17 de julio de 2011

Apreciaciones metacognitivas derivadas de una visita al Museo Interactivo Mirador



Domingo Bazán Campos

(Este artículo representa una suerte de homenaje a los autores de la idea y materialización de este Museo chileno. Publicado en Bazán, D. (2008). El Oficio del Pedagogo. Rosario: Homosapiens)

1. La metacognición como desafío formativo...

Cuando me ha correspondido enseñar algunos rudimentos de Epistemología a mis alumnos de carreras pedagógicas, apelo comúnmente al argumento que señala a la especie humana como la única capaz de conocer y analizar sus propios procesos de conocimiento. Esta facultad ontológica constituye una suerte de metaconocimiento que ubica al hombre y la mujer en la necesidad permanente de interrogarse sobre qué entiende por conocimiento y sobre cuáles son los fundamentos que le dan legitimidad y validez.

Al producirse este metaconocimiento, que es el ejercicio básico de la actividad intelectual superior, el sujeto pone en juego una serie de operaciones, actividades y funciones cognoscitivas mediante un conjunto interiorizado de mecanismos intelectuales que le permiten recabar, producir y evaluar información, a la vez que hacen posible que dicho sujeto pueda conocer, controlar y autorregular su propio funcionamiento intelectual. Esta aspiración de lograr un funcionamiento intelectual autorregulado por parte de los sujetos en formación constituye lo que hoy en día se denomina metacognición[1].

Estamos así frente a uno de los constructos sociales y pedagógicos más atractivos del último tiempo. La metacognición ha contribuido fuertemente a resignificar el sentido de la educación, propiciando nuevos y más pertinentes modos de trabajo pedagógico al interior de la escuela[2]. Recordemos que un objetivo relevante de toda educación moderna consiste en desarrollar la capacidad de pensar de modo crítico y reflexivo, implicando esta opción el diseño de situaciones educativas que tienden intencionalmente a generar procesos de comprensión y de cuestionamiento en los estudiantes. Es decir, la metacognición implica observar la experiencia y los hechos en función de totalidades mayores, contextos, rebasando su singularidad y proyectándolos hacia el pasado, el futuro, y en todas las direcciones del presente. Se trata de procesos mentales en los cuales es preciso formular juicios de manera fundada, razonar coherentemente, pensar críticamente, elaborar argumentos consistentes y actuar con creatividad. Todo lo cual plantea como obligatorio un tipo de educación en donde un aspecto sustantivo de la práctica docente esté caracterizado por el intercambio, la reflexión y el diálogo[3].

De acuerdo a lo anterior, el tema de la metacognición es hoy un tema clave para el desarrollo de la educación y el cumplimiento de las funciones sociales del pedagogo. Según lo dicho hasta ahora, ninguno de nosotros podría sentirse desvinculado de la metacognición, dada su relevancia y su potencial de desarrollo en el mundo moderno. Empero, como sucede muchas veces, el constructo de la metacognición lo estamos recién conociendo, apenas comenzamos a reconocerlo en nuestra cotidianeidad y pareciera que su existencia en el ámbito profesional debe quedar relegada sólo al trabajo investigativo de punta o a determinadas dimensiones del saber más docto. Por otro lado, los intentos de fomento de la metacognición en estudiantes de pedagogía dejan más frustración que sensación de éxito[4].

En otras palabras, la metacognición nos complica la vida, nos “quema las manos”. Por ello, en lo que sigue, deseo compartir una experiencia personal de metacognición, una experiencia simple pero significativa: provocada por mi primera visita a uno de los espacios educativos más innovadores que se ha abierto en Chile: el Museo Interactivo Mirador (MIM).

2. Una experiencia metacognitiva simple...

Sabemos que hay cosas que nunca se olvidan. Muchos de nosotros fácilmente recordamos los distintos paseos de fin de semana organizados con mucho esfuerzo por nuestros padres, en la gloriosa década de los sesenta. Se plasmaron en nuestra memoria infantil el Museo de Historia Natural ubicado en la Quinta Normal (y ese enorme esqueleto de ballena que recibía y atemorizaba a muchos niños); el Cerro Santa Lucía con sus infinitas y agotadoras escalerillas; el Jardín Zoológico y sus distintos animales (¿cómo olvidar el oso polar o el arrugado y siempre triste elefante?); el viaje en trencito de trocha corta del Cajón del Maipo o el Museo de Historia que se ubicaba a un costado de la actual Biblioteca Nacional (donde estaba la carroza de Casimiro Marcó del Pont, aquella que astutamente abrió el primer espía o agente secreto de la nación: Manuel Rodríguez).

Son recuerdos poderosos, no cabe duda. Todo lo que se conocía resultaba fascinante a nuestros ojos y se constituía en materia de conversación para el resto de la semana (o del mes). Nada se comparaba con estas actividades: ni las pocas revistas que podíamos tener (el maravilloso “Mampato”), ni los pesados libros de ciencias de la época ni la incipiente televisión. Era incomparable la magia que despertaba salir de la casa, estar con los padres y conocer “en vivo y en directo” una añosa momia o algún molusco cefalópodo gigante. Por aquellos años, el Internet y los multimedia ni siquiera eran mencionados en los libros de Julio Verne.

El museo fue con toda seguridad, hasta la década de los setenta y parte de los ochenta, un escenario educativo que no tuvo competidores en el imaginario infantil. Operaba sobre la base del conocimiento experto inalcanzable para cualquier ciudadano, conocimiento que el Estado benefactor debía poner al alcance de las personas. Si se quería un museo moderno ello implicaba transmitir el saber acumulado: fotos, mapas, vitrinas con espadas, documentos históricos, fósiles, restos arqueológicos, todo lo que testimoniase el avance histórico del país y de la humanidad.

Sin embargo, esta noción de museo empezó a perder interés y potencia educativa. Con los años, se llegó a pensar que ningún museo tendría todo el saber acumulado (¿de qué tamaño ha de ser un museo chileno para contar todas las historias de este país?). Sobrevino la crisis del conocimiento, la que declaman los posmodernos, abriendo la interrogante sobre el valor de transmitir conocimientos independientemente de la capacidad de elaboración constructiva de las personas (los primeros museos, de hecho, pueden ser catalogados de conductistas: estimulan y refuerzan, sin mayor protagonismo del público). A lo anterior se agrega el fenómeno de la informatización y globalización del conocimiento, es decir, volúmenes enormes de conocimiento complejo que circulan por el mundo virtual de Internet y en enciclopedias multimediales. Todo este saber está cada vez más disponible para los niños, llegando a ser en muchos casos bastante más certero y atractivo que la información que puede aportar un profesor de aula o una visita a un museo.

¿Cómo competir con este escenario? Probablemente, tal como se ha venido planteando en distintos sectores: innovando en las prácticas formativas, implementando concepciones constructivistas del saber[5], generando espacios de aprendizaje definidos por el juego y la participación, focalizando la enseñanza en las actitudes y los procedimientos para pensar más que en los contenidos del saber, etc. No se trata, con todo, de una tarea fácil. El Museo Interactivo Mirador (MIM) de Santiago de Chile apuesta a esta renovación interactiva de los aprendizajes al interior de un museo.

3. El MIM y sus aspiraciones innovadoras…

El MIM pretende ser un proyecto único en el país y pionero en el cono sur. Está concebido, desde sus orígenes, como un espacio de interacción entre el visitante y cada una de las más de 300 exhibiciones del lugar. Esto no es una exageración: se trata de un museo entretenido, grato, bien pensado…pero agotador. Demanda que el público piense, conecte, toque, se mueva, salte, patee, se moje, se ría, mire, escuche, haga fuerza, interprete, compita, valore, elija, discrimine y, sobre todo, que aumente notoriamente la probabilidad de aprender algo de los actuales saberes histórico-científicos. Esta sensación de agotamiento es, de hecho, una oportunidad inevitable de desarrollo para los niños.

El MIM pertenece a la fundación cultural Tiempos Nuevos que preside la señora del Presidente de la República. Funciona en una gran instalación diseñada para aprender y jugar, ubicada en la comuna de La Granja, dentro del Parque Brasil.

Al estar en presencia de su imponente edificio e innovadora construcción ya comienza a vivirse una experiencia distinta. Una vez adentro, la lluvia de colores y su contorsionada arquitectura interna -que fusiona cemento, madera y metales en forma cálida y armónica- entregan al visitante un despertar de los sentidos para estar atento a todos los estímulos presentes. Las más de trescientas exhibiciones del MIM involucran en forma independiente -y en conjunto- percepciones táctiles, auditivas, visuales, olfativas y cognoscitivas en las cuales el individuo se ve inmerso, propiciando así un rol activo del público. Se quiebra aquí la lógica lineal y pasiva de los museos tradicionales, pues se ha pensado que cada exhibición entrelace una experiencia perceptiva y de adaptación cultural a través de la cual se introduce la ciencia en forma lúdica y dinámica.


4. Los nuevos aprendizajes del MIM…

Para los responsables pedagógicos del MIM, el museo surge por la necesidad de contar en nuestro país con un lugar en el cual se expongan diferentes campos del conocimiento: ciencia, arte, relaciones humanas, historia, plástica, música, en fin, casi todos los campos del conocimiento humano. En el MIM el aprendizaje se produce mediante la manipulación directa y personal del público, acercándose de manera lúdica al conocimiento de los distintos fenómenos naturales y culturales y teniendo como objetivo principal difundir el conocimiento de las ciencias, artes, la naturaleza y la tecnología. Esta es, en rigor, una verdadera innovación…recordemos que la frase más recurrente de los museos tradicionales es “NO TOCAR”.

Una idea básica aquí es la necesidad pedagógica de despertar la curiosidad en el visitante, de captar su atención, motivándolo a experimentar personalmente –y en grupo- diferentes aspectos del conocimiento. En este sentido, cada actividad es una verdadera propuesta o desafío problematizador que invita a dedicar varios minutos a ella (en rigor, no basta visitarlo una tarde entera pues así no es posible terminar de recorrer todo el museo). Son ejemplos de este motivador ambiente una suerte de “máquina-cine” que permite visualizar y discriminar instrumentos musicales, la posibilidad de hacer burbujas gigantes (cubriendo totalmente a un compañero de visita), la invitación a recorrer una fábrica de sombreros o los distintos experimentos físicos a medio terminar: una palanca gigante, juegos de imanes y metales, la silla que gira para hacernos comprender que operan fuerzas de todo tipo sobre nosotros, la bola con electricidad, etc.

En cierto sentido, el MIM continúa la experiencia pedagógica del Museo Tecnológico de la Quinta Normal, pero denota más profundidad y más ambición. La propuesta del MIM constituye una versión adaptada de museos internacionales a nuestra propia cultura, de hecho, al momento de partir, sólo un tercio de las exhibiciones eran importadas y dos tercios se fabricaron en el taller que posee el propio museo. El museo consta de un área llamada “ciudadela” destinada a niños de 3 a 8 años y diseñada para satisfacer las necesidades de este ciclo evolutivo. El resto del museo está dirigido a niños y niñas 9 a 100 años, por lo que es necesario dejar en la entrada los modelos mentales conductistas que hemos atesorado por años e integrarnos activamente en la experiencia lúdica de aprendizaje de la que seremos parte por algunas horas. Se trata, en suma, de un espacio innovador que ofrece todas las condiciones de seguridad para que niños y adultos puedan realizar aprendizajes significativos, contando además con una tienda y cómodas dependencias de cafetería y guardarropía.

Esta experiencia debiera constituirse para los niños en sus futuros recuerdos, los más nostálgicos, esos que tienen que ver con ¿qué recuerdo de mi infancia?, ¿qué aprendí y no olvidé nunca? Los mismos que para nosotros representan, según la educación que nos tocó vivir por allá por los sesenta y los setenta, los ruidosos monos del Zoológico o la momia del Cerro el Plomo…“Ah, todo tiempo pasado fue mejor…”.

5. Un pequeño cierre más o menos metacognitivo...

La experiencia reflexiva mostrada en los párrafos precedentes permite aventurar algunos comentarios finales:

1.      La metacognición, querámoslo o no, está ahí. Es una exigencia y un desafío formativo que no podemos eludir. La calidad de la educación actual se basa, entre otros criterios, en la capacidad de generar sujetos críticos y creativos. Ello sólo es posible a partir de unos mínimos de metacognición en la población escolar.

2.        La metacognición no aparece asociada sólo a la dimensión científica y racional del pensamiento humano –como lo sostiene sutilmente una cierta una mirada positivista de las cosas-, sino que empieza a tener cuerpo a partir de una comprensión más hermenéutica y transformadora del mundo, bajo el alero de una racionalidad comunicativa (donde lo razonable y lo intersubjetivo -como la experiencia del MIM- nos pone en el complejo escenario  de la moral y los valores). Como ya sospechamos, hay una metacognición instrumental y adaptativa que no cambia mayormente las cosas: nosotros le creemos más a una metacognición emancipadora[6].

3.      La metacognición está ligada a concepciones constructivistas del conocimiento, tal como la que subyace en el Museo Interactivo Mirador. Es en el constructivismo donde el cuerpo, el juego y la curiosidad encuentran su mayor fundamento para provocar aprendizajes de calidad en las personas.  La metacognición aquí es prácticamente una consecuencia natural. Por ello, no es extraño que los visitantes del MIM se retiren con una cierta desazón: ¿Y si la escuela fuera así de entretenida?[7].


[1] La literatura sobre metacognición es cada vez más especializada y numerosa. Un texto que presenta una suerte de “estado del arte” en metacognición es el de Monereo, C. (Coord.) (1999). Enseñar y Aprender. Estrategias. Barcelona: Editorial Praxis.

[2] Podemos reconocer incluso que estamos frente a un nuevo modo de decir y de hacer en Educación, lo que -desde un punto de vista epistemológico- constituye una renovación importante de nuestras concepciones pedagógicas. De hecho, se hace necesario, como dicen algunos autores, de un nuevo “léxico epistemológico para la enseñanza”. Cfr. Fourez, G. et. al. (1997). Saber sobre nuestros Saberes. Un Léxico Epistemológico para la Enseñanza. Buenos Aires: Colihue. 

[3] Esto implica dar centralidad al pensamiento en los procesos de formación inicial docente. Cfr. Otero, E. et. al. (2002).  “Desarrollo del Pensamiento y Formación de Profesores”. Perspectiva, Nº 16, UCEN.

[4] Así lo han vivenciado  quienes han colaborado en proyectos de formación inicial docente que han propiciado el uso de Bitácoras o Portafolios. Véase, por ejemplo, a Ruz, J. (Editor) (1998). Una Nueva Estrategia para la Formación de Profesores. Santiago: Universidad Educares.

[5] Sobre el enfoque constructivista, se sigue de cerca lo planteado en López, A. (2002). “Constructivismo Pedagógico: Un Tema Retrovanguardista”. Paulo Freire. Revista de Pedagogía Crítica, Nº 1, UAHC.

[6] Esto se refiere a la posibilidad de liberar nuestra mente de todos aquellos mitos o creencias que hemos adquirido en una sociedad fuertemente opresora e intolerante. El carácter dialogal y emancipador de lo pedagógico ha sido expuesto en Bazán, D. y Livacic, C. (2002). “Palabra y Educación: De Cómo el Silencio es Mala Educación”. Revista de Educación Básica. Nº 1, UCEN.

[7] Exigirle a la escuela que sea “entretenida” es una crítica, después de todo, algo generosa. Según Howard Gardner, la escuela no ha sido capaz de producir estudiantes que posean una comprensión auténtica de las principales disciplinas y áreas de conocimiento que forman parte del currículo escolar. Esta “comprensión auténtica” incluye, entre otros factores, un fuerte componente de metacognición. Cfr. Gardner, H. (1996). La Mente no Escolarizada. Cómo Piensan los Niños y Cómo Deberían Enseñar las Escuelas. Barcelona: Paidós.

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