Domingo Bazán Campos
La diversidad puede definirse, en principio, como un rasgo constitutivo de la realidad social que otorga a la humanidad un sinnúmero de expresiones y matices en torno a los modos de ser, de convivir, de pensar y de hacer.
Si pensamos que el acto educativo es, esencialmente, una interacción entre personas, entre personas con cargas genéticas e historias distintas, con expresiones y matices inimaginablemente múltiples y heterogéneos, entonces, la denominada atención a la diversidad representa un desafío mayúsculo para la educación. Pues, ¿cómo saber y respetar efectivamente tantas formas de pensar, de leer, de reír, de moverse, de amar, de escribir, de jugar, de pelear, de creer? Parece un problema infinito de imposible solución.
Ciertamente, ir por este lado del problema tiene un límite: la falta de recursos didácticos y metodológicos para esta nueva exigencia en la escuela. Por lo tanto, si no hay especialistas en una determinada diferencia o no hay un manual específico para “atender una diferencia” concreta, entonces, ¿cómo esperar que la escuela “viva la diferencia” de verdad? ¿cómo les pedimos a los profesores que hagan bien su trabajo si no les decimos cómo hacerlo? Parece una trampa educativa.
Esta opción tiene un techo, un techo dado por el hecho de que usualmente en la escuela se trabaja bajo ciertos supuestos no explicitados que la comprenden como una comunidad homogénea, normalizadora y poseedora de la verdad, lo cual supone una forma de negar el conflicto, de invisibilizar al que es diferente y de restarle a la diversidad la posibilidad de constituirse en un importante agente transformador y democratizador de la convivencia.
Esto significa que el problema de la diversidad no es el modo de diagnosticar o de atender prácticamente a la diversidad, sino, la comprensión ética y política que cada quien tiene de la diversidad. En otras palabras, es clave detenerse en qué noción se tiene en la comunidad educativa sobre diversidad, cuáles son sus nexos con la idea de normalidad y, sobre todo, cuán capaces somos de reconocer que la diversidad no puede ser otro pretexto más para marcar al diferente o para controlar la vida de los demás.
De hecho, sabemos que ha habido –y seguirá habiendo- importantes conceptualizaciones de la diversidad que la restringen o la limitan en sus posibilidades expansivas de la conducta y el pensamiento humano, acercándolas a nociones de la diversidad de orden instrumental y controladora.
Lo que hace falta, en consecuencia, es explicitar las reales voluntades acerca de la necesidad de integración y de atención a la diversidad, preguntándonos si la mera preocupación por la diversidad es o no suficiente para fundar una plataforma de desarrollo adecuado de una convivencia democrática, reconociendo que debemos cambiar algo en nuestra escuela si es que cae en el error de hacer lo se que llama diferencialismo, esto es, la actitud de identificar (y denunciar) al diferente dentro de la diferencias para terminar excluyéndolo, psicopatologizándolo y estigmatizándolo (haciendo que en la diferencia de aptitud intelectual, por ejemplo, nos obsesionemos con el diferente, el niño Down, convirtiéndolo en un ícono de la falta de inteligencia, aunque lo denominemos especial). Todo ello con efectos perjudiciales para ese otro diferente y para la construcción de una cultura escolar ad-hoc para la convivencia armoniosa, integradora y democrática. Lo contrario de este diferencialismo es la convicción ético-política de que hay riqueza y desarrollo en la coexistencia con el otro, en el estar y ser con ese otro.
De este modo, el problema de la diversidad es ante todo un problema de discernimiento ético y de acción política coherente, en el exacto sentido en que implica reflexión personal y colectiva sobre lo que estamos dispuestos a defender de los derechos de los otros como legítimos otros.
Podemos colegir, en suma, que la primera pregunta que hemos de hacernos frente al discurso de la diversidad es, “disculpe colega, Ud. que entiende por diversidad”. Recién ahí empezamos a construir un proyecto de integración auténtico.
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