3 de noviembre de 2010

Breve denuncia de la existencia de políticas públicas absurdas (O sobre la inconveniencia de formar profesores que no saben Pedagogía).




Domingo Bazán Campos

Las políticas públicas actuales, pese a ser gestadas por un Estado menguado y a diario cuestionado, parecen ser el mejor ejemplo de ejercicio racional moderno preocupado del bien común en nuestra sociedad. Por eso, dudar existencialmente de ellas resulta, a lo menos, un ejercicio desusado o malintencionado. Sin embargo, más allá de idealizar al Estado como representante moderno de la razón humana, en articulación con la sociedad civil, es necesario mostrar que hay muchas políticas públicas que son sencillamente absurdas, parcialmente racionales y de una efectividad a priori reducida, pues, se diseñan sobre la base de argumentos y fundamentaciones desconocidas o cerradas hegemónicamente al diálogo con otros puntos de vista. El asunto de la formación de profesores, su identidad y la calidad de ellos, en cuanto a la pregunta sobre cuál es la materia prima de un buen profesor, resulta ser un buen ejemplo.

Supongamos, en principio, que estamos interesados en comprender el proceso de apropiación de una profesión en términos de caracterizar y analizar cómo se van incorporando o asimilando las teorías y herramientas de una profesión por parte de una persona que decide estudiar formalmente esa profesión. Un hecho clave aquí es aceptar que, aunque hay elementos comunes a todo proceso de formación en una profesión moderna (tales como la relación eficiente entre teoría y práctica, la nivelación de competencias básicas o la introducción de prácticas educativas innovadoras de tono constructivista, dialogales o informatizadas), lo que define la construcción de la identidad profesional es fundamentalmente un proceso complejo y particular para cada profesión, según la historia de esa profesión pero también de la valoración social que tenga o de los problemas culturales y políticos que ha vivido para legitimarse en el marco de la comunidad universitaria y científica dominante.

Este último es un dato de la mayor relevancia. En efecto, cuando la profesión acumula a su haber distintos factores de status del paradigma de la modernidad, como la capacidad investigativa, el prestigio social o la capacidad de autorregularse ética y políticamente, por ejemplo, estamos frente a una profesión connotada y sin cuestionamientos sobre su legitimidad social. Este puede ser el caso de carreras como Medicina, Ingeniería o Derecho. Por el contrario, si la profesión tiene dificultades para marcar logros en estos criterios, las cosas no andan muy bien para esa profesión, quedando restringida a valoraciones parciales o contradictorias por parte de la sociedad. En este grupo se ubicarían, al parecer, las Pedagogías, Trabajo Social y Periodismo, carreras tratadas con relativa indiferencia por parte de las estructuras de poder y de gestión del conocimiento científico. Como sea que ocurra, postulamos que estudiar y asimilar adecuadamente el ethos cultural y disciplinario de una profesión depende de cuan potente o débil sea la constitución y validación social de esa profesión; siendo éste, tanto un problema epistemológico como social.

Agreguemos que esta diferenciación en la formación entre profesiones se materializa y expresa a través de distintas variables, tales como la selectividad y calidad de los estudiantes que ingresan, la calidad de los académicos que participan del proceso formativo, los niveles de exigencia en la formación, los niveles de empleabilidad de los egresados y titulados, el peso de la formación epistemológica e investigativa, la productividad de la comunidad universitaria (extensión, investigación y publicaciones), el volumen de recursos económicos disponibles, entre otras.

La Pedagogía, como algunos sabemos, es la profesión y la disciplina esencial de los educadores. Ella posee, lamentablemente, una especificidad marcada fuertemente por el bajo status epistemológico que ha demostrado históricamente y por un reconocimiento social fingidamente alto, pero marginalizado y subvalorado en el grueso de las políticas públicas de las sociedades de matriz capitalista. Esto significa que, tanto por la propia evolución de la Pedagogía como ciencia o saber más o menos sistemático sobre la educación, como por las necias y recurrentemente miopes decisiones de la cultura y la política dominante, la profesión pedagógica representa un caso excepcionalmente complejo y contradictorio en lo referido al proceso de apropiación y asimilación de las teorías y herramientas que definen esta profesión. Por eso, quizás, la pretensión reduccionista de que cualquier experto en algún saber puede enseñar bien o que la calidad de la formación de profesores depende más del dominio de una ciencia que de fundamentos de pedagogía o de didáctica. En estos dos casos, lo pedagógico como continente y contenido para formar un buen profesional de la educación, esto es, un pedagogo, es irrelevante o se resuelve lamentablemente con acepciones positivistas de la pedagogía (usualmente desde un interés técnico e instrumental).

Entonces, si la pregunta es cómo formamos un pedagogo desde lo pedagógico, estamos diciendo, en los hechos, que no es necesario formarlo desde lo pedagógico sino desde cualquier otro saber aparentemente de mejor calidad o status epistemológico. Recordemos que la historia de la educación ha dado muchas evidencias de los hipertrofiados y asimétricos nexos entre pedagogía y psicología, renunciando así a la centralidad de lo pedagógico que no es otra cosa que hacerse cargo del tema de la enseñanza y del sentido ético-político del acto de educar en y para una sociedad que exige transformación. No imagino qué diría la comunidad de médicos, por ejemplo, si les aplicásemos a su gremio un razonamiento parecido (esto es, formarlos en cualquier saber o ciencia que no sea el de la propia medicina). Razonamiento anti-pedagógico que es formulado usualmente, hay que aclararlo, desde afuera de la comunidad educativa auténtica, me refiero a otros profesionales que copan –pocas veces con generosidad y lucidez, por cierto- las iniciativas y las dependencias de los ministerios de educación. Con todo, esta fórmula extra-pedagógica es tan sospechosa como conservadora desde un punto de vista ideológico y emancipatorio.

Una de las consecuencias de estas opciones y/o condiciones epistémico-sociales de la formación de profesores es la incapacidad y contradicción detectada para hacer y promover innovaciones pedagógicas que resulten efectivamente pedagógicas; dicho en otros términos, innovaciones que resulten profundas o transformadoras con vistas a formar efectivamente un profesor de calidad. Estamos, entonces, en el marco de la función del Estado y de las universidades, en un cierto “círculo epistemológico perverso” en la formación de profesores puesto que, por un lado, los queremos como “mejores profesores”, más eficientes y productivos pero, por otro lado, no estamos dispuestos –desde las concepciones científicas y sociales vigentes- ni a valorarlos como profesionales de la socialización ni a permitirles que se sostengan gremialmente desde su propia identidad profesional de naturaleza social, política y, sobre todo, pedagógica.

Después de esto, nos sorprendemos y escandalizamos cuando nos cuesta tanto convocar a estudiar Pedagogía a los mejores egresados de secundaria; cuando los egresados de Pedagogía resultan mal evaluados en pruebas cognitivistas de corte neo-conductista que miden sus supuestos “saberes profesionales”; cuando la principal medida de la calidad pedagógica de una Facultad de Educación es tener sus carreras acreditadas por más de cuatro años o cuando los docentes en ejercicio son evaluados con modelos restrictivos de la profesión docente. Es más, nos cuesta comprender cómo es que, pese a que la pedagogía es la única profesión en el mundo estudiada por personas que ya tienen una base previa de 12 años de conocimiento de la realidad laboral propia (la escuela), generamos titulados que parece que no conocen cómo cambiar esa realidad, sino que la perpetúan y reproducen en sus defectos. Un estudiante de Derecho no ha estado 12 años preso, uno de Medicina no ha estado 12 años enfermo u hospitalizado, pero uno de Pedagogía sí ha estado 12 años en la escuela (aunque Foucault diría que, en la escuela, estas tres cosas ocurren simultáneamente). Sin embargo, este estudiante de Pedagogía, una vez titulado, hace acríticamente lo que sabe que hacían sus propios profesores cuando él estaba en primaria.

En otros términos, ¿qué le estamos entregando al estudiante de Pedagogía que no es capaz de innovar en sus propias prácticas ni de romper la inercia y los bloqueos de esa escuela que lo acoge? ¿Qué está definiendo la actual política pública en materia de formación de profesores, más allá de los esfuerzos exo-reguladores de la acreditación de programas que obsesionan con el asunto del perfil de egreso? Saber más Química o más Matemáticas no resuelve esta demanda de cambio y transformación, tampoco el dominio de unas cuantas lecciones de Psicología Evolutiva o del Aprendizaje. Pareciera, entonces, que les falta aquello que la Pedagogía debiera ofrecer como la principal materia prima de su formación: sentidos para hacer lo que hace; razones para educar; argumentos sociales, éticos y políticos para discernir lo que es bueno o malo; orientaciones para diseñar un proceso de cambio efectivo, dialogado, participativo y reflexionado en su aula, en su escuela, en el entorno.

Es cierto que en una política pública debe primar un determinado criterio de universalidad y de focalización, de modo de aplicar soluciones generales a problemas particulares y específicos, pero esta lógica ha demostrado ser indolente y superficial frente a la propia realidad social (omitiendo la cultura escolar, por ejemplo); máxime, si hemos invisibilizado desde el Estado el papel de la reflexión pedagógica (y de todo aquello “no estrictamente científico”) en la formación de los profesores. Este es un absurdo intolerable.