Juan Queijo
Profesor Universitario
Universidad de la República, Uruguay
La docencia en
todos sus niveles está intensamente institucionalizada y una institución, en cuanto
tal, contextualiza el discurso que allí se produce y los comportamientos de las
personas que la integran. Confiere significaciones específicas al conocimiento
(conocimiento académico) y a muchos modos de proceder de sus personajes
que, fuera de ella, cobran otro aspecto. Exponer un tema en el aula ante los
demás no es lo mismo que discutirlo con un grupo de compañeros. Estudiar un
tema para examinarse no es lo mismo que recopilar información sobre éste. De
manera obvia podría extenderse esta consideración a la resolución de problemas:
los planteados en el ámbito escolar no tienen el mismo significado que los que
hay que resolver en un proyecto de ingeniería. El ámbito institucional escolar
ha creado una cultura que confiere un sentido específico a todo lo que pase
allí dentro.
Husén (1988)
recomienda que al considerar los problemas educativos –y los
requerimientos de la enseñanza universitaria- se aborden desde la estrecha
perspectiva del aula en lugar de hacerlo desde una perspectiva social amplia. Hay
que alzar el vuelo por encima de una visión de la educación escolar
excesivamente obsesionada por el aula, por la persona del maestro o profesor y
por los procedimientos (yo le sumo los vínculos/ las relaciones) pedagógicos
que emplean para cumplir con sus funciones docentes y educativas.
La pesantez
institucional queda patente cuando asigna roles, establece normas, sanciona
jerarquías, organiza el tiempo, juega sobre la oposición del saber/ ignorar,
incluso cuando se abre a las formas de participación por parte de la comunidad
universitaria. Pero la institución ejerce también un control mucho más sutil
sobre lo que constituye un cuerpo de conocimientos. La universidad establece
así un canon de conocimiento. El problema no radica en que haya una instancia
que trace la línea entre conocimiento legítimo y conocimiento espurio; esta
categoría debe existir. Uno de los grandes logros de la tradición universitaria
es haber creado una arquitectura disciplinar. Lo preocupante es que la
universidad asuma su función de “separar el grano de la paja” con prepotencia
cuando gran parte de la labor discriminatoria está animada por la
estrechez de una visión disciplinar o por los intereses más o menos confesables
de un gremio de expertos.
La universidad ha
sido y es objeto de certeros análisis por sociólogos, historiadores,
economistas, psicólogos y pedagogos. Hay numerosos estudios de su historia, su
legislación y su organización; se proclaman objetivos, sus funciones o su
misión; se discute su influencia en el ámbito económico nacional; se analizan
sus currículos y las formas de reclutamiento del profesorado y, periódicamente,
las autoridades ministeriales se lanzan a la mejora de unos y otros con
resultados más que discutibles. Llama la atención que, lamentablemente, apenas
existan análisis que enfoquen la universidad y su antesala (educación
secundaria), como institución que posee una cultura sui generis y multisecular por añadidura.
Esa cultura se
plasma en la organización del espacio y del tiempo, en las normas por las que
se rigen las relaciones entre profesores y alumnos, en los modelos de actuación
de los profesores, en los signos de prestigio académico, en la escala de
valores que afecta a las carreras, etc. Todo esto, no es algo extrínseco al
cultivo y la transmisión del conocimiento, sino que lo impregna dándole
carácter académico.
Es sumamente
importante caer en la cuenta de que los niños son modelados para adaptarse a la
cultura escolar y asumen como la cosa más natural del mundo que en la
institución escolar hay que comportarse como hay que comportarse, así como lo
que allí se asimila pertenece a un ámbito más próximo a la realidad. Hannah
Arendt interpreta la educación como la transmisión de una herencia entre las
generaciones. Esta herencia no es sólo el conocimiento sino también los modos,
culturalmente decantados, que actualizan su transmisión. Sin ir más lejos, la
clase magistral.
Una reflexión sobre
éste, y otros temas relacionados, es sumamente necesaria, más en un tiempo
donde la sociedad le exige a la universidad conocimiento relevante y
sustantivo, y aportes nuevos o innovatorios para atender sus necesidades,
intereses o problemas. Estas cuestiones no atañen a sus currículos cuanto a las
que afectan a los profesores y alumnos en relación inmediata: ante todo a su
mentalidad y, consecuentemente, a su modo de comportarse recíprocamente.
Si no hay un cambio en los modos de pensar, en la relación profesor-alumno, de
atribuir/ asumir responsabilidades, de posicionarse frente al saber, toda
iniciativa de transformación y mejora no pasará del nivel de las buenas
intenciones.
¿Qué cuestiones de
fondo deberían perfilarse como básicas en esta coyuntura?
1) Transferir la gestión de los
estudios y el aprendizaje a los propios estudiantes. Reestructurar y desarrollar
los currículos con el objetivo de crear vías de aprendizaje, incluyendo los
aprendizajes a lo largo de toda la vida, flexibles y centrados en el alumno.
2)
Renovar la metodología y enfoque
de la enseñanza, desplazando el énfasis hacia el aprendizaje y la perspectiva
de los estudiantes.
¿Pero no son
justamente los aprendizajes la labor personal e intransferible de los
estudiantes? Parece que no. Según se desprende de varios documentos, el trabajo
hoy en día recae en los profesores, por lo que se ve, se trata de que éste sea
asumido por los alumnos. Aquí está el quid
de la cuestión: los profesores trabajan preparando e impartiendo sus cursos y
esto está bastante planificado (curriculum y programación de los cursos). En
contrapartida, el trabajo de los estudiantes, salvo asistir a clase, han de
organizárselo ellos. Pero en lo que compete a aprender (comprender, asimilar,
memorizar, solventar dudas, etc.) eso ha sido y siempre será algo que compete
al estudiante. Lo que plantean los estrategas de la educación es otra manera de
entender, por parte de los profesores y estudiantes, la modalidad de trabajo y
la responsabilidad que han de asumir éstos últimos.
En términos
psicosociales lo que cambia es la relación que los profesores ya estudiantes
establecen en torno a la tarea de adquirir conocimientos. Implica un cambio de
hábito en los estudiantes: hasta ahora su trabajo se concentraba en los
exámenes, ahora deberá distribuirse visiblemente porque va a ser objeto de
observación, análisis y evaluación en diversas instancias y modalidades
(enseñanzas teóricas y prácticas, biblioteca, tutorías, trabajos puntuales,
etc.). No implica un recorte de trabajo en los profesores; todo lo contrario,
deberán planificar con mayor finura sus clases y orientaciones al efecto de que
los alumnos protagonicen parte del trabajo que antes realizaban ellos, deberán
dedicarles más atención personal para discutir y evaluar sus logros, y seguirán
obligados a examinar y calificar. Simultáneamente, habrán de cambiar las
relaciones y representaciones que tienen los alumnos del papel de los
profesores y recíprocamente: de magíster a orientador y acompañante en los
aprendizajes, de sujetos pasivos y conformistas a participantes activos y
responsables. Y, por ese fascinante juego de espejos que lleva a los profesores
a verse como los demás los ven, cambiará la imagen que profesores y estudiantes
tienen de su persona y roles.
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