflexión y la metacognición institucional surgirían naturalmente contrarías a los dispositivos de selección,
medición y control que imponen restringidas apuestas de atención a la diversidad
y que, en definitiva, operan como mecanismos de permanente desigualdad de
oportunidades en la escuela. Hay aquí una contradicción evidente entre incluir
o excluir; pues, se incluye desde la solidaridad y la justicia social, pero se
excluye desde la pretensión de seleccionar a quienes aspiran a ingresar a un establecimiento
educacional cualquiera (“elegir a los mejores”, se dice).
Como se sabe, la
desigualdad en el acceso a las oportunidades y en el logro de aprendizajes de
calidad entre los alumnos de distintos sectores sociales, resulta ser una
muestra concreta de injusticia social y de vulneración de los derechos humanos
fundamentales. Las cifras, los estándares y las mediciones establecidas dan
cuenta de la ya conocida y auto-perpetuada “brecha” educativa. Año a año los
indicadores SIMCE y PSU no sorprenden, dado que se reiteran. Observamos que todos
los actores del ámbito educativo pareciéramos esperar sin sobresalto y con
pasividad dichos resultados.
Se refuerza con
esto la idea de que tal “brecha” define las relaciones de poder al interior de
nuestra sociedad y, además, instala en el discurso pedagógico la idea de “la
desesperanza aprendida”, de la imposibilidad y la negación a los cambios, del
paternalismo y de la discriminación positiva con que representamos a los
alumnos de escuelas de sectores menos favorecidos económica y
socioculturalmente. Se ha señalado claramente que “En Chile tenemos un sistema
escolar que remeda hasta la exageración el origen socioeconómico de los niños” (Peña,
C., 2005). Por lo cual, siguiendo al autor antes mencionado, los alumnos de
estos sectores más bajos económicamente están condenados más adelante a
ubicarse en los lugares más bajos de la escala invisible del prestigio y el
poder.
Podemos señalar que
la educación ejerce un mecanismo de homogenización y de control social deliberado,
pues, es el sistema educacional una herramienta al servicio del sistema
económico y político dominante. Notable resulta la ejemplificación que de esto
se realiza en una escena de la película chilena “Machuca”, en donde el padre
del menor perteneciente a una población popular ejemplifica y, a la vez,
ironiza con el futuro de su hijo y el de su amigo del sector alto. En el cine y
en la vida misma reírse de la desgracia propia sigue siendo una salida temporal
al dolor de una sociedad y una escuela que poco se piensan a si mismas, una
escuela y una sociedad cuya metacognición paradojalmente reprobaría en
cualquier medición seria de calidad.
En este contexto,
los educadores debiéramos continuar guiando nuestras acciones profesionales
desde una concepción crítica y hermenéutica del mundo, dando forma concreta al
derecho humano a la educación para todos, desde una pedagogía capaz de
comprender la naturaleza de sus acciones, capaz de desentrañar las
contradicciones de la historia humana, para situarnos desde y en el contexto
educativo y coexistencial de sus alumnos y, por ende, para aportar a
transformar(lo) y transformar(se). Bien sabemos que la realidad demuestra que
los profesores no hemos sido capaces de reconocer nuestro enorme poder de
construcción social.
¡¡Quienes mejor que los maestros, que tenemos a nuestro
cargo 20 días al mes, 10 meses al año, 12 años y más, a las nuevas generaciones
de jóvenes, para propiciar la emancipación de sujetos participativos y
comprometidos con la realidad que les toca vivir!!
Recordemos que fue Paulo
Freire quien nos ha enseñado que la educación libera al hombre, pues, por medio
del acceso y la construcción de saberes por parte de los educandos ellos pueden
encontrar el camino que les permita salir de las condiciones objetivamente
perversas de vida en las cuales se hayan y puedan, a su vez, transformar su
entorno y generar cambios en el presente
y en el futuro de sus vidas. En los últimos cinco años, afortunadamente, los
escolares chilenos nos han dado muestras evidentes de cómo “los adultos” hemos
olvidado el sentido emancipador del hecho educativo.
Sabemos también
que, en la perspectiva del sistema educativo actual, la centralización y el control
se legitiman. Por ello, la reflexión pedagógica -sobre todo aquella que se
origina en el marco de la institución escolar; la cual reconoce y busca
soluciones a las problemáticas locales y específicas de su contexto- juega un papel
fundamental en la práctica escolar. Al respecto, John Dewey señaló la
existencia de las acciones reflexivas de docentes y estudiantes, las cuales, a nuestro
parecer, deben regir la práctica cotidiana de los maestros. En eso radicaría el
denominado “oficio del pedagogo”. Dicha actividad reflexiva considera el estar
en constante interpelación de nuestras actuaciones, nos obliga a estar atentos
y, por ende, a preguntarnos del porqué del fracaso y del éxito en lo que
hacemos.
La escuela que no
reflexiona, en cuanto un cuerpo docente en interacción con los otros actores
educativos, contribuye abiertamente a crear y consolidar grados de desigualdad
y de exclusión, los que con menor frecuencia ocurren en aquellas comunidades
educativas en las cuales se auto-reconocen las debilidades y las fortalezas
para, con ello, lograr mejores aprendizajes y mayores significaciones en sus
alumnos. Como señala el chileno Juan Casassus, los estudiantes requieren de
nuestro quehacer reflexivo para superar la valla que les impone el “doble
riesgo” de ser alumnos de escuelas municipalizadas y de sectores de escasos
recursos.
La escuela que no
reflexiona (ni reflexiona sobre su forma de pensar las cosas), toma/elige una
diferencia humana y la transforma en desigualdad, sin pensar ni querer pensar,
como ocurre ante los niños zurdos, los que se enfrentan a una escuela que no
los ve, con tijeras, aparatos y asientos para diestros, con formas de escribir
homogeneizantes para niños de lateralidad diestra. Esta es una escuela que vive
y potencia un “circuito perverso de discriminación”, que opera en una cadena de
pasos al interior del pensamiento opresor:
a)
Dicotomización: nombrando el mundo con
categorías binarias, dividiendo la realidad en dos partes y reduciendo la
complejidad de la vida humana y social. Así, la realidad es A o es B.
b)
Exclusión: estableciendo que las partes de la
dicotomía son mutuamente excluyentes. Así, A es la negación de B y B es la
negación de A.
c)
Inferiorización: determinando que las partes
tienen distintos valor o status. Así, A es mayor o mejor que B; o bien, B es
mayor o mejor que A.
d) Patologización: atribuyendo al elemento
inferior del par un carácter negativo de enfermedad o estigma. Así, B no sólo
es peor que A, si no que A representa la normalidad y lo correcto, mientras que
B representa la enfermedad, lo incorrecto, lo malo.
e) Re-educación: el circuito vuelve al origen a
través de distintos procesos de intervención en la parte de la realidad inferiorizada
y patologizada, dando origen a acciones educativas “remediales”,
“asistencialistas” o “sanadoras”.
De este modo, en el
aula hay niños, muchos niños, niños con diferencias de todo tipo, pero niños al
fin y al cabo. Empero, según los intereses instrumentales de la institución
escolar y en relación a los supuestos logros de aprendizaje de los niños,
tenemos ahora –se construyen, de hecho- niños exitosos y niños no-exitosos. El
exitoso no es no-exitoso y viceversa, se diferencian y excluyen mutuamente.
Claramente, el no-exitoso es inferior al exitoso y lo es porque no aprende, es
decir, porque tiene algo que lo hace incapaz de aprender, algo que se explica
por su propia existencia individual, por ejemplo, tiene problemas de
aprendizaje y es quizás dis-ortográfico, hiperactivo o sufre de alguna otra
categoría médico-educativa. Afortunadamente, desde la bondad del paradigma
dominante, desde la ética de la cultura escolar opresora, estos niños
recibirían ayuda a través de alguna beca, terapia o evaluación diferenciada.
En todo este
proceso de construcción de desigualdad ha estado ausente la reflexión profunda de
la escuela y sus docentes con respecto a qué es aprender, por qué no se aprende
o para qué enseñar y aprender.
Entonces, la escuela
capaz de una auto-reflexión institucional
se reconoce y caracteriza porque:
a)
encarna los valores de la democracia,
la coexistencia, la participación y la humanización;
b)
incluye y no excluye, a docentes,
familia, estudiantes, equipos de apoyo, directivos y sostenedores;
c) aprende y auto-aprende –de ahí su
carácter metacognitivo- de sus propias particularidades, esto es, cualidades,
fortalezas, debilidades y experiencias;
d)
analiza, comprende, resignifica y
complejiza su accionar;
e)
comprende el presente y proyecta
el futuro en términos de la posibilidad y los deseos de aportar a la
construcción de una sociedad mejor.
Efectivamente, una
escuela metacognitiva nos arrastra provocativamente hacia la construcción de
una sociedad más justa y solidaria. Por ello, propiciar la reflexión al
interior de las instituciones escolares tiene como objetivo mejorar y
fortalecer la gestión pedagógica y técnico-administrativa. Por definición,
entonces, la metacognición institucional se construye, tal como lo señalan Arístegui
y otros, “sobre la base de unos actores que interactúan en el marco de una
comunidad que busca su autocomprensión”. Con todo lo anterior, es posible
reconocer las necesidades pedagógicas de todos los estudiantes, valorar las
experticias y las características de los docentes, aprovechar las oportunidades
y fortalezas del entorno y, con ello, avanzar en el diseño, aplicación y
evaluación de efectivas y democráticas estrategias de aprendizaje y convivencia.
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