30 de noviembre de 2012

Conocimiento y Educación Superior: nuevos horizontes para la Universidad del Siglo XXI.



Juan Queijo
Profesor Universitario
Universidad de la República, Uruguay

La docencia en todos sus niveles está intensamente institucionalizada y una institución, en cuanto tal, contextualiza el discurso que allí se produce y los comportamientos de las personas que la integran. Confiere significaciones específicas al conocimiento (conocimiento académico) y a muchos modos de  proceder de sus personajes que, fuera de ella, cobran otro aspecto. Exponer un tema en el aula ante los demás no es lo mismo que discutirlo con un grupo de compañeros. Estudiar un tema para examinarse no es lo mismo que recopilar información sobre éste. De manera obvia podría extenderse esta consideración a la resolución de problemas: los planteados en el ámbito escolar no tienen el mismo significado que los que hay que resolver en un proyecto de ingeniería. El ámbito institucional escolar ha creado una cultura que confiere un sentido específico a todo lo que pase allí dentro.

Husén (1988) recomienda que al  considerar los problemas educativos –y los requerimientos de la enseñanza universitaria- se aborden desde la estrecha perspectiva del aula en lugar de hacerlo desde una perspectiva social amplia. Hay que alzar el vuelo por encima de una visión de la educación escolar excesivamente obsesionada por el aula, por la persona del maestro o profesor y por los procedimientos (yo le sumo los vínculos/ las relaciones) pedagógicos que emplean para cumplir con sus funciones docentes y educativas.


La pesantez institucional queda patente cuando asigna roles, establece normas, sanciona jerarquías, organiza el tiempo, juega sobre la oposición del saber/ ignorar, incluso cuando se abre a las formas de participación por parte de la comunidad universitaria. Pero la institución ejerce también un control mucho más sutil sobre lo que constituye un cuerpo de conocimientos. La universidad establece así un canon de conocimiento. El problema no radica en que haya una instancia que trace la línea entre conocimiento legítimo y conocimiento espurio; esta categoría debe existir. Uno de los grandes logros de la tradición universitaria es haber creado una arquitectura disciplinar. Lo preocupante es que la universidad asuma su función de “separar el grano de la paja” con prepotencia cuando gran parte de  la labor discriminatoria está animada por la estrechez de una visión disciplinar o por los intereses más o menos confesables de un gremio de expertos.

La universidad ha sido y es objeto de certeros análisis por sociólogos, historiadores, economistas, psicólogos y pedagogos. Hay numerosos estudios de su historia, su legislación y su organización; se proclaman objetivos, sus funciones o su misión; se discute su influencia en el ámbito económico nacional; se analizan sus currículos y las formas de reclutamiento del profesorado y, periódicamente, las autoridades ministeriales se lanzan a la mejora de unos y otros con resultados más que discutibles. Llama la atención que, lamentablemente, apenas existan análisis que enfoquen la universidad y su antesala (educación secundaria), como institución que posee una cultura sui generis y multisecular por añadidura.


Esa cultura se plasma en la organización del espacio y del tiempo, en las normas por las que se rigen las relaciones entre profesores y alumnos, en los modelos de actuación de los profesores, en los signos de prestigio académico, en la escala de valores que afecta a las carreras, etc. Todo esto, no es algo extrínseco al cultivo y la transmisión del conocimiento, sino que lo impregna dándole carácter académico.

Es sumamente importante caer en la cuenta de que los niños son modelados para adaptarse a la cultura escolar y asumen como la cosa más natural del mundo que en la institución escolar hay que comportarse como hay que comportarse, así como lo que allí se asimila pertenece a un ámbito más próximo a la realidad. Hannah Arendt interpreta la educación como la transmisión de una herencia entre las generaciones. Esta herencia no es sólo el conocimiento sino también los modos, culturalmente decantados, que actualizan su transmisión. Sin ir más lejos, la clase magistral.


Una reflexión sobre éste, y otros temas relacionados, es sumamente necesaria, más en un tiempo donde la sociedad le exige a la universidad conocimiento relevante y sustantivo, y aportes nuevos o innovatorios para atender sus necesidades, intereses o problemas. Estas cuestiones no atañen a sus currículos cuanto a las que afectan a los profesores y alumnos en relación inmediata: ante todo a su mentalidad y, consecuentemente, a su modo de comportarse recíprocamente.  Si no hay un cambio en los modos de pensar, en la relación profesor-alumno, de atribuir/ asumir responsabilidades, de posicionarse frente al saber, toda iniciativa de transformación y mejora no pasará del nivel de las buenas intenciones.

¿Qué cuestiones de fondo deberían perfilarse como básicas en esta coyuntura?

1)    Transferir la gestión de los estudios y el aprendizaje a los propios estudiantes. Reestructurar y desarrollar los currículos con el objetivo de crear vías de aprendizaje, incluyendo los aprendizajes a lo largo de toda la vida, flexibles y centrados en el alumno.

2)         Renovar la metodología y enfoque de la enseñanza, desplazando el énfasis hacia el aprendizaje y la perspectiva de los estudiantes.


¿Pero no son justamente los aprendizajes la labor personal e intransferible de los estudiantes? Parece que no. Según se desprende de varios documentos, el trabajo hoy en día recae en los profesores, por lo que se ve, se trata de que éste sea asumido por los alumnos. Aquí está el quid de la cuestión: los profesores trabajan preparando e impartiendo sus cursos y esto está bastante planificado (curriculum y programación de los cursos). En contrapartida, el trabajo de los estudiantes, salvo asistir a clase, han de organizárselo ellos. Pero en lo que compete a aprender (comprender, asimilar, memorizar, solventar dudas, etc.) eso ha sido y siempre será algo que compete al estudiante. Lo que plantean los estrategas de la educación es otra manera de entender, por parte de los profesores y estudiantes, la modalidad de trabajo y la responsabilidad que han de asumir éstos últimos.

En términos psicosociales lo que cambia es la relación que los profesores ya estudiantes establecen en torno a la tarea de adquirir conocimientos. Implica un cambio de hábito en los estudiantes: hasta ahora su trabajo se concentraba en los exámenes, ahora deberá distribuirse visiblemente porque va a ser objeto de observación, análisis y evaluación en diversas instancias y modalidades (enseñanzas teóricas y prácticas, biblioteca, tutorías, trabajos puntuales, etc.). No implica un recorte de trabajo en los profesores; todo lo contrario, deberán planificar con mayor finura sus clases y orientaciones al efecto de que los alumnos protagonicen parte del trabajo que antes realizaban ellos, deberán dedicarles más atención personal para discutir y evaluar sus logros, y seguirán obligados a examinar y calificar. Simultáneamente, habrán de cambiar las relaciones y representaciones que tienen los alumnos del papel de los profesores y recíprocamente: de magíster a orientador y acompañante en los aprendizajes, de sujetos pasivos y conformistas a participantes activos y responsables. Y, por ese fascinante juego de espejos que lleva a los profesores a verse como los demás los ven, cambiará la imagen que profesores y estudiantes tienen de su persona y roles.


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