Estamos tratando de construir un proyecto educativo diferente, un proyecto crecientemente alegre y emancipador. Un proyecto donde nos ha tocado hacer la invitación a participar, pero que sólo se completa con la presencia de cada uno de nuestros amigos, vecinos, profesores, estudiantes y apoderados.
Construir este proyecto no es fácil, pero nos anima la imagen inagotable y profundamente generosa de Paulo Freire. No es fácil, lo sabemos, pero nos alegra y compromete profundamente el apoyo, el empeño y la confianza de nuestros profesores; sin ellos, este proyecto educativo estaría en el fondo de un gris cajón.
Acercarnos al ideario freiriano no es nada de fácil, vivir la coherencia pedagógica es extremadamente difícil, pero nos alienta la carita iluminada de los niños y niñas que rien y crecen en nuestras aulas, en los patios oblicuos de nuestro colegio. Sabemos que recién comenzamos, pero nos estimula día a día la fe y el entusiasmo de los adultos que no han renunciado a seguir educándose.
A todos ustedes queremos decirles que no deseamos parar, no vamos a parar. Después de un año de trabajo, esta historia de construcción educativa recién comienza y se va fortaleciendo en la medida que se va tiñendo del sol transformador del Elqui. Y se va fortaleciendo en la medida que todas las mañanas nos encontramos cara a cara con ese brillo de esperanza que brota de cada persona y cada familia que ha confiado en nosotros. No podemos parar, no queremos parar, sólo queremos mejorar.
A todos ustedes, muchísimas gracias...
Colegio Paulo Freire del Elqui
Mayo de 2008
Un proyecto educativo humanista, crítico y emancipador para el Valle del Elqui...
20 de mayo de 2008
Muchos sueños, un único proyecto...
¿Por qué la Integración en la Escuela?
1. Hemos aprendido que sin educación no llegamos a alcanzar o desarrollar lo mejor de cada uno de nosotros.
2. Hemos comprendido que la educación nos incorpora a la sociedad, pero también que la educación nos puede marginar de ella.
3. Hemos valorado que la mejor forma de vida es la democracia, donde todos somos sujetos de deberes y derechos.
4. Hemos asimilado la idea de que la escuela es un espacio privilegiado para educar(nos); un espacio que, con todo, debemos mejorar ostensiblemente.
5. Hemos imaginado que la escuela encierra un tesoro: el de poder aprender a saber, aprender a ser, aprender a pensar, aprender a estar juntos.
6. Hemos comprendido que la escuela tiene el deber ético y político de acoger a todos aquellos que somos iguales o distintos.
7. Hemos aprendido que efectivamente somos diferentes y que la diversidad lejos de ser una enfermedad es una experiencia legítima y enriquecedora.
8. Hemos ido entendiendo que la educación puede y debe enseñarnos a ser legítimamente diferentes.
9. Hemos argumentado que la integración es posible y necesaria, siempre que sea hecha con amor, seriedad y compromiso. Siempre que sea tan incluyente como liberadora y transformadora.
10. En suma, hemos afianzado la convicción racional y razonable de que la integración -la posibilidad de vivirla en nuestras escuelas- es el mejor indicador de que los pueblos son auténticamente democráticos y que poseen una educación de calidad.
[1] Profesor de la Carrera de Pedagogía en Educación Diferencial de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano. Mayo de 2008.
18 de abril de 2008
El pensamiento de Paulo Freire...
“No se puede trabajar sin ejercitar una permanente lectura crítica del mundo. Uno de los equívocos de algunos académicos, lamentablemente parece que son la mayoría, es que leen mucho los textos, pero no su contexto. No hay textos sin contextos, puede haber pensamientos sin lenguaje, pero no lenguaje sin pensamiento. El que no puede hablar puede pensar, lo que no es posible es hablar sin pensar y no es posible hablar y pensar sin una referencia al contexto histórico, social, político, donde estamos”.
Integración cultural en América Latina: las posibilidades de una utopía
Domingo Bazán, Cristina Julio y Vilma Navarro
"¡Ay! Utopía, dulce como el pan nuestro de cada día".
J.M. Serrat.
Estamos frente a una utopía, sin duda, nacida en un medio cargado de ideales y de luchas de emancipación colonial. Recordemos que el ideario de Bolívar surge en un contexto histórico propio de comienzos del siglo XIX, lleno de búsqueda de libertades y de esfuerzos independistas. Así, en los albores de la modernidad, la integración es aceptada como un camino de consolidación de la unidad de los pueblos emancipantes.
En este plano, integrarse es percibido como una necesidad en la medida que implica una respuesta de alternativa a los poderes ambiciosos de las naciones esclavizantes. Es lo que en teoría política se denomina un equilibrio de poder (Morgenthan, pp.210‑4) y lo que Bolívar denuncia como un equilibrio del universo hacia la preponderancia de Europa.
A los 30 años de edad, entonces, Bolívar está planteando una consigna desesclavizante en lo político y una alternativa de independencia y de crecimiento económico frente a los centros de poder. Se reconoce un enemigo común: lo europeo y, en especial, el poderío ibérico, en un contexto ideológico estructurado fuertemente por los ideales de la Revolución Francesa (igualdad, fraternidad y libertad) y del Iluminismo.
Pocos discuten hoy la capacidad intelectual del prócer y los alcances de su posición. Es sabido que estudió en Europa y que leyó a los clásicos de su época: J.J.Rousseau, Montesquieu, Voltaire, Cervantes o Plutarco. Sin embargo, no se queda en ese racionalismo sino que incorpora una profunda referencia valórica acuñada en las tierras de América. Sus contactos con Andrés Bello fueron, en este sentido, claramente determinantes.
En su aspecto medular, el ideario bolivariano tiene, por lo tanto, una gran receptividad y disfruta de plena vigencia, ya sea en lo económico o en su rechazo etnocentrista a la dependencia de Europa (USA, diríamos hoy).
Pero, ¿a qué apunta básicamente la idea de integración?. Ya con Bolívar o con sus seguidores, el tema de la integración implica una concepción filosófica que privilegia "la asociación, una marcha hacia el reencuentro con un destino histórico señalado por los siglos, y que los acontecimientos habían desviado de su ruta o sacado de su cauce" (Herrera, p.210). La integración es vista como un proceso que de suyo producirá alivio para muchos de nuestros problemas ‑en especial, lo económico‑ y que lleva implícito la conquista continental de bienestar. Es una utopía en cuanto constituye un imperativo axiológico basado en una cierta identidad histórico‑cultural de los pueblos latinoamericanos. Sus logros han sido precarios, parcialmente exitosos a partir de la década de los 50. Los obstáculos a enfrentar han sido muchos y persisten (Atkins, pp.35‑66). Felipe Herrera, estudioso del tema, los insinúa claramente cuando sostiene: "(...) porque las fuerzas negativas de la geografía, la pobreza, el caudillismo, la estrecha dependencia colonial precedente y el aislamiento en que ella nos mantuvo entre nosotros, impidieron que el ideal de los Libertadores se hiciera realidad , y que la independencia política fuera a la vez el nacimiento y la consolidación de una gran asociación de pueblos, porque ‑al revés que en otras jóvenes nacionalidades de otros escenarios‑ las fuerzas de la dispersión pudieron más que las de la cohesión" (Herrera, p.228).
Así como se ha planteado, la integración como categoría axiológica, estamos frente a un concepto vinculado en su génesis a la noción de solidaridad ‑siempre en un plano valórico‑ que sugiere la necesidad de una plena aceptación y reconocimiento del otro. Se trata de una afirmación que nos lleva a preguntarnos: ¿qué viabilidad tiene una integración así conceptualizada?. Si contestamos a partir de Bolívar y su tiempo: quizás mucha (incluso hoy, si fueramos poetas, pedagogos o quijotes, en general). De hecho, hizo posible la liberación del Perú y de Chile, entre otras naciones. Pero hoy, con la llegada cada vez más impactante de la modernidad: poca, al parecer. Sucede entonces que una integración definida en línea bolivariana obvia el dato histórico de un mundo absolutamente diferente al que le tocó vivir al prócer.
En efecto, la modernidad ‑llegada exógenamente‑ ha impactado de tal manera que exige una redefinición del desarrollo y del sentido de la vida social. La modernidad impone desafíos y la integración no es la excepción. Si pensamos en los cambios que acarrea la modernidad existe acuerdo, entre diversos pensadores, en que ella ha condicionado nuestra vivencia y el sentido de la solidaridad y de la integración. Conlleva un doble proceso: individuación/división del trabajo social y diferenciación social (esto es así en Weber, Parsons, DurKheim o Luhmann). Aunque el tema es complejo (Wormald, p.61‑5), baste con señalar algunos aspectos que atentan contra la noción axiológica de la integración:
a) La interacción social se privatiza y se centra en el mercado y el contrato social;
b) las creencias y sentimientos se concentran en el individuo, más que en la colectividad;
c) los espacios de intercambio se fundan en la simple interdependencia funcional (connotación instrumental);
d) lo privado, involucra los valores y lo público, una coordinación funcional de roles.
Una rápida revisión de la trayectoria de la integración muestra un camino plagado de avances y de retrocesos, pero siempre a partir de la estructura del mercado (Barbosa, pp.7‑18). Esto está reforzando, además, la necesidad de reformular el concepto de integración. Estamos frente a una integración definida por lo valórico‑axiológico y, por ende, muy difícil de sostener sin una reflexión diferente a lo meramente económico. Empero, si la utopía ha de sobrevivir, debe repensarse. Debe reconceptualizarse como un proyecto dependiente de múltiples factores. Uno de ellos es su articulación con lo cultural.
Identidad Cultural e Integración Cultural (la unidad versus uniformidad)...
El tema de la identidad cultural no es nuevo, sin embargo, continúa siendo un desafío para quienes se preocupan por el fenómeno de la integración. Por esto, muchas pueden ser las formas de definir la identidad cultural y de vincularla con la utopía bolivariana.
Se puede decir de ella que es una variable útil para la mirada sociológica del tema de la integración y que, además, la identidad cultural orienta los pensamientos, actitudes y conductas de los seres humanos (Dahse, pp. 9‑22). Hablar de identidad cultural implica hablar de significaciones y valoraciones comunes, toda una cosmovisión de base.
Las identidades se van formando en procesos complejos y prolongados, bañados de diferenciación y creación. Si comparamos Europa con América, vemos que éste último no se desarrolló como un todo indiferenciado: "Las semillas se plantaron en Europa; los frutos se llevaron a América. Dos madres europeas dieron vida a dos retoños dispares. Las diferencias y antagonismos viven con nosotros hasta el día de hoy" (Lipp, p.110). En otras palabras, la identidad de América, la Latina en particular, constituye una imagen de si diferente de otros continentes y diferente de América del Norte, ofreciendo una representación propia y dinámica que continúa en evolución.
Paralelamente, se trata de una dinámica bastante dependiente de los centros de poder, centros a los cuales se opta por imitar y admirar. Toda esta complejidad sugiere una identidad multifacética para el continente latinoamericano, ingrediente indispensable de la identidad cultural. El asunto, en definitiva, inclina la balanza a aceptar que nuestro continente tiene un contenido cultural diversificado, no uniforme. Y no sólo al comparar "entre‑naciones", sino también al explorar en el campo de lo "intra‑nacional".
Una perspectiva interesante, y en la línea que venimos desarrollando, la plantea García‑Canclini. Para este autor, la identidad sería ante todo tener un país, una ciudad o un barrio donde todo lo compartido por los habitantes se vuelva idéntico e intercambiable. Es en esos territorios donde la identidad se pone en escena: los objetos, las fiestas, los rituales cotidianos, las costumbres, los símbolos. Todo confluye para afirmar que no se es distinto.
Si aceptamos que las guerras de la independencia constituyen la memoria de lo perdido y de lo conquistado, es aceptable conservar los signos que las evocan: los museos, los monumentos. Estos son los santuarios de la identidad. Allí se acumula el sentido de vivir juntos, en lo ceremonial y simbólico. Esta perspectiva facilita ver el "patrimonio" como un lugar de complicidad cultural, diferenciado por los ritos y las conmemoraciones. Al decir de García‑Canclini, tales son las formas de naturalizar las barreras de la inclusión y la exclusión, recibiéndose la cultura como algo "natural", incorporado al ser (Una especie de herencia que no se puede traicionar; v.g.: la imagen de O'Higgins).
Visto así, el patrimonio histórico tiene diferentes y contradictorios usos. Por un lado, está disponible a todos pero es apropiado por algunos grupos (existe una capacidad desigual de relacionarse con el patrimonio). Y sirve, por otro lado, para unificar a cada nación aunque al interior se oculten luchas materiales entre etnias y clases sociales. Esto lleva al a sugerir el rasgo de inacabado de los patrimonios y la necesidad de reformularlos en la base del conflicto que oculta.
En suma, el aporte de García‑Canclini permite evidenciar una América Latina híbrida y diversificada, ella no posee una identidad cultural única ni monolítica. Factores geográficos, étnicos y conflictos sociopolíticos la han marcado. Estamos ante un continente que combina, sin mayores asombros, estilos premodernos con habitats típicamente modernizados, en menos de un kilómetro cuadrado de ciudad (v.g.: el recorrido de Av. Américo Vespucio, en Santiago).
Así las cosas, ¿quién puede proclamarse un auténtico latinoamericano?. Al parecer, nadie. ¿Vivimos todos los de este continente marcados de igual manera por el subdesarrollo, la marginalidad, el autoritarismo o la desesperanza aprendida?. Es claro que no.
Vivimos en un continente cuya identidad cultural común ‑la raíz que nos sugiere Bolívar‑ no es real. Al contrario, lo "nuestro" es lo diverso, lo "propio" es la heterogeneidad y lo "heredado" es la variabilidad. Como sostiene inequívocamente Fernando Moreno: "América Latina es un mosaico que comprende elementos de prácticamente cada período de la historia. Cada etapa de la historia de la civilización se encuentra aquí: tribus aborígenes, grupos viviendo en condiciones similares a las que debieron existir antes de la llegada de los conquistadores españoles, poblaciones feudales viviendo en grandes dominios agrícolas y, finalmente, complejos urbanos ligados al proceso contemporáneo de industrialización. La variedad impresionante de este mosaico está ligada a disparidades extremas de nivel de vida, de salud, de educación y de cultura" (Moreno, pp.25‑6).
Estamos planteando que si la integración ha de sobrevivir, como proyecto utópico, debe darse a partir de un sustrato de heterogeneidad cultural, esto es, unidad en la diversidad.
La Integración Cultural : Un camino posible...
La integración buscada debe considerar ineludiblemente la integración cultural, entendida esta como "un proceso por el cual un conjunto de países, con algunos rasgos comunes, deciden llevar a cabo acciones que comportan un tratamiento discriminatorio y diferencial respecto de otros países" (Aninat del Solar, p.25). No se trata de una integración global o planetaria, sino de un esfuerzo intencionado que agrupe países con similares grados de compromiso histórico y regional.
La noción de integración cultural que estamos discutiendo no persigue la uniformidad cultural de los países del área, idea que resulta absurda por lo ya planteado, sino que exige reconocer la heterogeneidad física, social y étnica de los pueblos latinoamericanos. Es una integración cultural posible en la medida que se acepta la existencia de antagonismos políticos y económicos y que se reconoce una tradicional orientación hacia lo europeo y lo norteamericano (reconociendo incluso que existe en algunos sectores una visión escindida o negativa de las raíces indígenas y africanas) (Godoy, p.13).
Para lograr la soñada integración se debe superar el aislamiento cultural de los países del área, intensificando la comunicación y la cooperación entre ellos. La integración es un esfuerzo por intercomunicar las expresiones de las culturas de las naciones de la región. Va en la línea de lo que se denomina "cooperación horizontal", esto es, la cooperación factible entre los países no desarrollados ‑sin cortar vínculos con los desarrollados‑, fortaleciendo la capacidad colectiva y reduciendo la situación de dependencia (Lavados, p.60).
Pero, ¿qué objetivos persigue esta integración?. En principio, ella busca dar mayor éxito y viabilidad al sueño bolivariano aportando una mirada más realista como es la que ofrece una óptica sociocultural. Tiene objetivos mayores que los meramente políticos o económicos pero "también más difusos porque persigue la generalización de una conciencia común de origen y destino en todas las capas de la población, ampliando lo que hoy es sólo patrimonio de algunas élites cultivadas" (Godoy, p.13). Supone, en esta línea, un cierto optimismo en las posibilidades de integración latinoamericana.
Lo que se discute en la actualidad es una perspectiva que pugna con los reduccionismos de orden económico y político, armonizando el fenómeno de la integración con las nociones de desarrollo integral y de democracia cultural (Recondo,pp.36 y siguientes). Así entendida, la integración cultural se constituye en un programa que define los espacios de cada país como legítimos y soberanos, que no supone neutralización sino unidad en lo diferente.
Hablar de integración, en estos términos, es una posibilidad real a partir de aquello que marca una "sensibilidad común". Es respetar la evidencia de que América Latina es a la vez una y múltiple, reconociendo que en su ethos cultural se conjugan la unidad de lo diverso (donde la variedad de las culturas no anula la conciencia histórica de una identidad compartida) y la diversidad de la unidad (respeto por lo específico de cada ambiente sociocultural).
Esta perspectiva no es nueva, es intuida y aceptada como base de diferentes procesos de asociación. La misma actividad económica es más eficiente si existe una fuerte identidad regional que contribuya con el equilibrio de las asociaciones, haciendo poco probable los desajustes del poder o los apetitos de dominación/absorción de unos sobre otros. Aquí lo indispensable es aproximarse a una cultura regional, entendida "como el conjunto de valores, símbolos y prácticas sociales que unifica y separa simultáneamente a fin de producir la identidad" (Boisier, p.51).
La posibilidad de integración cultural depende , por lo visto, de esa "sensibilidad común", de una articulación eficiente de lo común : ¿cuáles son, entonces, esos factores comunes?. Sin agotar el espectro posible, podemos recordar algunos:
a) El realismo fantástico como género literario (ofrece una imagen de lo sorpresivo y lo ilógico, de compatibilización entre los opuestos);
b) Ritmos musicales provenientes de África (percusión, acompañamiento del trabajo, reiteración de las frases);
c) El muralismo (que vincula dos tradiciones: lo renacentista y lo maya‑azteca);
d) La teoría del deterioro de los términos de intercambio, la relación centro‑periferia y la teoría de la dependencia (que en su conjunto han enriquecido la teoría económica);
e) Los sistemas políticos populistas (sólo en este continente llegó a ser fórmula política‑gobernante, tanto con aspecto de derecha como de izquierda);
f) La teología de la Liberación (con dos corpus de reflexión teológica diferenciados: Medellín y el diagnóstico de raíz marxista).
La opción de futuro para América Latina se nos presenta como una necesidad creciente de ir redefiniendo la utopía bolivariana. Es también una exigencia la incorporación de la noción de integración cultural. Lo que queda es ser capaz de comprender el contenido sociocultural de nuestro continente ‑aquí la sociología tiene mucho que decir‑ y de aquilatar las diferencias que, como se ha sugerido, dominan a las semejanzas. Estamos, de todos modos, en el límite entre lo posible y lo utópico, en esa difusa línea que las Ciencias Sociales procuran aclarar: ¿qué hay de factible y qué de mito?.
Para los latinoamericanos existe una adversidad común que nos invita a un destino solidario y a enfrentar la oleada secularizante y privatizante que nos trajo una modernidad de "segunda clase". Creemos que nos queda todavía la posibilidad de "releer" el problema, aceptando que lo de Bolívar es una herramienta para alcanzar felicidad y libertad en nuestro continente y eso es un impulso de cambio al cual no hemos renunciado. Y como dice Serrat, que de posmoderno tiene poco, "sin utopía la vida sería un ensayo para la muerte".
Referencias
La Escuela como Espacialidad: sobre la necesidad de mirar críticamente las prácticas espaciales en el contexto escolar
y está en perfecta armonía con el habitante.
En viendo la primera, se puede juzgar del segundo;
y en conociendo a éste, no es difícil describir su vivienda.
Así, es evidente que, para hacerse cargo del edificio
que la Institución Libre de Enseñanza proyecta,
es preciso conocer a la vez a los que han de habitarlo”
“
1 de enero de 2008
Colegio Paulo Freire del Elqui
Sus responsables, Domingo Bazán y José Miguel Valenzuela, adhieren a la idea de que la calidad de la educación pasa por la posibilidad de formar integralmente a las nuevas generaciones, pero esencialmente cuando el énfasis del proceso educativo está puesto en el desafío de aportar a la transformación de las distintas prácticas sociales que oprimen el pensamiento libre y autónomo de los niños, los jóvenes y los adultos, con vistas a la construcción de una sociedad crecientemente alegre, comprensiva y democrática.
Colegio Paulo Freire: Vista al Valle del Elqui
Educación para la Emancipación
Un rápido vistazo a nuestra sociedad nos muestra un complejo escenario de cambios que seduce con su oferta luminosa de un futuro mejor. Tal sociedad ha sido descrita por algunos entusiastas como tecnologizada, globalizada, democrática y altamente mutable, una suerte de promesa de lugar y época feliz que emanaría de las nuevas posibilidades de creatividad y progreso que demuestren los distintos sectores de la humanidad. Sin embargo, acotan otros observadores escépticos, esta misma sociedad sufre las contradicciones de una modernidad inacabada, esto significa carecer de referentes éticos más o menos universales que integren participativamente a las personas o que doten de sentido a los cambios sociales y tecnológicos. Hoy nos cuesta saber qué es bueno o qué es malo y aprendemos tempranamente que un buen profesional debe saber sobre todo qué es rentable o cómo lograr mayor productividad en sus respectivos locus laborales. Esta es la crisis de sentido que algunos autores han descrito y que implica “adaptarse” a una sociedad desencantada -nihilista y posmoderna-, una sociedad con una estructura moral light. No sobrevivir a dicha contradicción, ni siquiera reconocerla, revela la condición oprimida de la humanidad del siglo XXI.
Frente a este panorama incierto, se ha insistido al interior de las denominadas Pedagogías Críticas en la necesidad de propiciar una Educación para la Emancipación (E.P.E.). La emancipación aparece aquí como una respuesta valórica que deja atrás el carácter ingenuo, opresor e irreflexivo de la escuela tradicional y sus docentes, dotándolos de un sentido fuertemente pedagógico y articulándose de buen modo con las distintas interpretaciones de la educación que resaltan y exigen un rol eminentemente formativo, transformador y liberador (como las propuestas de Paulo Freire o de Henry Giroux).
¿En qué sentido se puede hablar hoy de una E.P.E.?. En principio, hablar de E.P.E. supone el reconocimiento de que las actuales prácticas pedagógicas, así como la sociedad en que ocurren dichas prácticas, no pueden seguir como están y que es necesario un cambio. En el concepto de E.P.E hay una propuesta de cambio, esto es, una particular actitud de disconformidad con el orden actual que mueve a la acción transformadora. Por ello, situarse al margen de la E.P.E. supone, entre otras cosas, ignorar los diversos diagnósticos socioescolares realizados, aquellos que nos hablan de existencia de inequidad y autoritarismo, de insuficiente calidad de los aprendizajes, de desajuste entre la escuela y el entorno sociocultural, de proyectos educativos ausentes o, lo que es peor, carentes de sentido axiológico y desconectados de los grandes problemas sociales del mundo moderno. De acuerdo a lo sugerido, hay E.P.E. sencillamente porque hay esperanza de cambio y hay capacidad para detectar dónde cambiar. Siendo más audaces, se podría afirmar que hay E.P.E. porque aún tenemos utopías, es decir, aún imaginamos una educación y una sociedad más buena y más justa.
Pero, ¿en qué se fundamenta esta propuesta?. Sin pretender una descalificación de otras propuestas de cambio, se ha señalado que las propuestas educativas dependen de los diversos enfoques sobre lo que es el hombre. En este contexto, las ciencias empíricas (y cualquier conocimiento basado en la racionalidad técnica) no reemplazan a la reflexión filosófica en la tarea de dotar de sentido a la existencia humana. Dado que el proceso pedagógico es un acto netamente humano, construido socialmente y reforzado desde las teorías implícitas que hemos adquirido a lo largo de nuestra historia, la E.P.E. obliga a profesores y alumnos a comprender crítica y epistemológicamente la naturaleza humana y social del acto educativo, apreciando el aporte reflexivo de los grandes pensadores que han mostrado el modo en que la estructura social, política y económica, condiciona y limita el desarrollo del ser humano y su pensamiento. Esta es, de hecho, la diferencia entre quienes desean la E.P.E. y quienes sencillamente buscan el cambio por el cambio. Estos últimos se preguntan frente a cualquier reforma educacional: ¿cómo se hará la reforma?; mientras que los primeros agregarán: ¿para qué se hace esta reforma?, ¿qué tipo de hombre queremos formar?.
La propuesta de emancipación que se muestra arriba alude a una racionalidad más reflexiva y de búsqueda de sentido, absorbiendo la insatisfactoria racionalidad instrumental que caracteriza buena parte de los actuales procesos modernizadores. De este modo, presentada la E.P.E. como una propuesta de cambio con sentido axiológico, se reconoce en ella un conjunto de principios articuladores que la organizan y dan coherencia. Se trata, en suma, de una concepción de la educación que centraliza y revalora la persona del educador y del educando, el ambiente afectivo, reflexivo y comunitario del hecho pedagógico, su carácter contextodependiente, el valor formativo del conocimiento y la búsqueda de transformación social y educativa.
La emancipación es un tipo de pensamiento reflexivo, profundo y autocuestionador que implica un esfuerzo sostenido y fuerte de revisión del propio pensamiento y sus supuestos epistemológicos e históricos, yendo más allá de la aceptación de un conjunto de saberes y valoraciones universales e incuestionadas provenientes de la teoría previa o de la cultura dominante. Todo es potencialmente objeto de cuestionamiento pues todo es una construcción social generada por sujetos históricos, pertenecientes a una determinada estructura social, con valoraciones subjetivadas del mundo. Por ello, la legitimación de una saber pedagógico propio pasa a ser posible a través de procesos de pensamiento caracterizados nítidamente por el diálogo, la intersubjetividad, la convivencia democrática, la negociación de la realidad, la deconstrucción y reconstrucción de la realidad.
La emancipación es un fin pedagógico en cuanto despliega en los niños y jóvenes una capacidad de pensamiento autónomo que se hace cargo de las complejidades, conflictos y contradicciones de la experiencia educativa. La idea de cambio en este nivel de reflexividad está asociada a la lógica de la transformación social, a la idea de crisis de paradigmas, esto es, a la búsqueda participativa y deliberada de nuevos sentidos para la convivencia humana. Propósito que aspira, finalmente, a la dignificación de la persona humana, entendiendo, por lo tanto, que innovar equivale a liberar a las personas de sus ataduras, opresiones o estigmas. En este sentido, estas comprensiones alcanzan elevada vigilancia epistemológica, propiciando negociar valores o transformar las estructuras sociales que definen la acción educativa.
A partir de lo planteado interesa concluir que el valor de la propuesta de E.P.E. se relaciona con dos ideas básicas: sentido y fuerza. Primero, sentido para contar con una pedagogía coherente, con una visión integrada y reflexionada de la educación y de sus posibilidades de cambio. Los cambios en educación demandan una participación activa de los profesores y tal participación exige un fundamento teórico y conceptual suficientemente potente como para convencer, argumentar y orientar la acción transformadora de la realidad. Por otro lado, cuando se habla de fuerza se hace referencia a la insistencia y convicción que debe poseer la E.P.E. requerida y cada una de las actividades que allí se generen. Se trata, de hecho, de un planteamiento que se busca reiterar permanentemente en las tareas educativas y de formación que realiza un país, fortalecidos, sin duda, por la participación activa que hacen los propios profesores.