18 de abril de 2008

La Escuela como Espacialidad: sobre la necesidad de mirar críticamente las prácticas espaciales en el contexto escolar

Claudia Díaz Flores
La casa forma siempre un organismo
y está en perfecta armonía con el habitante.
En viendo la primera, se puede juzgar del segundo;
y en conociendo a éste, no es difícil describir su vivienda.
Así, es evidente que, para hacerse cargo del edificio
que la Institución Libre
de Enseñanza proyecta,
es preciso conocer a la vez a los que han de habitarlo”
Manuel Bartolomé Cossío
La Ilustración Cantábrica” Madrid 1882.

La importancia de la configuración espacial en nuestra vida cotidiana, en las relaciones con los otros y con el medio que nos rodea, parece ser un aspecto escasamente explorado. Pese a ello, sabemos que la influencia del espacio en la vorágine diaria de la vida moderna y sus repercusiones ha sido estudiada desde la Geografía crítica, a partir de autores como David Harvey y Milton Santos, quiénes han intentado resaltar la estrecha relación existente entre la temática espacial y los procesos sociales, especialmente aquellos ligados al control y la reproducción.

Como un modo de destacar la relevancia del espacio en la vida social, M. Santos afirma que “ninguno de los objetos sociales tiene una imposición tan grande sobre el hombre, ninguno está tan presente en lo cotidiano de los individuos. La casa, el lugar de trabajo, los puntos de encuentro, los caminos que unen esos puntos, son igualmente elementos pasivos que condicionan la actividad de los hombres y rigen la práctica social” . Estas palabras cobran mayor sentido si revisamos los modos de apropiación y construcción del espacio en cada una de las actividades cotidianas: cómo transformamos el lugar de trabajo para impregnarlo de nosotros incorporando objetos cargados de significados, cómo nos movemos en el Metro atestado de gente, cómo buscamos maneras de dejar nuestro sello en la sala de clases, en el dormitorio que ocupamos a diario, etc. Nuestras actividades diarias son influenciadas y configuradas a partir de las realidades espaciales que construimos. En efecto, los espacios en los cuales nos movemos cotidianamente están cargados de experiencias, emociones y significados- individuales y compartidos- que determinan un modo especial de interactuar con y en ellos.

David Harvey se refiere a estas interacciones como “prácticas espaciales”, estableciendo que pueden ser físicas o materiales y que su fin es “asegurar la producción y reproducción social” ya que a través de ellas aprendemos patrones de comportamiento socialmente aceptados. Es decir, las culturas encuentran en las prácticas espaciales una forma de heredar modos de existencia, atribuyendo significados diversos a la construcción del espacio. Dichas construcciones reflejan concepciones profundas de la realidad, formas de comprender el mundo y de pertenecer a una cultura determinada.

Lo señalado viene a fundamentar la idea de que la observación e interpretación del espacio nos entrega información relevante acerca de los grupos humanos que lo configuran y que, por lo tanto, es indispensable considerarlo en nuestros intentos exploratorios de la realidad social. Es en la práctica espacial donde se ponen en juego las maneras individuales de ver y comprender el mundo, generando intercambios y consensos que nos permiten negociar significados y construir sentidos compartidos (que entregan un sello particular y característico a un grupo, cultura o sociedad).

Si trasladamos este debate al ámbito pedagógico, descubriremos que la educación formal - cuyo objetivo latente es la reproducción social a través del ejercicio del poder- encuentra en la asignación de significados sociales al espacio una eficaz estrategia para cumplir dicha función.

La institucionalización de las prácticas espaciales, como la división del espacio según funciones, asignación de tiempos en su utilización, delimitación de usos específicos (juego/trabajo), jerarquización espacial según funciones, imposición de comportamientos y actitudes atribuidas cada uno de los espacios dentro de la escuela, etc., se configura como un sistema de significados compartidos por los sujetos pertenecientes a la cultura escolar, que posibilita la reproducción de sus elementos.

La homogeneización de dichas prácticas y la atribución autoritaria de significados a los espacios escolares es otra forma de negación de la individualidad y de las posibilidades de construcción colectiva y transformación de los estudiantes, bajo la pretensión de aceptación y apropiación pasiva de significados construidos por otros.

Los márgenes de libertad en la construcción y uso de los espacios en las instituciones de educación formal nos hablan de su ideología, evidenciando su opción formativa no explícita. La configuración espacial refleja, así como tantos otros elementos, las concepciones políticas y pedagógicas tras el currículum oficial de la escuela.

Estos procesos de control espacial se ubican en el terreno de lo que algunos autores han denominado currículum oculto, entendido, H. Giroux, como “el conjunto de normas, valores y creencias no afirmadas explícitamente que se transmiten a los estudiantes a través de la estructura significativa subyacente tanto del contenido formal como de las relaciones de la vida escolar y del aula”.

Comprendemos, entonces, el currículo oculto como todo aquello, no explícito, que se aprende y se enseña en la escuela y que se transforma en el vehículo que permite la transmisión de los significados sociales atribuidos al espacio con el fin de producir y reproducir la cultura.

Otro autor, José Gimeno Sacristán refuerza esta idea al plantear que “la ordenación del espacio en la escuela es uno de los factores que determina el grado de participación y dominio de los propios alumnos sobre el proceso de trabajo y los modos de convivencia”. Si analizamos esta afirmación veremos que existen razones fundamentadas –desde la lógica del poder- para limitar las prácticas espaciales, toda vez que ellas tienen directa relación con la participación activa de los estudiantes en los procesos sociales y de aprendizaje.

Visto de este modo, pareciera ser que la experiencia espacial en la escuela está inevitablemente condenada a servir como vía de reproducción de las desigualdades sociales. Sin embargo, el objeto de estudio de la Geografía -el espacio- también ha de considerarse como una alternativa de emancipación, tal como lo postula la corriente crítica.

La comprensión del espacio como una construcción social configurada a través de experiencias compartidas, nos permite rescatar la importancia de los procesos relacionales y resignificar la escuela como un espacio de múltiples y diversos aprendizajes, de liberación y de transformación social, legitimando así el carácter holístico de la educación.

Cada vez más, los profesionales ligados a la Educación –especialmente los pedagogos- nos vemos enfrentados al desafío de abrir márgenes crecientes de libertad y creatividad, con el fin de favorecer la autonomía y participación democrática de los estudiantes, posibilitando su máximo desarrollo en todos los ámbitos que nos constituyen como seres humanos. En este sentido, los profesores deberíamos dar espacio a nuestras preocupaciones por el espacio, pasando de una mirada ingenua de éste a una mirada interrogadora y crítica sobre las condiciones materiales de la relación pedagógica, en general, y sobre las necesidades educativas espaciales que tengamos, en particular. Esta preocupación es aún una novedad.
a) Santos M. (1996). Metamorfosis del espacio habitado. Barcelona: Oikos- Tau.
b) Harvey D. (1998). La Condición de la Postmodernidad: investigación sobre los orígenes del cambio cultural. Buenos Aires: Amorrortu.
c) Giroux. H. (1990). Los profesores como intelectuales. Hacia una pedagogía crítica del aprendizaje. Barcelona: Paidós.
d) Gimeno S. y Pérez G. (2002). Comprender y transformar la enseñanza. Madrid: Morata.

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