Rodrigo Larraín
Sociólogo
Universidad
Central
Toda época de cambios
sociales -y la nuestra lo es ya que todos vamos, cual más cual menos, tras la
deseada modernidad- significa que las prácticas de comportamiento habituales se
modifican y deben ser reemplazadas necesariamente por otras; todo cambio,
además, significa algún nivel de angustia y una buena dosis de inseguridad.
Cómo hallar seguridad y cómo
escoger los comportamientos adecuados nuevos que permitan, por una parte,
afrontar las situaciones emergentes y, al mismo tiempo, mantener lo que uno ha
sido hasta ahora. En otras palabras, cómo combinar cambio y continuidad. Cuanto
intentamos resolver estas interrogantes emerge el tema de los valores, es
decir, de la búsqueda de razones para el comportamiento (cuando todo es estable
y rutinario nadie se pregunta por qué se actúa de un cierto modo y no de otro).
Si nos remontamos a los
orígenes del gran trastorno social que significó el surgimiento de la
modernidad, podemos encontrar tres posibles respuestas típicas: dos se quedan
en el pasado y una se constituye en la vorágine del cambio.
La primera figura típica es
la del P. Giovanni Boccaccio, el autor del "Decamerón". Se trata de
una opción que se acomoda a los tiempos advinientes (en este caso el
Renacimiento). Es Boccaccio expresión temprana de una alegre secularización
irreverente, pletórica de libertad que se expresa en sensualidad erótica, en
libertad que une a los estamentos sociales por el deseo. El sexo, el amor y el
humor son las armas para derrotar al "viejo orden" medieval. Frente a
la solemnidad grave de la época que sucumbía, la alegría, el gozo sensual, la
diversión, como en Antonio Vivaldi, religioso también, y en el resto de los
barrocos: Corelli, Frescobaldi o Locatelli, Boccaccio, quien es diplomático,
amigo de Petrarca y del Papa, no efectúa una reflexión valórica que le dé
continuidad a su posición personal con la tradición inmediatamente anterior. Su
forma de actuar no fue poco popular, al revés, se encumbró hasta las alturas de
los papados de Alejandro VI y Julio II, por ejemplo. Su obra mereció observaciones en el sentido
de que sus "héroes" eran mercaderes y no los personajes de siempre;
nadie reparó en lo picaresco de la historias del "Decamerón".
Savonarola es la segunda
figura ilustrativa. Se trata de un monje que clausura, en nombre de una
concepción cruel del Dios de la vida, la manera de vivenciar la fe como en
Boccacio. Se trata, en buena medida, de una posición reaccionaria que presenta
como el ideal correcto de salvación a la penitencia; pero, en el fondo,
evidencia un miedo rudimentario ante las transformaciones sociales. Es una
exageración extremada de la vida medieval, la que se caracteriza por una
excesiva dureza: hambrunas, pestes, guerras entre barones menores y
condottieri, en resumen, una era de pánico y angustia aunque sin los recreos
que significaban los carnavales, las peregrinaciones y todas las
manifestaciones de paganismo bucólico agazapadas tras la religión oficial.
Girolamo Savonarola animará la quema de obras de artes profanas y de todo lo
que huela a profanidad en Florencia, ciudad donde dirigía una teocracia.
Calvino, en el campo
reformado no queda a la zaga. Aunque el maestro de Ginebra no sólo era un
moralista sino también fue un defensor de la libertad, que organizó un gobierno
místico en la ciudad suiza. Al conservar lo peor del sustrato de Agustín de
Hipona terminará anunciando un anti-evangelio de la perdición y la condena. El
reformador suizo tenía que ser un fundamentalista en su fe, tanto en las
creencias como en la praxis de ésta, así como en la exigencia a sus súbditos. La
razón: debía demostrar que los reformados eran más cristianos que los que hasta
ese momento eran considerados cristianos: los católicos.
La tercera respuesta típica
es la del burgués. Esta clase va a elaborar, a partir de los cambios
estructurales una nueva moral con base en la Biblia, es una ruptura con la tradición ética.
Desde Lutero y Calvino el creyente deberá tomar su destino mundano y sobrenatural
en sus propias manos. La ética protestante significará libertad individual,
salvación por el esfuerzo personal y una base común de igualdad al inicio
(todos somos hijos de Dios) y de premios posteriores (Dios premia al creyente
bueno y fiel), todo esto en un contexto de secularización política o
democracia, donde no hay verdades ni religiones oficiales. El burgués es una
síntesis y, a la vez, una creación de la nueva situación de cambio. Creó una
ética: la protestante que, más tarde, una vez terminado el recreo renacentista,
será prácticamente absorbido por el Concilio de Trento.
Si bien los marxistas
satanizaron el vocablo "burgués" al equipararlo con el capitalista
primitivo (cosa que Marx no hizo, pues, distingue períodos en la evolución del
capitalismo), lo cierto es que el burgués constituyó la clase media, el mundo
del trabajo urbano, la cuña entre los siervos de la gleba y los señores
feudales y, obviamente, no todos se enriquecieron. Burguesa es la pareja del
célebre cuadro de Jan van Eyck, "El Matrimonio Arnolfini" (o la
pintura "American Gothic" de Grant Wood) y cuyo aspecto dista mucho
de ser un par de "bucaneros urbanos".
No se trata de hacer una
apología del burgués, sino presentarlo como una síntesis social y, sobre todo,
valórica, que se construyó en una época de cambios morales. La burguesía será
la clase encargada de la realización de ese "orden social construido"
que reemplazará a ese otro orden que se tenía por eterno, inmutable y otorgado
por Dios, el "orden revelado". Este nuevo orden construido,
democrático, capitalista y racional, deroga los viejos valores en cuanto
orientaciones que ya no sirven puesto que fueron producto de su época (y
resultado, a su vez, de otra síntesis luego de la caída del Imperio romano).
Por eso es que lo "natural" cambia con la burguesía.
En términos prácticos, da lo
mismo que exista o no algo que pueda denominarse "valores naturales",
puesto que nadie vive filosóficamente sino de un modo práctico. Entonces,
argumentar que los valores son naturales porque se teme decir que son
revelados, es una impostura, es negar su fundamento religioso que tiene todo
valor. Avergonzarse de decir en qué creemos y evitar decir derechamente que el
fundamento de nuestros valores es la religión, es una cobardía y una falta de
fe. Toda la historia del cristianismo valora la condición de testigo fiel y
desprecia un "cientificismo"; por lo demás, cuando pretensiones
científicas sobre la naturaleza han contaminado la fe, los resultados han sido
catastróficos para ésta (recuérdese el caso Galileo). Dirimir cuestiones
religiosas en la arena de "lo natural" o de la neutralidad racional
es, en verdad, puro "respeto humano", el cual no puede ser
enmascarado de consecuencia religiosa, es más bien lo contrario, falta de
argumentos y, a veces, pura prepotencia.
Lo que falta en la sociedad
chilena es una "nueva burguesía", una nueva clase media portadora de
valores. Las capas medias son el coagulante de la sociedad en términos
valóricos ya que unen valores y estilos de vida de sectores bajos y sectores
altos, además son capas más mestizas, incorporan más extranjeros y a grupos en
ascenso (también a los que van cuesta abajo), por lo que son tremendamente
fluidas. Cuando se adelgazan las capas medias en una sociedad, es decir, cuando
se hacen muy altas las distancias entre los grupos que tienen acceso al consumo
con aquellos que tienen menos, obviamente también se adelgaza la cultura y los
valores. Eso ha pasado en Chile, las capas medias están en extinción.
La nueva élite no es burguesa,
pero tampoco tiene ninguna relación con la aristocracia tradicional. Y no debe
llamar a confusión el que la élite tenga dentro de sí restos oligárquicos, tal
vez por eso deteste tanto al plebeyismo
y no quiera ser burguesía. Los advenedizos, entonces, exageran conductas y
opiniones que suponen tuvieron las "damas y caballeros de antes"; así
creen que dan prueba de una "pureza de ideas que les viene desde
siempre", así purgan su condición de recién llegados y se congracian con los restos tradicionales que aún existen
dentro de la élite. Por eso, el "doble standard" moral: virtudes
públicas y vicios privados. Por ello, esos arrebatos de moralismo
fundamentalista, esa exageración al modo de Savonarola o Calvino. No soportan a
los nuevos Boccaccios por no ser, según su apreciación, verdaderos nobles,
probos y puros. La razón es otra, van camino de la decadencia sólo los estratos
altos, los verdaderos aristócratas, los arribistas primero deben llegar.
Por otra parte, como se
sabe, la sociedad civil está constituida por los espacios de poder que
construimos colectivamente, como comunidades, sean estas profesionales, de
sensibilidad, religiosas, de gente que tiene ideas compartidas o que se siente
libre de vivir y experimentar. Además, la modernidad es secular, lo que implica
que somos nosotros los llamados a diseñar la sociedad civil. Quizás si no haya
espacio siquiera para actores sociales preconstituidos o para ser unos
fundamentalistas; nadie va a resolvernos el libreto de la vida -no lo resuelven
las iglesias, ni los partidos ni tampoco lo resuelve la escuela-. Y así
volvemos al principio: el desafío es saber/valorar quiénes construirán un mundo
en orden consensuado para poder vivir mejor sin caer ni en el indiferentismo ni
el dogmatismo cuando intentamos elaborar un proyecto común para una sociedad
que se hace cada vez más diversa.
Todavía no ha emergido en el
país ese actor colectivo, la nueva síntesis de valores potentes, como en su
época lo fue la burguesía. Falta ese actor plebeyo, emergente, resultado y
protagonista de su época. Sobra el
snobismo, esa expresión extemporánea de una clase que se fue y cuyos
continuadores son personas con éxito económico, generalmente muy diferentes de
los sujetos de la clase anterior, provenientes de otras culturas, con otros
orígenes, con otras concepciones políticas, las que a veces llegan a ser
completamente opuestas a las tradicionales. Por ello, la tensión en su seno:
un sector proclive a recuperar los
valores de la filosofía libertaria y otro, orientado a conservar una situación
que siente la favorece aunque ello le signifique subordinación.
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