27 de diciembre de 2007

DE LA MODERNIDAD A LA POSMODERNIDAD

Domingo Bazán

Pocas veces un conjunto de acontecimientos políticos, culturales y científicos moviliza a la comunidad mundial hacia una comprensión tan pesimista del desarrollo humano presente y futuro, como ocurrió efectivamente en nuestro planeta a partir de mediados de los años ochenta.

En breve tiempo, como se recordará, la sociedad se volvió opaca y melancólica. Revivieron y se masificaron frases nostálgicas del tipo “todo tiempo pasado fue mejor” o “ya nada es como antes”. Entre los intelectuales la cosa no llegó a ser más optimista, tal como se refleja en estos tres títulos de libros: “El fin de la historia” (Francis Fukuyama), “La insoportable levedad del ser” (Milan Kundera), “Todo lo sólido se desvanece en el aire” (Marshall Berman). Para ilustrar mejor lo que ocurría en esos años, recordemos lo siguiente:

a) Terminó la denominada “guerra fría”, ese conflicto entre Estados Unidos y la Unión Soviética que los llevó a disputarse distintos frentes de la vida moderna: los deportes, la conquista del espacio, la ciencia, la educación, entre otros. Con ello, se desplomó una forma de vida basada en el colectivismo y la presencia de un Estado poderoso y benefactor. Fue el fin de los socialismos reales, la caída del imperio socialista -con muro de Berlín incluido- creándose una sensación de incertidumbre política y de desequilibrio de fuerzas hasta ahora vigente. A partir de estos hechos, se ha instalado la idea de que la única forma de vida deseable y posible es aquella que propicia el neoliberalismo y su noción de libre mercado.

b) Surgió una plaga mundial, el mortal virus del Sida, atacando primeramente a sectores marginales (homosexuales y haitianos) pero luego a toda la población, sin mayor discriminación. En este contexto, sumado a la muerte de ese icono de virilidad llamado Rock Hudson, la humanidad empezó a sentir que la ciencia moderna había fracasado en cuanto no estaba preparada para defendernos de micro-organismos que “aprendieron” a usar nuestras propias defensas para reproducirse. Como reacción a la ciencia, surgió un espíritu más abierto hacia lo alternativo, reflejado transgresoramente en el consumo de nuevos y también viejos recursos médicos para alcanzar salud: el uso de hierbas medicinales y de sanguijuelas, por ejemplo.

c) Las incipientes y recientemente restauradas democracias de los países en desarrollo, por poner un tercer ejemplo, no fueron capaces de enmendar los errores del autoritarismo precedente (especialmente en materia de derechos humanos) ni de potenciar la formación de una sociedad civil suficientemente tolerante y participativa. Es más, para muchas personas, estas nuevas democracias sólo lo han sido en la forma (se vota, se accede a atractivos cargos públicos, hay un parlamento activo), pero en el fondo no hay capacidad real de vivir la democracia como un estilo de vida, esto es, como una democracia sustantiva que se vive cotidianamente como expresión clara de tolerancia, participación, diversidad o dialogicidad. Esta última, está aún pendiente.

En todos estos casos, hay una consecuencia común: la sociedad occidental sintió y declaró, desde la comprensión pesimista y cuestionadora instalada, que había llegado el fin de la razón, la muerte de la ciencia, el ocaso de las utopías y las ideologías. En fin, que era la llegada de la posmodernidad.

En efecto, desde la última década del siglo pasado, hasta ahora, se ha venido planteando reiteradamente la existencia de un tránsito desde una sociedad moderna a una posmoderna. La aceptación de esta interpretación de las transformaciones sociales, entendida como una compleja mutación social del mundo occidental, representa un conjunto de postulados que los sistemas educativos han internalizado, voluntaria o involuntariamente, dotando a los procesos de reforma educacional de un particular escenario social, político, económico y cultural.

En este contexto, aceptemos que la posmodernidad es un fenómeno altamente complejo. Su misma naturaleza hace muy difícil una conceptualización unitaria y universal. En esta complejidad, se relaciona la posmodernidad con el desarrollo de nuevas formas artísticas y estéticas, con el énfasis sobre el discurso y el lenguaje como instancias centrales de la vida social. Para otros, la posmodernidad apela a experiencias, datos y sentires diversos, en un ambiente caracterizado esencialmente por poner en duda el conjunto de certezas y éxitos de la modernidad:

a) la epistemología moderna y su concepción de realidad,
b) la definición de cientificidad moderna y de razón objetiva,
c) la democracia occidental y sus deudas,
d) el progreso económico como estilo de desarrollo valorado y adoptado,
e) la lógica instrumental: productividad, eficiencia, rendimiento,
f) la actitud de homogeneización que impone la modernidad (negación de la subjetividad, la alteridad y la diversidad).

En tal sentido, la posmodernidad constituye un sentimiento de desencanto cuyo elemento más sintomático es la crisis, en términos de quiebre de lo establecido, de decadencia y de cambio social no deseado. Por ello, vivimos una época en que la idea de crisis remite a todo: crisis del Estado, de la ciencia, de la razón, de la familia, de la cultura, del fútbol, de la escuela, de la democracia, de los valores, de la justicia y las leyes, etc., etc.

El sentimiento de desencanto aludido está animado de desconfianza y desengaño frente a lo propio de la modernidad. Esto incluye un rechazo a los grandes metarrelatos , al positivismo científico y, por supuesto, a la razón. El espíritu posmodernista, además, critica la posibilidad real de planificación social y las ideologías emancipadoras de la humanidad, en suma, reniega de todo intento unificador y salvífico del planeta.

La modernidad, por su parte, constituye un proceso de secularización, el paso de un orden recibido (el mundo, creado por Dios) a un orden producido (la sociedad, creada por hombres y mujeres), por ello, la modernidad es la ruptura con esa fundamentación trascendente y la reivindicación de la realidad social como un orden determinado por el Homo sapiens. En otras palabras, en la modernidad se instala un humanismo secularizado que prescinde de todas las referencias cristianas, tratando a la religión como un objeto de la cultura y no como un principio explicativo o normativo de la realidad social. En la modernidad, entonces, la razón toma el espacio de lo sagrado y se hace fundamento único en la vida humana individual y social, absolutizando al hombre y su finitud. De ahí que sean productos de la modernidad el individualismo, una actitud anti-teísta (más que no creer en Dios, es “ponerlo entre paréntesis”), el hedonismo profundo, la ideología del “cientismo”, la sobrevaloración de la razón (el famoso “pienso, luego existo”, de Decartes).

Entonces, si para la modernidad el mundo pre-moderno de la Edad Media representaba una forma de vida teocéntrica y pre-científica a superar, la posmodernidad acusa a la modernidad de tecnocrática y cientista, alejándose aún más del baño liberador que promulgan las religiones y cierto uso del método científico.

Para el sentimiento posmodernista, que no reemplaza al modernista sino que lo absorbe, la realidad se fragmenta debido a la falta de valores absolutos y hegemónicos (puesto que se duda de los sacerdotes, de los políticos, de los profesores, de los héroes, de los dioses, de la moral, entre otros). Resulta así que no es posible lograr una representación única o unificada del mundo, tampoco interesa. El relativismo de la posmodernidad se refuerza con la presencia actual y dolorosa de efectos no deseados de la ciencia, de desequilibrios ecológicos, de tortura y guerras. Es decir, para el pensamiento posmoderno, la propuesta modernista -orgullosa de su racionalidad, determinismo y sentido de progreso histórico- ha generado un sujeto fragmentado y descentrado en su ser íntimo, con fuertes dificultades para unificar experiencias y dotar de sentido a la vida.

Lo que hay aquí es una sensación de crisis moral muy compleja, de raíz epistemológica . Recordemos que siempre ha habido aspectos o temas de la realidad cultural que resultan importantes para las personas, en un contexto particular del desarrollo de los pueblos. Estos son los valores sociales que toman cuerpo en pautas de comportamiento, con sanciones y niveles de universalidad visibles: normas como no matar, no fumar en clases, son ejemplos evidentes. Si se pudiese hacer una resta (o diferencia) entre la norma y la acción se puede establecer un delta (distancia) que da una luz sobre el nivel de crisis moral de las personas y los pueblos. En efecto, si el delta es muy alto podemos entender que hay crisis moral porque las personas y los pueblos son incongruentes, no hacen lo que está definido en la norma (que es, después de todo, el valor social). Y si el delta es igual a cero significaría que estamos en un mundo de personas que viven la justicia y el bien común (este sería el paraíso). Generalmente, la distancia entre la norma ideal y la acción es grande porque la gente siempre comete faltas, siempre se porta mal, siempre ha habido gente que mata, roba, etc.

Sin embargo, lo que sucede en tiempos de posmodernidad es que no podemos calcular el delta por la sencilla razón que estamos en desacuerdo con respecto a las normas, se nos deslegitimó la norma, es decir, hoy día no sabemos lo que es bueno o lo que es malo. Se ha perdido la claridad sobre el significado de las normas y dicha norma pasa a ser una definición que merece cuestionamientos, por lo que ya no es bueno lo que parecía bueno ni real lo que creíamos real (esto lo ilustra perfectamente la película Matrix). Si un profesor trata de decirle a un joven que no es bueno andar peleando, él va a levantar la mano y preguntará por qué. Si le decimos “porque las personas no pelean”, responderá que en su barrio “si no pelea, lo matan”. Si insistimos, apoyándonos en la palabra de Dios, él dirá, “¿cuál Dios?, el suyo, más encima me viene a imponer sus dioses”. Y si apelamos a la Biblia, él dirá, “bueno y quién escribió la Biblia, no la escribí yo”. Es en este contexto que debemos entender la sensación de incredulidad y escepticismo de algunas personas frente a la escuela, con doce años en ella se termina simplemente “pateando piedras”, como dicen Los Prisioneros. En otras palabras, ya no es tan claro que la escuela sea buena, al menos, no para todos.

Como hemos visto, las críticas del paradigma posmodernista apuntan a todo el orden de la vida actual. Tampoco escapa la política o la historia, así como la economía y la religión. Importante peso ha tenido en esta lectura del mundo la idea del fin de la historia propuesta por Francis Fukuyama en 1990, que pone término a los relatos que buscan dar sentido a la historia, todo lo cual posibilita una emancipación de la multiplicidad de los horizontes de sentido.

Sin embargo, no todo es sensación de destrucción y de fracaso, lo que podría equivaler a una mirada estrictamente “nihilista”, de habernos quedado sin nada, de sólo estar rumiando incertezas o crisis de todo tipo. Afortunadamente, el recelo posmodernista con respecto al modernismo viene dado en una especie de “nihilismo positivo” en el cual no se mira trágicamente una existencia sin absoluto, sino que esta “nada” o “vacío” representa una inmejorable ocasión para elegir y otorgar valor a las cosas. Por ello, lo actitud posmoderna también se refiere a la demanda por re-hacer, re-definir, re-pensar, re-construir, re-interpretar.

Esto está ocurriendo, de hecho, cuando se discute la necesidad de generar una nueva ley de matrimonio civil en Chile, dado que no se trata sólo de aprobar el divorcio, sino de cómo nos hacemos cargo de una familia nueva, surgida en las últimas décadas, producto del estilo de vida que hemos adoptado como sociedad y en la cual los hijos, las madres y los padres merecen mejores condiciones de vida. En otras palabras, la posmodernidad es oportunidad para quienes asumen que determinadas creencias y definiciones han de revisarse y re-construirse. Tal como señala el chileno Norbert Lechner, el desencanto siempre tiene dos caras: la pérdida de la ilusión y, por lo mismo, una resignificación de la realidad. La dimensión constructiva del desencanto actual radica en el elogio de la heterogeneidad.

Se trata, entonces, de un posmodernidad que implica, por un lado, un espíritu de los tiempos que desahucia una teleología optimista a la manera de la modernidad, en donde lo que queda no es más que crisis; y, por otro lado, contiene la posmodernidad una huella de esperanza, una sensibilidad llena de desafíos para la especie humana.

Es en este contexto social y espiritual que se plantean diversos desafíos a la escuela y la educación.


Referencias

Bazán, D. y Larraín, R. (1992). "Algunas Tesis en Torno a la Mutación Modernidad-Posmodernidad y su Nexo con la Evangelización". En Revista Estudios Sociales, CPU, Número 73.

Baudrillard, J. (1987). Cultura y Simulacro. Kairós, Barcelona.

Berman, M. (1987). El Reencantamiento del Mundo. Cuatro Vientos Editorial, Santiago.

Larraín, R. (1991). “De como la Postmodernidad Impacta a la Ciencia (y a la Religión)”. En: Estudios Sociales. N* 68, CPU.

Lechner, N. (1989). “Ese desencanto llamado Postmoderno”, en Persona y Sociedad, ILADES, Vol. III, N* 1.

Lyotard, J. F. (1986). La Condición Posmoderna. Cátedra, Madrid

Lyotard, J. F. (1987). La Posmodernidad (Explicada a los Niños). Gedisa, Barcelona.

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