Raúl González Meyer
Académico e
investigador de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano
La motivación de este artículo es
reaccionar contra una mayoría de economistas chilenos que, al ser interrogados
por medios de comunicación, de manera escandalizada, expresaron su posición contraria
frente a la decisión del ejecutivo argentino de nacionalizar YPF, afectando con
ello a la empresa española Repsol. En varias de esas notas daba la impresión de
escuchar más bien a un cercano de la Gerencia o a un accionista mayoritario de
la mencionada empresa, constatándose la vigencia de la marca neoliberal que, de
manera precoz y radical, se grabó en nuestro país, en parte de ese campo
disciplinario hace ya varios decenios.
En esas opiniones se insistía en lo
peligroso de esas medidas, pues, se aduce que la necesaria reacción del herido
Repsol la hará contraproducente. En el trasfondo, un mensaje de siempre: un
llamado al realismo que significa adaptarse a los más poderosos, es decir, a
sus intereses; no provocarles problemas para poder tener un pasar tranquilo.
Aunque en este caso todo indica, además, que ese poderoso no lo es tanto y que
Argentina para España es demasiada buena plaza como para emprender una reacción
muy radical. Asimismo, que tampoco la Unión Europea comprometerá la importancia
que tiene Argentina para su economía. Ninguno de esos economistas se preocupó
de dar antecedentes de esa naturaleza y que hubiesen mostrado bases para la
negociación de dicho país y hubiesen hecho menos limpia su argumentación. Por
ejemplo, que las empresas españolas en Argentina se están llevando poco menos
de US$ 30.000 millones al año. Allí están Telefónica, Santander, BBVA, DHL,
Endesa, Prosegur, Santillana, por nombrar algunas, y que no quieren perder esa
plaza de negocios.
Aun si producto de esa decisión,
Argentina deba enfrentar litigios y tribunales internacionales –lo que es muy
probable- un país convencido de una política correcta de salvaguarda de interés
nacional, que además tiene el sostén popular para la medida, sencillamente
tendrá que hacerlo. Siempre se pagarán precios por enfrentar intereses
multinacionales. Pero es apegado a los hechos señalar que mayor es el precio
permanente que se paga de nunca hacer nada contra empresas multinacionales.
Esto, ya sea por el peso de intereses locales que se benefician aun de
relaciones subordinadas o por el miedo a las reacciones, el que es abundantemente
alimentado por esos coros de economistas que, en nombre del realismo, están
siempre prestos a alertar sobre los peligros de imponer condiciones y regular
al capital extranjero. Ello, pese a sus ganancias abusivas y el raleo constante
de los recursos naturales.
En esa reacción airada de los
economistas señalados se apela -también como siempre- al deterioro de la imagen
de un país que toma esas medidas, generando incertezas e inseguridades en
quienes llegan con sus capitales desde fuera y que serían un motor del
desarrollo nacional. Con ello, provocando los consecuentes costos a pagar por
la población. Ello es similar a lo que varios economistas chilenos dijeron
cuando el gobierno argentino desafió la recomendación política del FMI durante
la crisis del 2001, calificándolo de irresponsable. Se omitió después señalar
que gracias a ello Argentina logró salir de un pozo que se hubiese profundizado
de haber seguido tales indicaciones.
A algunos de esos economistas nunca se
les ha ocurrido pensar en los mismos términos de imagen del país como en el
caso de Chile durante los años 70 y 80, en que se hizo una revolución liberal en
dictadura con “costos sociales” sólo comparables en el siglo XX con la
depresión de los años 30. Pero allí se habló que eran “costos necesarios”. Esa
apelación a la imagen del país, por lo tanto, bajo la forma de un realismo que
buscaría no comprometer la situación social de las personas, refleja más bien una
posición ideológica opuesta a todo lo que signifique nacionalizaciones y un
privilegio por todo aquello que favorece a los inversionistas mayores. Usar al
Estado nacional para defender intereses del país es algo considerado anacrónico
para una ideología que ve en una globalización gobernada por el mercado, sin
importar mucho ya sus niveles de concentración y asimetría, la solución a todo.
Siendo verdad el recurso multinacional
de la deslocalización para escapar a políticas más celosas de ese interés
nacional, ese argumento no puede ser llevado al absoluto. No es llegar y deslocalizarse.
Al haber invertido en un país, allí las empresas tienen “costos hundidos” que
les impide llegar e irse. Pero aun, si así fuera, la pregunta es dónde se van a
ir. ¿A países nórdicos? Quizás pudiesen sentir más “seguridad jurídica” pero, a
la vez, las exigencias jurídicas son mayores y las posibilidades de ganancias
extraordinarias son menos posibles. Negar márgenes de maniobra para las
naciones es postular que todo debe aceptarse.
Chile, en medio de la disposición
ideológico-cultural construida en los últimos decenios, con el protagonismo de
ese tipo de economistas, que apuntaban acusadoramente ante cualquier acto de imponer
condiciones a las grandes empresas y solo celebraban su llegada, recién hoy
comenzó a “descubrir” que múltiples contratos de concesiones habían sido
“pésimamente mal hechos” o que "habían sido dañinos al interés
general”. Ello, en medio de otros vientos que entraron en la sociedad y que
expresaban un aumento de malestares y reclamos sociales. Pero no estaban mal hechos.
Obedecieron a la manera de ver las cosas, a la ideología y los intereses
predominantes. Esos contratos injustos eran considerados justos y las
demasiadas garantías a las empresas eran consideradas correctas. Es un cinismo
sorprenderse hoy, pues, eso siempre se supo y las élites los aprobaron y los
economistas oficiales los fundamentaron.
No sorprende, pero altera, que esos
economistas nada dicen -ninguna reflexión más ponderada realicen- sobre las
características de esa empresa victimizada. Probablemente no les interese saberlo,
pues, su respuesta a la problemática está contestada de antemano. Pero es una
que cuenta con varias filiales en los países llamados paraísos fiscales y que,
según los antecedentes existentes, tributan en España por menos de la cuarta
parte de los beneficios que obtiene al nivel mundial. Que probablemente sume a
muchos privilegios fiscales el aporte serio y tecnificado de quienes se hacen
expertos en la “elusión” de impuestos, como ocurre en Chile. Tampoco en esas
entrevistas consideraron la acusación del ejecutivo argentino acerca de que era
una empresa que giraba utilidades a otros países en que también está, sin
invertir lo necesario en Argentina, ni sobre la proporción entre utilidades
distribuidas y no distribuidas, aspectos sobre los cuales el Estado argentino
hacía ya un tiempo había transmitido su desacuerdo y molestia.
Tampoco esos economistas se refirieron a
la acusación de sobreprecios por parte de la empresa y de que sus anuncios de
nuevos descubrimientos tenían más finalidades de ganancia financiera que de explotación.
Y, finalmente, nadie dijo que en la década del 2000, después de casi dos
décadas, Argentina debió importar hidrocarburos; que YPF bajó su producción
relativa de manera notable pero que, sin embargo, las utilidades de Repsol
aumentaron y eran las mayores que obtenía en el Mundo. Frente a ello, el argumento del gobierno
español de que Repsol no es una multinacional, sino que representa a muchos
pequeños ahorristas españoles, mueve a ironía y sería interesante saber si esos
ahorristas pequeños supieron de las mencionadas críticas del gobierno argentino
a las políticas que Repsol tuvo (o no tuvo ) y de las respuestas de la empresa.
Pera esta reacción espontáneamente
agresiva de los economistas chilenos se ubica en el marco más amplio de su
completa abstracción crítica del fenómeno de las multinacionales como agentes que
comandan la globalización, aunque no lo sea de manera absoluta. Ello no es
materia siquiera de comentario marginal en sus juicios, en los que no parece
ser importante para el análisis económico la enorme concentración y poder
económico de aquellas y de los grupos económicos mundiales. Las privatizaciones
en América Latina, en medio de dictaduras o de gobiernos civiles -aunque en
este último caso nunca eran anunciadas en los programas políticos de los
candidatos que luego elegidos las realizaban, como el caso del justicialista
Menen en la misma Argentina- ha provocado la instalación de importantes grupos
de poder en el interior de nuestros países.
Ellos son más bien presentados, como lo
señaló un economista de la Escuela de “Economía y Negocios” de la Universidad
de Chile, como agentes que solo traen su capital y aportan al desarrollo de los
países. Se abandona un análisis que parta de la pregunta de si esa inversión extranjera
está provocando el efecto significativo en términos de empleo, conocimiento
científico, mejoramiento socio-económico, por ejemplo, antes que ciertos
recursos se agoten, pues, de acuerdo al liberalismo esos son algunas de las
principales grandes ventajas que aportan esos capitales y agentes extranjeros y,
por ello, es importante dejarlos lo más libres posible.
Al respecto, podríamos señalar el caso
de Chile. Se sabe que el ya predominio neto de la producción privada extranjera
de cobre funciona con un porcentaje bajísimo de insumos nacionales; que es
mayoritaria -y aun avanza- en los últimos años la exportación de cobre en estado
bruto (concentrado) y no refinado, es decir, con más bajo valor agregado, lo
que se ha acrecentado en la relación con China; que la manufactura de cobre en
el país es totalmente marginal; que en Antofagasta, donde la minería del cobre
genera alrededor del 60% del producto regional, no genera más del 12% del
empleo. Somos, finalmente, un país que produce y exporta cobre desde el siglo
XIX -que en la gran mayoría del tiempo ha sido de propiedad extranjera- pero que
no tenemos importancia significativa en la producción de conocimiento y
tecnología en relación con él. Sin embargo, las utilidades extraídas son
extraordinarias y los impuestos pagados bajísimos. Esto es suficiente para
decir que la lógica de acumulación de las trasnacionales no es por sí mismo
favorable al país. Solo sistemas políticos nacionales fuertes, independientes y
con coraje pueden crear condiciones para ello. Es esto último lo que debiesen
apoyar economistas que efectivamente piensan el país. Si se parte de allí y con
la historia de los últimos tres decenios en el cuerpo, entonces, la medida
Argentina debiese ser mirada como un aporte a un mayor equilibrio de poder en
el futuro entre Estados nacionales y agentes trasnacionales. Los países no
pueden quedar librados a las políticas de esas grandes trasnacionales y, al
mismo tiempo, condenados a la ley del silencio o la paz de los cementerios como
la otra cara del chantaje de grandes inversionistas y del entreguismo de una disciplina
económica que ha sido cómplice de las desigualdades de poder y de riqueza; que
más que hablarle al poder ha hablado desde el poder.
Es necesario afirmar una etapa
post-neoliberal en que se vuelva a afirmar el derecho de los países de la
Región sobre sus recursos básicos y en que las ganancias de los grupos privados
deben estar sometidas a eso. La soberanía sobre los recursos básicos no es un
nacionalismo estrecho o anacrónico, sino que debe reinscribirse en la
continuidad de tradiciones políticas democráticas y en el sentir de la gente.
Por ello, es importante el recuerdo que la presidenta Fernández hizo en un discurso
reciente acerca de que “las dueñas del subsuelo son las provincias, las
empresas petroleras son apenas concesionarias”. En este sentido, la medida
Argentina tiene un significado continental y se enfrenta, además, al fenómeno
de una América latina invadida por capitales globales de países como España en
que, paradojalmente, se enfrenta la crisis post-franquista más aguda por sobre
el 20% de desempleo.
Esto es importante afirmarlo, pues, todo
nos hace pensar que sólo sistemas políticos fuertes, democráticos, con soberanía
real, podrán estar a la altura de asegurar el abastecimiento futuro de recursos
básicos para las poblaciones y que hoy entran en situaciones de agotamiento, concentración
de la propiedad y especulaciones como el agua, la energía o la alimentación. Ello
no puede ser dejado al simple resultado o consecuencia de capitales que operen
libremente y con un sistema político inerte.
Esto no significa concederle al Estado
ni a las clases políticas un fuero que, por lo demás, en buena parte del
continente, han tendido a perderlo justamente por su falta de independencia,
sus cruces de intereses con los económicos y por su accionar como grupo
corporativo. Una nacionalización no puede ser el botín de un grupo que ocupa al
Estado. La estatización es solo un paso y una posibilidad de mejorar
condiciones sociales, de distribución, de gasto social, de desarrollo económico.
Los factores de corrupción o de capacidad asimétrica de influir sobre las
políticas del Estado no pueden ser invisibilizadas por estar a favor de su
política. No debiese ser una cuestión del “mal menor”. Por ello, la soberanía
nacional representada por el Estado no basta; supone también una sociedad
fuerte y digna.
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