24 de junio de 2011

¿Es posible que una universidad privada sea auténticamente sin fines de lucro?


(Leve adaptación de la columna de opinión aparecida el 15 de Junio de 2011, en www.academia.cl)

Domingo Bazán Campos
U. Academia de Humanismo Cristiano

¿Qué implica o debiera implicar ese acápite de la ley que define a las universidades chilenas como  instituciones “sin fines de lucro”?

El diccionario nos ofrece dos acepciones de lucro[1]. En primer lugar dice que es Ganancia, beneficio o provecho que se consigue en un asunto o negocio”. Y enseguida distingue: Ganancia es la utilidad o interés que se adquiere por el trato, el comercio o por otra cosa; y lucro significa el provecho o utilidad que se saca de la misma cosa (...) La ganancia es siempre lícita y arreglada a las leyes mercantiles, el lucro siempre es excesivo; de aquí es que la ganancia siempre tiene un carácter generoso, al paso que lucro señala especulaciones usureras”.

Y claro, si se inyecta recursos económicos en un proyecto es esperable que éste genere dividendos o al menos la posibilidad de recuperar lo invertido. En tal caso habrá ganancias.

Que un proyecto arroje ganancias no tendría porqué provocar reparos, al revés, desde un punto de vista económico y sistémico, es lo deseable. Y desde la perspectiva ética llamaría a un discernimiento mayor plantear un proyecto educativo o social “con fines de pérdida”, sobre todo si esos dineros son escasos o si derivan de las arcas públicas.

Como suele suceder, cuando intentamos crear una separación entre modos de operar, o dos prácticas diversas, apelamos a palabras distintas, con significantes diferentes. Si no son sinónimos, y no queremos que lo sean, más parecen antónimos. En este caso, queremos señalar que la ganancia es una cosa y el lucro es otra cosa. Con el primer término (ganancia) nos quedamos relativamente en paz, pues no puede haber un proyecto que desee a priori “despilfarrar” recursos. Entonces le damos al segundo concepto (lucro) toda la connotación de lo no correcto, satanizándolo como sinónimo de lo ilícito, lo especulativo, lo inmoral.

Lamentablemente, esta distinción  no ayuda a esclarecer lo que está detrás de un proyecto educativo en cuanto al manejo eficiente de recursos y de los marcos éticos y legales que lo definen. ¿Qué puede entonces hacer la diferencia entre un sentido y otro? ¿O es que, efectivamente, todo ejercicio de gestión que implique alguna ganancia es indeseable?

Lo que parece relevante es determinar cuál es la racionalidad de una práctica de gestión en el mundo de la educación, ya sea que lo llamemos ganancia o lucro: ¿cuál es el interés político y ético que define un proyecto educativo?

Si la idea de base –si no la única- es la rentabilidad y la productividad en función de los capitales aportados, eso debiera explicitarse y llevaría a la existencia transparente de instituciones educativas con fines de lucro que se tranzan en el mercado y operan a través de inmobiliarias. Lo relevante aquí es que estas instituciones deben dar cuenta de cómo aseguran calidad de la educación bajo esta finalidad educativa, es decir, haciéndose cargo también de formar ciudadanos críticos, democráticos, autónomos y alegres.

Si, al contrario, la idea de base es de orden valórico, de formación integral o de educación crítica y plural de los jóvenes más desfavorecidos de la sociedad, entonces, la existencia de ganancias debe entenderse como una condición favorable para la sustentabilidad de un proyecto educativo libertario escaso en el escenario nacional. Se trata, de todos modos, de un proyecto eficiente y transparente en el manejo de los escasos recursos económicos disponibles, en servicio de una apuesta educativa. Estos proyectos educativos no sólo deben ser valóricamente deseables, sino también mínimamente eficientes (eso incluye que haya ganancias que se (re)utilizan para afianzar los logros pedagógicos que lo definen).

Ese es, de hecho, uno de los mayores desafíos de una universidad como la nuestra, una institución privada que no recibe dinero del Estado, que vive estrictamente de sus ingresos de matrícula, se esfuerza por ofrecer becas a los estudiantes, selecciona a sus docentes, promueve trabajos de investigación y publicaciones, incentiva la participación de la comunidad universitaria, e incrementa los sueldos de sus funcionarios por encima del IPC, pero paralelamente –con su propia espada de Damocles- debe mostrar equilibrios financieros razonables y no arriesgar -desde un punto de vista de sus inversiones- el patrimonio ni el futuro institucional.

Esta distinción ética, política y pedagógica es extraordinariamente necesaria para evitar que algunas instituciones educativas tengamos que definirnos como una Universidad “auténticamente sin fines de lucro”, siendo urgente distinguirse de aquellas instituciones privadas que efectivamente lucran. Prevalece, en consecuencia, la necesidad mayor de contar a nivel de país con universidades que se hagan cargo de la profundización y promoción de una comprensión crítica y democratizadora de la educación y la sociedad.

En definitiva, el problema no es sólo si se lucra o no, sino que no hemos sido capaces como sociedad de crear, en democracia, un marco regulatorio que transparente quién es quién, exigiendo a cada institución un proyecto educativo universitario que explicite su propósito fundamental, señalando cuán cerca o cuán lejos se ubica de una ferretería o de una bomba de bencina. Desde un punto de vista técnico, sólo así podremos valorar públicamente qué institución universitaria ha pasado aquel límite de platas –más ético que monetario- que transforma una ganancia legítima en lucro. La Academia de Humanismo Cristiano, en este exacto sentido, tiene las manos y el corazón limpios.



[1] Cfr. Diccionario Manual de la Lengua Española Vox. © 2007, Larousse Editorial, S.L (on line).

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