30 de noviembre de 2012

Una defensa plebeya de los valores




Rodrigo Larraín
Sociólogo
Universidad Central

Toda época de cambios sociales -y la nuestra lo es ya que todos vamos, cual más cual menos, tras la deseada modernidad- significa que las prácticas de comportamiento habituales se modifican y deben ser reemplazadas necesariamente por otras; todo cambio, además, significa algún nivel de angustia y una buena dosis de inseguridad.

Cómo hallar seguridad y cómo escoger los comportamientos adecuados nuevos que permitan, por una parte, afrontar las situaciones emergentes y, al mismo tiempo, mantener lo que uno ha sido hasta ahora. En otras palabras, cómo combinar cambio y continuidad. Cuanto intentamos resolver estas interrogantes emerge el tema de los valores, es decir, de la búsqueda de razones para el comportamiento (cuando todo es estable y rutinario nadie se pregunta por qué se actúa de un cierto modo y no de otro).

Si nos remontamos a los orígenes del gran trastorno social que significó el surgimiento de la modernidad, podemos encontrar tres posibles respuestas típicas: dos se quedan en el pasado y una se constituye en la vorágine del cambio.


La primera figura típica es la del P. Giovanni Boccaccio, el autor del "Decamerón". Se trata de una opción que se acomoda a los tiempos advinientes (en este caso el Renacimiento). Es Boccaccio expresión temprana de una alegre secularización irreverente, pletórica de libertad que se expresa en sensualidad erótica, en libertad que une a los estamentos sociales por el deseo. El sexo, el amor y el humor son las armas para derrotar al "viejo orden" medieval. Frente a la solemnidad grave de la época que sucumbía, la alegría, el gozo sensual, la diversión, como en Antonio Vivaldi, religioso también, y en el resto de los barrocos: Corelli, Frescobaldi o Locatelli, Boccaccio, quien es diplomático, amigo de Petrarca y del Papa, no efectúa una reflexión valórica que le dé continuidad a su posición personal con la tradición inmediatamente anterior. Su forma de actuar no fue poco popular, al revés, se encumbró hasta las alturas de los papados de Alejandro VI y Julio II, por ejemplo.  Su obra mereció observaciones en el sentido de que sus "héroes" eran mercaderes y no los personajes de siempre; nadie reparó en lo picaresco de la historias del "Decamerón".

Savonarola es la segunda figura ilustrativa. Se trata de un monje que clausura, en nombre de una concepción cruel del Dios de la vida, la manera de vivenciar la fe como en Boccacio. Se trata, en buena medida, de una posición reaccionaria que presenta como el ideal correcto de salvación a la penitencia; pero, en el fondo, evidencia un miedo rudimentario ante las transformaciones sociales. Es una exageración extremada de la vida medieval, la que se caracteriza por una excesiva dureza: hambrunas, pestes, guerras entre barones menores y condottieri, en resumen, una era de pánico y angustia aunque sin los recreos que significaban los carnavales, las peregrinaciones y todas las manifestaciones de paganismo bucólico agazapadas tras la religión oficial. Girolamo Savonarola animará la quema de obras de artes profanas y de todo lo que huela a profanidad en Florencia, ciudad donde dirigía una teocracia.

Calvino, en el campo reformado no queda a la zaga. Aunque el maestro de Ginebra no sólo era un moralista sino también fue un defensor de la libertad, que organizó un gobierno místico en la ciudad suiza. Al conservar lo peor del sustrato de Agustín de Hipona terminará anunciando un anti-evangelio de la perdición y la condena. El reformador suizo tenía que ser un fundamentalista en su fe, tanto en las creencias como en la praxis de ésta, así como en la exigencia a sus súbditos. La razón: debía demostrar que los reformados eran más cristianos que los que hasta ese momento eran considerados cristianos: los católicos.


La tercera respuesta típica es la del burgués. Esta clase va a elaborar, a partir de los cambios estructurales una nueva moral con base en la Biblia, es una ruptura con la tradición ética. Desde Lutero y Calvino el creyente deberá tomar su destino mundano y sobrenatural en sus propias manos. La ética protestante significará libertad individual, salvación por el esfuerzo personal y una base común de igualdad al inicio (todos somos hijos de Dios) y de premios posteriores (Dios premia al creyente bueno y fiel), todo esto en un contexto de secularización política o democracia, donde no hay verdades ni religiones oficiales. El burgués es una síntesis y, a la vez, una creación de la nueva situación de cambio. Creó una ética: la protestante que, más tarde, una vez terminado el recreo renacentista, será prácticamente absorbido por el Concilio de Trento.

Si bien los marxistas satanizaron el vocablo "burgués" al equipararlo con el capitalista primitivo (cosa que Marx no hizo, pues, distingue períodos en la evolución del capitalismo), lo cierto es que el burgués constituyó la clase media, el mundo del trabajo urbano, la cuña entre los siervos de la gleba y los señores feudales y, obviamente, no todos se enriquecieron. Burguesa es la pareja del célebre cuadro de Jan van Eyck, "El Matrimonio Arnolfini" (o la pintura "American Gothic" de Grant Wood) y cuyo aspecto dista mucho de ser un par de "bucaneros urbanos".

No se trata de hacer una apología del burgués, sino presentarlo como una síntesis social y, sobre todo, valórica, que se construyó en una época de cambios morales. La burguesía será la clase encargada de la realización de ese "orden social construido" que reemplazará a ese otro orden que se tenía por eterno, inmutable y otorgado por Dios, el "orden revelado". Este nuevo orden construido, democrático, capitalista y racional, deroga los viejos valores en cuanto orientaciones que ya no sirven puesto que fueron producto de su época (y resultado, a su vez, de otra síntesis luego de la caída del Imperio romano). Por eso es que lo "natural" cambia con la burguesía.


En términos prácticos, da lo mismo que exista o no algo que pueda denominarse "valores naturales", puesto que nadie vive filosóficamente sino de un modo práctico. Entonces, argumentar que los valores son naturales porque se teme decir que son revelados, es una impostura, es negar su fundamento religioso que tiene todo valor. Avergonzarse de decir en qué creemos y evitar decir derechamente que el fundamento de nuestros valores es la religión, es una cobardía y una falta de fe. Toda la historia del cristianismo valora la condición de testigo fiel y desprecia un "cientificismo"; por lo demás, cuando pretensiones científicas sobre la naturaleza han contaminado la fe, los resultados han sido catastróficos para ésta (recuérdese el caso Galileo). Dirimir cuestiones religiosas en la arena de "lo natural" o de la neutralidad racional es, en verdad, puro "respeto humano", el cual no puede ser enmascarado de consecuencia religiosa, es más bien lo contrario, falta de argumentos y, a veces, pura prepotencia.

Lo que falta en la sociedad chilena es una "nueva burguesía", una nueva clase media portadora de valores. Las capas medias son el coagulante de la sociedad en términos valóricos ya que unen valores y estilos de vida de sectores bajos y sectores altos, además son capas más mestizas, incorporan más extranjeros y a grupos en ascenso (también a los que van cuesta abajo), por lo que son tremendamente fluidas. Cuando se adelgazan las capas medias en una sociedad, es decir, cuando se hacen muy altas las distancias entre los grupos que tienen acceso al consumo con aquellos que tienen menos, obviamente también se adelgaza la cultura y los valores. Eso ha pasado en Chile, las capas medias están en extinción.


La nueva élite no es burguesa, pero tampoco tiene ninguna relación con la aristocracia tradicional. Y no debe llamar a confusión el que la élite tenga dentro de sí restos oligárquicos, tal vez por eso deteste tanto al  plebeyismo y no quiera ser burguesía. Los advenedizos, entonces, exageran conductas y opiniones que suponen tuvieron las "damas y caballeros de antes"; así creen que dan prueba de una "pureza de ideas que les viene desde siempre", así purgan su condición de recién llegados y se congracian  con los restos tradicionales que aún existen dentro de la élite. Por eso, el "doble standard" moral: virtudes públicas y vicios privados. Por ello, esos arrebatos de moralismo fundamentalista, esa exageración al modo de Savonarola o Calvino. No soportan a los nuevos Boccaccios por no ser, según su apreciación, verdaderos nobles, probos y puros. La razón es otra, van camino de la decadencia sólo los estratos altos, los verdaderos aristócratas, los arribistas primero deben llegar.


Por otra parte, como se sabe, la sociedad civil está constituida por los espacios de poder que construimos colectivamente, como comunidades, sean estas profesionales, de sensibilidad, religiosas, de gente que tiene ideas compartidas o que se siente libre de vivir y experimentar. Además, la modernidad es secular, lo que implica que somos nosotros los llamados a diseñar la sociedad civil. Quizás si no haya espacio siquiera para actores sociales preconstituidos o para ser unos fundamentalistas; nadie va a resolvernos el libreto de la vida -no lo resuelven las iglesias, ni los partidos ni tampoco lo resuelve la escuela-. Y así volvemos al principio: el desafío es saber/valorar quiénes construirán un mundo en orden consensuado para poder vivir mejor sin caer ni en el indiferentismo ni el dogmatismo cuando intentamos elaborar un proyecto común para una sociedad que se hace cada vez más diversa.


Todavía no ha emergido en el país ese actor colectivo, la nueva síntesis de valores potentes, como en su época lo fue la burguesía. Falta ese actor plebeyo, emergente, resultado y protagonista de su época.  Sobra el snobismo, esa expresión extemporánea de una clase que se fue y cuyos continuadores son personas con éxito económico, generalmente muy diferentes de los sujetos de la clase anterior, provenientes de otras culturas, con otros orígenes, con otras concepciones políticas, las que a veces llegan a ser completamente opuestas a las tradicionales. Por ello, la tensión en su seno: un  sector proclive a recuperar los valores de la filosofía libertaria y otro, orientado a conservar una situación que siente la favorece aunque ello le signifique subordinación.

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