2 de junio de 2011

El fin de las políticas públicas en Educación



Blanca Astorga

En estos últimos meses la contingencia educativa asoma clara, sintetizada y locuaz: estamos hablando de una nueva y verdadera reforma educativa anunciada por el gobierno de turno. Pareciera, en consecuencia, que los medios de comunicación han venido con la buena nueva que la gran mayoría de los chilenos esperaba. Por ello, no debe resultar asombroso constatar que las actuales indicaciones que realiza el aparato estatal, en función de las “mejoras” en Educación, logran ser aplaudidas y relevadas por amplios sectores del país. “Por fin alguien se hace cargo de cuestiones graves, las cuales hay que atacar sin mayor análisis, sin temor”, son las expresiones que más se oyen en estos días.

Frente a esto, resulta, a lo menos, curioso que un gobierno de derecha venga a resolver el tan hondo problema de la educación, el cual, por cierto, no resolvió la Concertación mientras mantuvo el poder para llegar a hacerlo. Alguno de nosotros podría preguntarse por la motivación que tiene el gobierno de turno frente a esto y, por ende, interrogar y necesariamente sospechar de ellas. Quienes en este momento guardamos el derecho legítimo a la duda, debemos sentirnos liberados de la credulidad complaciente y miope que, en definitiva, ha puesto las cosas en este punto.

Podemos mencionar, de partida, un número importante de demandas “educativas” que históricamente se le han endosado a los gobiernos, políticos y parlamentarios de turno: el creciente número de conflictos al interior de las escuelas, las bajas remuneraciones de los profesores, las paupérrimas condiciones de infraestructuras en muchos de los establecimientos municipalizados, el puntaje SIMCE, la siempre enorme brecha en lo que aprenden los hijos de familias pertenecientes a distintas clases sociales, entre otras. En resumen, hablamos de una serie de circunstancias y problemáticas conocidas trivialmente como síntomas o expresión de la “mala calidad” de la educación.

Al respecto quiero señalar que tengo la certeza, un tanto soberbia, de creer que la gran mayoría de quienes se ubican en cargos estratégicos para cambiar y reformar la educación no establecen una definición complejizadora de calidad (en – de – para) la Educación. Tal parece que las ideas más sensatas y certeras sobre calidad se encuentran lejos de nuestras fronteras nacionales (y mentales) y hemos dejado que los indicadores de calidad se establezcan a priori y arbitrariamente en/desde organismos internacionales que, frecuentemente, piden “rendición de cuentas” a los países como el nuestro.

Por otro lado, me parece que considerar en qué medida las demandas han sido o no cumplidas, no resulta ser el tema de fondo. La real preocupación de los sectores más críticos debiera radicar en las orientaciones y lineamientos que sostienen tales soluciones, tales herramientas de mejoramiento. O sea, cuestionar la lógica que se instala como argumento y fundamento de ellas. Las cuales, claramente, emanan desde dispositivos que objetivan e instrumentalizan la acción ministerial y de la política pública; reduciendo todo ello a reparos simples y maquillados, en los cuales, por cierto, no cabe una segunda lectura mayormente reposada y reflexionada del impacto o de la fuerza que tales soluciones involucran.

Por tanto, se puede argumentar que las actuales modificaciones en educación o las nuevas determinaciones de políticas públicas en la educación chilena –el boom actual de reforma educativa de la Alianza- surgen a raíz de un entramado mayor que tiene un recorrido conocido, que abarca desde los procesos “occidentalizantes” de la globalización, pasando por los esfuerzos livianos de cambio de la Concertación, hasta las acciones puntuales y deslavadas que ofrece el actual Estado chileno, como remedio, como analgésico con vista a enfrentar las problemáticas que enfrenta la escuela en los tiempos de hoy.

En definitiva, las políticas públicas se constituyen en instrumentos de respuesta cercenada, a-crítica y “a-criterial” de todo tipo de necesidades no reconocidas con anterioridad y, por aquel motivo, resulta inexcusable realizar un análisis de ellas, de las circunstancias en las cuales se originan, de los productos que pretende lograr, del impacto de ellas en la conformación de la infancia y la juventud, de la representación normativa que ella genera en la opinión pública y, por cierto, del impacto en la población de electores. O sea, la puesta en marcha de nuevas modificaciones en educación, opera desde una lógica periférica y centrípeta a la gente, a las escuelas, al corazón pedagógico de la educación, apostando por dar cumplimiento casi asistencial a las demandas y necesidades expuestas.

Antes lo ha sido el SIMCE, hoy lo es la violencia escolar. Antes era la capacitación de los profesores, hoy es el manido bullying. Todos son elementos que tensionan y desafían constantemente a quienes creemos en lo transformador de la formación humana, en lo relevante y privilegiado de la labor pedagógica. Empero, hoy, tales tópicos son asumidos como simple slogan, como indicador light de buena o mala evaluación pública. Con ello no se repara, no se profundiza, no se piensa… mucho menos se aporta a la calidad de la educación.

Lamentablemente, como ha señalado la pedagogía crítica, la tensión explícita que evidencia el sistema educativo surge producto de la pugna de racionalidades que se haya a la base de cualquier acción escolar. Lo razonable sería avanzar desde la valoración de las apuestas locales y sus particulares y pertinentes modo de implementación, en vez de resolver superficialmente aquellas cuestiones, evidenciando sólo los fines objetivistas y productivistas que persigue la actual política pública en la educación.

En este sentido, si una política pública es una orientación que emana del Estado para la sociedad civil y los actores que confluyen en el mercado, con el propósito de aportar herramientas y sentidos para el mejoramiento de la educación y de la calidad de vida de las personas, entonces, estamos asistiendo, como diría Fukuyama, al fin de las políticas públicas en educación… es decir, a la existencia de políticas laxas, soft, superficiales, destinadas a priori al fracaso… porque es y seguirá siendo un fracaso no abordar los temas de fondo en la educación, incluyendo, además, el estilo de trabajo efectista de hacer parafernalia educativa sobre temas pedagógicos mayores.

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