Universitat de Barcelona
El
maestro que quiero ser
“La distancia entre lo que somos y lo que no somos
nos sitúa en el camino de lo que deseamos ser” (Nuria Pérez de Lara)
No
puedo empezar mi intervención de otra manera que no sea mostrando mi
agradecimiento por la invitación, de la que me siento muy honrado. Y por eso
mismo, me siento también responsable. Es evidente que ustedes esperan de mí que
diga algo que valga la pena de ser escuchado. E imagino que, en principio
confían hasta el extremo de esperar un tiempo para que eso que pueda valer la
pena ser escuchado sea enunciado. Incluso, si algo de lo que digo les pareciera
chocante estarían dispuestos a no precipitar un juicio, confiando en encontrar
algo de sentido. Es porque gozo de su reconocimiento (o porque de él goza
quienes este acto han organizado y han tenido la amabilidad de invitarme) por
lo que tengo credibilidad y me conceden la confianza de este tiempo y de lo que
de él pueda surgir. Y es precisamente porque ustedes me autorizan a hablar, por
la autoridad que me reconocen y la confianza que me conceden, por lo que me
siento especialmente responsable: ni puedo malbaratar su confianza, ni debo
usar esta autoridad para convertir mi intervención en un acto superfluo, sin
decir mi propio pensar, sin exponer-me, sin arriesgarme a decir algo de verdad,
algo de mi verdad.
Para
mí, este momento se parece a lo que siento en el primer encuentro del curso con
mis alumnos, y cada día en cada clase, cuando algo profundo y vivo ha cuajado
en la relación entre ese grupo y yo (lo cual, debo reconocerlo, no ocurre
siempre). Permítanme que les lea unos párrafos de un texto de una deslumbrante
filósofa española, María Zambrano (1907-1991) que vivió su siglo y su país, con
todos los avatares y dolores, exilio incluido, que la historia le reservó, pero
que supo hacer de su vida y de su filosofía una búsqueda de la unidad entre el
pensar y el vivir, entre la razón y el corazón, la razón poética. Se trata de
un texto titulado La mediación del maestro, y que expresa con honda
precisión esta experiencia que les quiero comunicar: “La mediación del maestro
se muestra ya en el simple estar en el aula: ha de subir a la cátedra para
enseguida mirar desde ella, ha de subir a la cátedra para mirar desde ella
hacia abajo y ver las frentes de sus alumnos todas levantadas hacia él, para
recibir sus miradas desde sus rostros que son una interrogación, una pausa que
acusa el silencio de sus palabras en espera y en exigencia que suene la palabra
del maestro, ahora, “ya que te damos nuestra presencia –y para un joven su
presencia vale todo- danos tu palabra”. Y aun “tu palabra con tu presencia, la
palabra de tu presencia o tu presencia hecha palabra a ver si corresponde a
nuestro silencio –y el silencio es algo absoluto- y que tu gesto corresponda
igualmente a nuestra quietud –la quietud esforzada como la de un pájaro que se
detiene al borde de una ventana-”. Pues que todo ello siente el maestro al
recibir la mirada y al sentir la presencia del alumno (…) Y así el maestro,
bien inolvidable le resulta a quien ejerció ese ministerio, calla por un
momento antes de empezar la clase, un momento que puede ser terrible, en que es
pasivo, en que es él el que recibe en silencio y en quietud para aflorar con
humilde audacia, ofreciendo presencia y palabra (…) Podría medirse quizás la
autenticidad de un maestro por ese instante de silencio que precede a su
palabra, por ese tenerse presente, por esa presentación de su persona antes de
comenzar a darla en modo activo. Y aun por el imperceptible temblor que le
sacude. Sin ellos, el maestro no llega a serlo por grande que sea su ciencia.
Pues que ello anuncia (…) la entrega. Y todo depende de lo que sucede en ese
instante que abre la clase cada día. De que en ese enfrentarse de maestro y
alumno no se produzca la dimisión de ninguna de las partes. De que el maestro
no dimita arrastrado por el vértigo, ese vértigo que acontece cuando se está
solo, en un plano más alto del silencio del aula. Y de que no se defienda del
vértigo amparándose en la autoridad establecida. La dimisión arrastrará al
maestro a querer situarse en el mismo plano del discípulo, a la felicidad de
ser uno más de ellos, a protegerse refugiándose en una pseudo camaradería. Y la
reacción defensiva le conduce a dar por ya hecho lo que ha de hacerse. Pues que
una lección ha de darse en estado naciente. Se trata en la transmisión oral del
conocimiento de un doble despertar, de una confluencia del saber y del
no-saber-todavía. Y esto doblemente, pues que la pregunta del discípulo, esa
que lleva grabada en su frente, se ha de manifestar y hacerse clara a él mismo.
Pues que el alumno comienza a serlo cuando se le revela la pregunta que lleva
adentro agazapada. La pregunta que es al ser formulada el inicio del despertar
de la madurez, la expresión misma de la libertad.”
Si
les he leído este largo texto, con el que me identifico (con los oportunos
cambios en la escenificación en la que ella representa la relación educativa,
producto de su época y del nivel en el que ella vivió esa experiencia de
mediación, como profesora de Filosofía en la universidad) es, como les decía,
porque refleja también para mí el fondo de lo que trata este momento que ahora
estamos viviendo: Más allá de lo que supone la relación entre maestro y
alumnos, como conferenciante en este acto, a lo que aspiro es a despertar
aquellas preguntas que tenemos agazapadas, preguntas, al fin y al cabo, sobre
nosotros mismos y que en su despertarse y clarificarse, sean expresión misma de
la libertad.
Pero
también se lo he leído para contarles algo de lo que este texto hace conmigo.
Porque este es un texto con el que me identifico, en el que me reconozco, y me
reconozco porque revela algo de lo que soy a la par que algo de lo que quisiera
ser y no llego a ser. Algo muy íntimo mío se conmueve y se siente próximo al
camino que se traza en ese texto, un camino en el que ya me muevo y en el que
me quiero mover mejor, con más claridad e intensidad. Un camino que reconozco
sobre todo como el camino que busco, como el camino en que me busco.
Aunque
digo que me identifico, quizás la expresión no sea exacta, ya que no me siento
ni me hago idéntico; es más bien algo parecido a lo que me pasa en ocasiones
con el personaje de una novela o de una película con quien digo que me
identifico: soy y no soy ése: me atrapa, a la vez que expresa una tensión en la
diferencia conmigo. Pero puede ser una tensión de desidentificación, de
separación (y es cuando pensamos del personaje: “¡pero cómo se le ocurre hacer
eso!”), o puede serlo de deseo de ser como él: “¡Ah cómo me gustaría ser cómo
él, cómo me gustaría saber o poder reaccionar como él. Ésa es la persona a la
que quiero parecerme; ésta es la forma de estar en el mundo que quiero hacer
mía!” O quizás de una forma más matizada: “En tales cosas quiero parecerme,
pero no en tales otras, y en aquellas otras no tiene sentido ni que me lo
plantee, porque sé que yo no soy así”. Este “sé que yo no soy así” es
especialmente importante, porque el tipo de identificación al que aquí me
refiero, aquella que realmente traza un camino personal para recorrer, es la
que establece un modo de reconocimiento interior: “Sé qué es lo que hay en mí
que puede ser, que anhela ser, como aquel con quien me identifico”.
Así
pues, este texto de María Zambrano representa aspectos sustanciales de quien
quiero ser como maestro, de quien en parte soy, y de quien en parte no llego a
serlo, pero, en ese camino, se despierta mi deseo, mi anhelo de quien quiero
ser y por tanto de lo que mueve mi ser. Porque, según expresión de Nuria Pérez
de Lara, “Entre lo que somos y lo que no somos está el camino de nuestro querer
ser”.
Hay
algo fundamental para mí en este escrito que es lo que hace que a la vez me
identifique y me busque: su autora sabe de lo que está hablando; ha sentido
todo eso que dice. Pero no se limita a exponer sensaciones, sino que ha
penetrado con hondura en lo que como cualidad última se revela para el sentido
de la mediación educativa: sabe de lo que pasa en esa relación, como sabe de
los peligros que la acechan. Y tampoco me dice lo que tengo que hacer. Más bien
me señala un sentido, en su doble acepción: me señala un significado,
tanto como una dirección. Porque como esta misma autora dice en otro lugar,
citando a Heráclito: “El sabio no dice ni oculta: indica”. Cuando digo que me
identifico, que me reconozco, es porque se comunica en profundidad conmigo: me
da algo de su verdad profunda; algo que me lleva a buscar en mi verdad
profunda; y en ese buscar y dialogar con la autora que sostiene ese escrito y
conmigo mismo, encuentro inspiración para mi actuar como maestro.
Si
estas reflexiones son importantes para mí, como imagino que lo pueden ser para
muchos de ustedes, es porque soy profesor de Didáctica. Enseño Didáctica a futuros
maestros y maestras. Qué quiere decir (o qué quiero yo decir) con “enseñar” y
con “Didáctica” es algo que prefiero dejar para más adelante. O mejor, es algo
que espero que vaya clarificándose, tomando volumen y color, a lo largo de lo
que quiero exponerles. Por lo pronto, es evidente que algo de lo que yo busco
para mí (encontrar el camino de lo que deseo ser como maestro, inspirándome
para mi oficio en textos, experiencias y saberes que muestren ese camino, ese
tránsito entre lo que se es y lo que se quiere ser), eso es lo que quiero
también para mis estudiantes.
Hace
unos días, vino a verme una alumna para enseñarme el trabajo que está haciendo
para la asignatura (bueno, no lo esta haciendo para esa abstracción, “la
asignatura”; lo está haciendo para mí, que soy quien se lo pido, y yo espero y
la trato de animar a que lo haga también para ella). El trabajo de curso que
les propongo a mis estudiantes es muy abierto y ambiguo: dar cuenta del curso,
de lo leído y trabajado y de su propio proceso de aprendizaje. Esta alumna que
ha venido a verme con un esbozo y una primeras páginas de dicho trabajo, le ha
puesto por título “La maestra que quiero ser”. Y por la forma en que lo ha
empezado y encaminado (abriendo grandes preguntas, todas ellas muy ambiciosas
sobre el mundo de la enseñanza y lo que ella quiere ser y hacer en ese mundo),
veo que ha encontrado el tono adecuado para el mismo. Pero ha venido a verme
porque dudaba: se había atrevido a pensar por su cuenta, a darle al trabajo la
estructura que para ella tenía sentido y quería contrastar conmigo “si era eso
lo que tenía que hacer”. Tras leer lo que me ha traído, y viendo que ella ya
tiene un camino trazado que le valdrá la pena recorrer, la animo a seguir en
esa dirección, a la vez que le advierto sobre algunos problemas que tiene que
sortear y le pongo ejemplos de lo que puede ser pensar por sí misma, partiendo
de su propio saber, de su propia experiencia, y a la vez, pensar con los
textos, buscando más allá para abrir huecos en su pensamiento que le den más
posibilidades para pensar lo que aún no ha pensado.
Y
cuando se va, me quedo pensativo, alegre, al ver que algo fructifica en la
clase, que algo ha hecho posible que una estructura como la de nuestra clase dé
la posibilidad de un pensamiento propio, encarnado, que quiere batir las alas y
volar. Y pienso que ella está haciendo lo que yo estoy haciendo con ellos y con
ellas. Para mí, enseñar Didáctica está siendo enseñarles, mostrarles el maestro
que quiero ser. El maestro que quiero ser con ellos se lo muestro, para que lo
vean y se lo de-muestro, para que lo entiendan, para que lo comprendan, para
que lo abarquen, para que lo aprehendan. Pero también les muestro el maestro
que soy (y esto sí, inevitablemente: me ven cada día, con mis preguntas, con
mis intereses, con mis provocaciones hacia ellos, pero también con mis
contradicciones y dificultades), y les muestro los alumnos que son, (a veces
alegres, a veces despreocupados, a veces expertos en el juego ficticio de la
enseñanza universitaria, en los trucos para aprobar sin implicarse
personalmente, sin arriesgar nada de sí, a veces sinceros y apasionados, a
veces desorientados con lo que pretendo de ellos y que intentan traducir a
medidas convencionales de las tareas escolares, a veces honestos consigo mismos
y con el compromiso que quieren asumir). Y les muestro también el maestro que
quiero que sean. Y que en realidad no hace sino devolverles a ellos la
pregunta, preguntarles por el maestro que quieren ser para que ellos se hagan
en serio y a fondo la pregunta. Porque ser maestro es algo cargado de
inspiración y ésta nunca se impone, sino que se elige. O ni siquiera; tan sólo
descubrimos que hay cosas que nos inspiran. Lo único que yo procuro es que
estén atentos, que busquen la inspiración y se fijen en donde la encuentran;
qué es lo que les mueve y les conmueve en ese anhelo de recorrer el camino
entre lo que son y lo que desean ser.
Precisamente,
unos días antes de esta visita de la alumna, yo les había planteado en clase,
como tarea para esa sesión, esta misma pregunta de qué maestra o maestro
quieren ser. Y en concreto, les preguntaba (y ésta es hoy una cuestión
fundamental que requiere una urgente clarificación en nuestras sociedades),
quiénes queremos ser como adultos para la infancia. Mientras, en pequeños
grupos, trabajaban en la clarificación de sus respuestas, en relación con
textos que habían leído previamente y que contenían formas de profundizar y
responder a estas cuestiones, yo también decidí responder-me a esta pregunta:
¿Qué maestro quiero ser? ¿Desde dónde soy maestro? Y fui desgranando en un
papel que luego les leí, tras sus aportaciones, algunas ideas:
·
Quien
procura despertar el deseo: mostrar mundos y territorios por explorar,
disfrutando de la exploración.
·
Quien
se lo pasa bien enseñando, compartiendo el espacio de relación.
·
Quien
enseña lo que quiere, esto es quien enseña lo que realmente ama, y quien
muestra qué es lo que ama, a qué se siente unido, apegado, apasionado.
·
Quien,
en palabras de una maestra italiana, más que que aprendan,
busca que algo ocurra en ellos.
·
Quien
escucha de verdad; quien quiere comprender algo de sus alumnos.
Al
hacerlo no pretendía tanto darles un listado de características de “modelo
ideal de profesorado” (aunque también les quería ofrecer mi pensamiento, mis
ideas pedagógicas, pero como ideas encarnadas: aquellas que yo vivo o trato de
vivir), sino más bien, darles un modelo de maestro como alguien que no pone a
otros tareas que no hace, sino de quien comparte, codo con codo, la tarea, y en
ese realizarla, algo tiene que mostrarles de cómo se puede hacer de modo
sugerente, no rutinario, como pensamiento propio y veraz. Y quería también
ofrecerles un modelo de ponerse a pensar sobre ese maestro con el que nos
identificamos, una estética en la forma de desear ser para que inspirara su
búsqueda, porque no se trata sólo de la letra; la inspiración nos viene también
por la melodía. La pregunta es, por tanto, también, ¿cómo queremos pensar el
maestro que somos-queremos ser? ¿Qué lenguaje nos inspira?
Así,
para mí enseñar Didáctica está siendo mostrarles el maestro que quiero ser para
que cada uno y cada una de mis estudiantes pueda pensar el maestro o la maestra
que quiere ser. Y mi actuar es un dar referencia, experiencia y saber en la
forma de pensar y responder a lo que constituye el ser maestro. Cuando, como
decía, algo vivo ha cuajado entre el grupo y yo, cuando aceptan mis retos, las
preguntas que les propongo para investigar, las lecturas que les ofrezco, las
tareas que deben realizar, o las exposiciones de ideas que hago, suelen moverse
entre la extrañeza de muchas de las ideas y experiencias que les muestro (y que
suelen producir extrañeza porque desnaturalizan lo que normalmente se ha
aceptado como natural e incuestionable en el mundo de la enseñanza), y el
reconocimiento de cosas que ya saben (porque les suelo conducir al análisis de
situaciones que en muchas ocasiones han vivido o pueden hacerlo, pero que no
solemos prestarle atención o darle importancia educativa, o valor como modo de
entender lo que es y puede ser la enseñanza; y fundamentalmente les propongo el
análisis de sus propias experiencias como niños y niñas que han sido, o como
hijos e hijas, o como estudiantes que aún hoy son). Y en ese choque entre lo
que les parece novedoso o inhabitual como análisis y aquello en lo que se
reconocen como algo que han vivido o está a su alcance hacerlo, es donde se
tiene que producir el pensar por sí mismos. Pero ello sólo es posible si
confían en mí, al ponerse de mi mano para que les conduzca en su pensar, y a la
vez yo confío en ellos, en ellas, y les autorizo a que piensen
independientemente y expresen libremente sus desconciertos, o sus tanteos; sus
búsquedas y sus desazones; sus esperanzas y sus compromisos; o incluso, en
ocasiones, su tibieza que yo atizaré, y ellos lo saben y creo que lo esperan. Y
esa es la relación educativa, aquella en la que les provoco y les acompaño en
las consecuencias; en la que titubean y yo tengo también que acogerlo, no
negarlo, para que se sientan honestos conmigo para expresar sus dudas, a la vez
que mover sus titubeos para que avancen.
Cuando
la alumna vino a verme a mi despacho y me enseñó su trabajo para ver “si era
eso lo que tenía que hacer”, estaba confiándose en mi criterio, aceptando su
dependencia (que puede venir acompañada por razones institucionales respecto a
quien posee el poder de la calificación), pero yo tenía que acoger esa
dependencia para alentar la posibilidad de su independencia. De eso creo que es
de lo que trata el educar. De darle autorización a pensar por sí misma, porque
confía en mí, porque me concede la autoridad que le da un camino, pero un
camino que la dirige a sí misma (y eso es lo que evita que sea cualquier forma
de adoctrinamiento).
Eso
es para mí la educación: Cuidar la relación, para que se pueda encaminar un
sentido, pero un sentido que sea también sentido libre de sí. Eso es lo que
permanece vivo, con el tiempo, de cualquier experiencia valiosa de enseñanza:
la huella que nos dejó alguien de quien, como dice Castoriadis, “en cierto modo estaba
enamorado”. Porque en esa huella, en ese enamorarse, nos enamorábamos del amor
de nuestro maestro por aquello que él amaba, amor al saber, ganas de entender
que nos hacía sentirnos vivos.
Y
de eso debiera tratar la
Didáctica, de la vivencia, de la experiencia y de la
significación de hacer eso: cuidar la relación para crear un sentido propio, un
sentido en el que uno está incluido y con el que uno puede encarar el mundo y
la vida en él. Algo de lo que en realidad todos tenemos experiencia, aunque por
desgracia no siempre en la escuela, o no siempre al menos en los espacios, los
tiempos y las relaciones oficiales de la escuela. Y que, por lo general, todos
lo hemos vivido en la forma en que aprendimos nuestra lengua materna: en la
relación de amor y de cuidado, fundamentalmente y en primer lugar con nuestra
madre, en la que el hablar estaba presente, siempre apoyando y creando la
relación, pero también dándole nombre a esa relación, matices, referencias y
límites, a la vez que aproximando en la propia experiencia un significado del
mundo y de cómo estar en él.
Una
lengua con la que miramos al mundo y nos miramos a nosotros mismos y que está
vertebrada por la relación que la sostuvo y nos sostuvo con ella. Una lengua
que, cargada de las sutilezas de lo que aprendimos a nombrar con ella, nos dio
alas, porque nos permitió decirnos a nosotros mismos. En una enseñanza que no
era una formalización, un método, sino un formar parte del vivir y un acoger y
celebrar el modo en que, como criaturas balbuceantes, íbamos entendiendo e
íbamos aprendiendo a decir. Un aprender que no era una “adquisición de
destrezas”, que es en lo que ahora se quiere reconvertir todo lo que sea
aprender, sino una construcción del sentido de sí a la vez que del sentido del
otro, de los otros, del mundo y del propio lenguaje. Una construcción que es
construir-se, de la mano de quien, con nosotros, al hablarnos, nos dijo lo que
sí y lo que no, y también lo que puede que sí y lo que puede que no; nos dio el
sentido de la ironía y nos señaló también lo que no era apelable.
Una
lengua que empezó diciendo a la vez lo que los otros decían y lo que nosotros
queríamos decir, nuestros propios deseos. Una lengua con la que aprendimos que
es posible y no tiene por qué ser una contradicción ni una paradoja, estar
unidos a alguien y a algo, y nacer de ahí precisamente nuestra libertad; que es
de esa relación de donde nace la libertad; que hay dependencias que son las que
nos permiten la independencia.
¿Y
dónde encuentro yo mi inspiración?
Lo
que este ejemplo de la lengua materna me enseña es que el sentido de lo que es
educar, y de cómo se hace (esto es, qué moviliza uno de sí, con qué significado
y en qué dirección) nunca puede completarse desde una teoría racional, si por
eso entendemos la lógica aplastante de un argumento. Como en la madre que habla
con su hijo (sustentando la relación, diciéndole el nombre de las cosas y con
él la medida de las mismas, incluso la medida de la propia relación) no sólo
hay un argumento, una lógica del lenguaje a partir del que la madre actúa; hay
más bien una vivencia (pues ella aprendió igual) y un amor por el hijo en el
que placer y responsabilidad se entrelazan formando un equilibrio (que en
ocasiones se descompensa y hay que ir reequilibrando). Y esto que hay es sobre
todo vínculo vivo y amor al vínculo. Y eso es algo que la madre sabe tanto
porque se lo despierta la propia relación con su hijo como porque lo aprendió a
su vez de su madre de una forma viva.
Hay
algo en la intensidad del vivir que es necesario para educar, pero que debe
captarse, entenderse y asimilarse vitalmente. Y eso requiere otros registros
más allá de la lógica implacable del argumento. Sólo puede aprenderse viviendo.
O mejor, sólo podemos aprenderlo al sentirnos traspasados por algo que nos llega
como vivo y se mantiene vivo en nosotros, afectando a la forma en que queremos
encarar el vivir. El sentido de una forma de entender la educación y el cómo se
hace debe completar su propio sentido con aquello que llega al corazón y no
sólo a la razón. Pero la razón debe hacer algo con eso: debe pensarlo, para
hacerlo así experiencia. Dice Luigina Mortari, una pedagoga italiana: “Lo
vivido es el acontecer de las cosas que cada cual vive; la experiencia se
encuentra allá donde lo vivido va acompañado de pensamiento. El saber que
procede de la experiencia es, por lo tanto, el que se mantiene en una relación
pensante con el acontecer de las cosas, el de quien no acepta un estar en el
mundo según los criterios de significación dados sino que va en busca de su
propia medida”.
Hay
algo fundamental en la labor de educar que tiene que ser aprendido con la
experiencia, porque educar es algo que moviliza a toda la persona, es algo que
hacemos con todo nuestro ser, y por tanto, con nuestras verdades, aquellas que nos
guían en el vivir. Y dice María Zambrano al respecto, en un hermoso texto que
les recomiendo en su totalidad, titulado, La “Guía”, forma del pensamiento : “La vida no puede ser vivida sin una idea. Mas
esta idea no puede tampoco ser una idea abstracta. Ha de ser una idea
informadora, de la que se derive una inspiración continua en cada acto, en cada
instante; la idea ha de ser una inspiración.” (p. 88) Y sigue: “Hay verdades,
las de la ciencia, que no ponen en marcha la vida. Las verdades de la vida son
las que, introduciéndose en ella, la hacen moverse, ordenadamente; las que la
encienden y sacan de sí, haciéndola trascender y poniéndola en tensión.” (p.
90).
Es
pues el conocimiento de la experiencia aquel que se mantiene apegado a la vida,
el que es consciente, según expresión de la propia Zambrano, de la
desproporción entre la verdad y la vida. Saber relativo y fragmentario, fruto
del tiempo, que necesita del pensar para salir de la perplejidad y de la
confusión, pero que no quiere salirse del tiempo, porque es en él en el que
tiene que recobrar continuamente su sentido, para poder volver a ser otra vez
fuente de vida y de verdad. Así, “Pues la experiencia irrenunciable se
transmite únicamente al ser revivida y no aprendida. Y la verdad, la que la
vida necesita, sólo es la que en ella renace y revive, la que es capaz de
renacer tantas veces como sea necesitada.” (p. 86).
Estos
pensamientos de Zambrano me revelan con claridad algo que hace ya unos años me
tenía preocupado. Algo que en el fondo he sabido siempre, pero que se me ha ido
desvelando con claridad, con relieve, conforme una serie de experiencias (esto es, de vivencias pensadas que no
querían resignarse a los criterios de significación ya dados) me han ido dando
las claves no sólo para su comprensión, sino también para una verdad
inspiradora como profesor de Didáctica, aquel tipo de verdad que pone la vida
en tensión y te sitúa en el camino, entre quien eres y quien quieres ser. Se
trata de la división en mi hacer profesional entre mis tareas como docente y mi
trabajo, digámosle, “teórico”. Una división que ha sido como un desdoblamiento
de personalidad, de tal forma que en donde yo encontraba inspiración para mi
quehacer docente no era en lo que hacía como “teórico” de la docencia. Una
experiencia que suponía mi incapacitación para pensarme como docente con la Didáctica (no sólo con
mi Didáctica “teórica”, sino en general, con toda la Didáctica académica),
pero también mi incapacitación para pensar una Didáctica que no se moviera sólo
en la especulación y en el deseo de decir lo que “el otro” tiene que hacer. Una
Didáctica que si no era capaz de inspirarme a mí como docente, con dificultad
podría ser fuente de inspiración para otros. Y paradójicamente, una Didáctica
por la que ustedes me conocen y por la que supongo que me han invitado.
En
mi opinión hay aquí algo que tiene que ver con la frase anterior de Zambrano:
“Las verdades de la ciencia no ponen en marcha la vida” Pero la Didáctica (y quienes nos
dedicamos a ella) ha estado en los últimos tiempos más preocupada por la
ciencia, que por poner en marcha la vida. Lo cual es tanto como decir que hace
tiempo que la Didáctica
está actuando en contra de sí misma, de lo que se supone que es su propósito.
Pero hay algo también quizás más general, que es el creer que el pensar
pedagógico es algo que está siempre situado en el pensar y el hacer que debe
tener el otro, más que en mostrar una forma de pensar y hacer que transpira
quien lo comunica como verdad propia, verdad que inspira el vivir, expresando una
verdad en la que nos podemos reconocer, un pensamiento con el que nos
identificamos, moviendo nuestro deseo.
Durante
demasiado tiempo ya, la
Didáctica, en su ambición científica, o en su ambición de
totalidad, ha reducido en el fondo su objeto, porque no ha aceptado que sólo
tiene sentido como sabiduría de la experiencia: aquella que reconoce la
desproporción entre la verdad y la vida, que se sabe relativa y fragmentaria,
sin salirse del tiempo, para poder volver a ser, otra vez, fuente de verdad y
de nueva experiencia. El reduccionismo de la Didáctica, en su
preocupación por delimitar el objeto para hacerlo manejable, hablando de acción
instructiva, técnicas de enseñanza, de saberes constituidos y delimitados,
saberes curriculares y contrasaberes transversales, pero igualmente
burocratizados; con todas esas extrañas metáforas mecánicas de lo que es
enseñar, saber, aprender, destrezas, etc., aprendidas en la disección del otro
y no en la experiencia de sí, en las relaciones forzadas y en las tareas sin sentido
y no en las relaciones con el sentido. Una Didáctica que cuando no se ha movido
en estos lenguajes se ha convertido en “ciencias de la administración”, en su
afán de hacer un discurso o un contradiscurso sobre la administración de la
educación, pero igualmente atrapado en el problema de la administración, más
que en el de la educación, o en formulación de utópicas y abstractas políticas
totales, sólo fuente de insatisfacción, o en crítica paralizante, más que
creativa, de la enseñanza, o en intentos de regulación y control de la práctica
del otro. Y en definitiva, siempre el otro y lo otro, y no lo que uno es y el
desde sí.
Y
todo esto es algo que yo he podido ir entendiendo y aprendiendo gracias a una
serie de experiencias que para mí han sido vitales: me han llenado de vida, me
han dado vida y me han ayudado, en relación con quienes me han enseñado nuevos
caminos, a encontrar el mío propio, un camino normalmente compartido con otros,
con otras. Lo he aprendido de y entre mis compañeras, en un grupo de análisis
de nuestra práctica docente que mantuvimos durante algunos años, y en el que,
partiendo de casos de nuestras propias clases, pudimos adentrarnos en la
naturaleza de nuestras relaciones educativas, las formas en que están afectadas
por la institución, el modo en que nuestras disciplinas pedagógicas (el saber
oficial que usamos para categorizar y ordenar el contenido de nuestra
enseñanza) crean posibilidades educativas o las coartan; y también vimos los
espacios de experimentación y de búsqueda que éramos capaces de crear, a partir
de nuestra práctica, y de nuestra inteligencia, apoyadas por el contraste de
autorización dentro del grupo (al ayudarnos a discernir lo que tenía sentido y
lo que no, de aquello que hacíamos).
Lo
he aprendido también en mi experiencia como padre, experiencia que me ha
colocado de forma compleja, conflictiva y enriquecedora en la vivencia de la
naturaleza de la relación que educa. Una vivencia que ha querido y ha
necesitado ser pensada de nuevo cuando, participando de la crítica a las
relaciones autoritarias, ha necesitado reconstruir el sentido de la figura del
adulto ante la infancia. Una experiencia, compartida con mi pareja, así como
con la ayuda de otros, que me ha permitido entender mejor uno de los problemas,
en mi opinión, más acuciantes y peor resueltos de la educación actual. Porque
las críticas antiautoritarias han creado pánico en los adultos y confusión en
la relación con la infancia y la juventud, pero no han permitido sustentar nada
nuevo que sea sólido, esto es, no han reelaborado el sentido de la relación de
autoridad no autoritaria.
Y
como padre también lo he aprendido al participar en el apoyo a experiencias de
educación diferentes que significaran que la escuela podía ser otra cosa, más
acorde con lo que deseábamos para nuestro hijo, experiencias que me están
permitiendo entender de nueva manera lo que la escuela puede ser, así como
participar cotidianamente de un espacio escolar no convencional, con una
maestra dispuesta a pensar de nuevo el sentido de otra educación y de otra
escuela. Ello me ha conducido al conocimiento de otras escuelas no
convencionales, demostración cotidiana, a la vez que excepcional, de que la
escuela puede ser otra cosa, intensamente ligada con el vivir, y que su
existencia no pasa por las teorías de la innovación, ni por las nuevas
dependencias teóricas y ordenancistas, sino que parte de otro sitio.
Son
lugares, escuelas, en las que la libertad encuentra su equilibrio con la vida
del grupo, en donde aprender es algo consustancial con el ambiente que
constituye la escuela, no algo forzado, “motivado”; espacios en los que cada
uno puede explorar y encontrar su camino personal, su deseo profundo, en un
ambiente lleno de posibilidades y experiencias llenas de sentido, ligadas a
vivir en sí, y no a subsistir para. Escuelas además cuyos fundadores no han
malgastado sus energías en oponerse a, sino que las han invertido en hacer lo
que querían hacer. “Autores-creadores” que han desarrollado una ascética y una
sabiduría del vivir, porque al hacer y defender lo que querían, lo que amaban,
lo han hecho desde la observación cuidadosa de lo que sostiene la vida en
crecimiento de las criaturas, y han procurado aproximarse a ellas, no como
quien mira una planta para ver qué beneficio le obtiene, o cómo la hace más
productiva, sino para entender cómo se puede acompañar su crecer de forma que
no se frustren sus posibilidades, para que lo que las mantiene vivas —la fuerza
del deseo, que es la manifestación de las ganas de vivir que cobra una
orientación personal— pueda seguir viviendo, y ésa es una observación muy
cuidadosa y amorosa de la percepción de algo que en muchos planos de nuestra
sociedad hemos perdido.
Escuelas
que, al romper con la ordenación habitual de espacios, tiempos, saberes y
relaciones, me han ayudado a entender hasta qué punto La Didáctica académica se
mueve habitualmente en la aceptación de las formas convencionales de lo que una
escuela es y puede ser (masificada, graduada, obligada, centrada en el enseñar
como tecnología que maneja el docente bajo un aparato técnico-administrativo al
que llamamos curriculum, etc.). Una Didáctica que curiosamente parece capaz de
discutirlo todo, menos la imagen convencional de lo que suele ser una escuela
hoy, y que tan sólo aspira a ser teoría y/o tecnología para mejorar o cambiar
lo que ocurre dentro de eso que parece inamovible.
Y
quisiera reconocer, por último, en mi aprendizaje, como un lugar revolucionario
de experiencias, de pensamiento y de práctica política, lo que ha venido en
llamarse el feminismo de la diferencia, una práctica de pensamiento y de
experiencia que a mí me ha ayudado a entender, a reconocer y a poner nombre a
muchas de las ideas que llevo exponiendo desde el principio, y de quien he
tomado conceptos, ejemplos y formas de pensar y de hacer que están dando
estructura desde el inicio a mi intervención.
El
feminismo de la diferencia es la práctica política de mujeres que abandonan el
confuso terreno de la reivindicación de la igualdad, que suele ser siempre la
igualdad a los hombres, y por tanto a la forma de vida y cultura que ha creado
el patriarcado, y empiezan a afirmar su ser mujer: reconocer-se, autorizar-se,
dar-se libertad y alegría, y afirmar lo que las mujeres aportan al mundo, que
constituye lo más fundamental de la obra civilizadora del mundo y que empieza
en el reconocimiento de la madre (de la propia madre, autorizándola), que da,
por nada, lo que más nutre junto con el alimento: el amor, la palabra y la
medida/referencia; el orden del amor, el sentido de la relación; es dar vida (y
sentido de la vida) para el mundo. Autoridad femenina, que se disocia del poder
(con quien siempre lo enredó nuestra sociedad); autoridad que circula en el
reconocimiento y en la medida que se dan unas a otras, que crea libertad, pero
que no reniega del conflicto en el que el reconocimiento y la medida se
resuelven; una forma de hacer política que llaman política primera, porque es
la política del primer lugar y la más grande: la política del vivir y del
hacer-se, poniendo en juego el propio deseo. Esta experiencia de lo que ya hay
vivo y debe ser nombrado y reconocido, les ha llevado también a formular su
forma de hacer política como el “partir de sí”, “o sea, -según lo aclara la
pedagoga de la diferencia sexual Anna María Piussi- el tener en cuenta la
propia experiencia vivida para pensar, hablar y actuar en el mundo”.
Como
hombre producto del patriarcado, no siempre me ha sido fácil entender y aceptar
lo que esta práctica de la diferencia supone. Pero entiendo que es una práctica
que no me excluye, sino que me sitúa en mi sitio, reconociendo cuál es la
medida de referencia de lo que de valioso tiene todavía nuestra civilización,
esto es, reconociendo lo que la madre supone como forma de sostén de lo
fundamental de la vida, que nos ha dado a mujeres y hombres, y los hombres
podemos recuperar este orden del amor, reconociendo y agradeciendo ese legado.
Y esto me lleva a vivir de otra manera y a buscar otro lenguaje, otro modo de
estar en el mundo y de comunicarme. Y en este aprender de las mujeres, intento
entender qué es lo que como hombres tenemos que aportar si no queremos seguir
siendo los detentadores de un orden basado en el poder y la imposición, un
orden que hace agua por todos lados, que ha perdido credibilidad y que ya sólo
se sostiene por la fuerza bruta. Y eso que tenemos que aportar no tiene por qué
ser una invención, un nuevo idealismo, sino lo que puede nacer del
reconocimiento de lo que ya tenemos y aprendimos en la relación de amor y
cuidado que nuestra madre tuvo con nosotros y que resuena también en nuestro
interior como parte de lo que ya somos y tenemos, pero a lo que normalmente no
le hemos hecho mucho caso para pensar el mundo.
Sí
tengo claro, pues, que, por lo que a la educación se refiere, entre otras
muchas cosas, eso significa poner en primer plano que educar es seguir el
sentido de la relación primera, aquella que permite, desde la relación de
autoridad, que no poder, apoyar, ofreciendo mediaciones y posibilidades, la
constitución personal del mundo, para que en esa relación de filiación, uno
pueda disponer de los recursos que le permiten recorrer su propia vida con
deseo vivo, con ganas de vivir, y con el trazado de un camino que le da
libertad, porque le ofrece referencias que son como alas, y no como cadenas,
que permiten comunicarse con la vida y con el vivir, y no desgastarse en el
sinsentido. Una dependencia, pues, que da independencia.
La
autoridad y los conflictos en el proceso de autorización
Mi
experiencia y las relaciones en las que he aprendido son también un ejemplo de
dependencia que crea independencia. Sigo rastros, pero me ha costado mucho
tiempo entender que el rastro principal que tenía que seguir era el mío. Y lo
encuentro cuando sigo a alguien que me indica un camino: aquel que consiste
precisamente en “actuar dando sentido a las cosas”; un actuar que es pues
siempre en primera persona, y un dar sentido que es siempre una construcción
también propia, también en primera persona.
Encuentro
pues mi propio rastro, aquel que he de seguir y a la vez construir, en quien
muestra su saber pedagógico como el relato de quien, en primera persona, busca
sentido; y por tanto, me muestra un sentido pero también me muestra una
búsqueda. En ese buscar sentido, que es siempre un saber de la experiencia (un
conocimiento que me comunica experiencia para que yo pueda tener experiencia),
siempre hay saber y relación que sostiene ese saber; siempre hay saber y
alguien que lo vive y lo comunica. Como cuando aprendemos a hablar. Por eso, la
relación que nos da libertad es siempre una relación de autoridad: es la que
nos autoriza a emprender nuestro propio vuelo, pero no nos deja desnudos; al
contrario, nos da alas.
Anna
María Piussi nos habla así de la autoridad: “La autoridad es siempre relacional
y vive de las relaciones, porque para ser pide reconocimiento por parte de
alguien, no se deriva del prestigio ni de la legitimación conferida por los
cargos, el dinero o los medios materiales y simbólicos de los que se puede
disponer por el hecho de estar en una determinada posición, sino que significa
exposición de sí, riesgo, dotación de sentido, capacidad de una mediación
primera basada en la confianza, y por eso capaz de hacer crecer (éste es el
significado etimológico de auctoritas), de crear mundo. Se trata, por
tanto, de una cualidad simbólica de las relaciones que tenemos con otros y
otras y con el mundo: cuando estas relaciones ayudan a crecer; crean nuevas
relaciones, crean mundo.”.
Ese
sentido de la educación que yo aprendo en relación de autoridad es el que
quisiera enseñarles (es decir, el que quisiera tener con ellos, hacerles ver) a
mis estudiantes, para que ellos a su vez pudieran desarrollarlo, vivirlo y
mostrarlo con sus alumnos. Porque ser maestro es tener (es decir, es crear,
conseguir, mantener) la autoridad, y para eso hay que tener (es decir, hay que
construir, y ganarse) la credibilidad, la confianza y el reconocimiento. Pero
para eso, hay que poder actuar en primera persona, esto es, ser autor o autora:
crear la relación, el sentido de la misma, el sentido de lo que con ella y a
través de ella se transmite sobre el sentido de las cosas, esto es, sobre el
saber y el vivir. Ser maestro, o maestra, es exponerse, mostrar lo que uno es y
aprendió en la vida, es tener (es recibir y mantener) la autoridad, la
confianza y el reconocimiento para decir su verdad, para hablar por sí mismo el
lenguaje con el que aprender a encontrar nuevos sentidos al mundo y al vivir,
autorizando así a que cada uno emprenda la búsqueda y encuentre la medida en su
maestra, en su maestro, “para ver si era eso lo que había que hacer”.
Y
me pregunto, cómo pueden los enseñantes crear una relación de autoridad con sus
alumnos, si están siendo constantemente desautorizados. Para tener autoridad es
necesario autorizar-se, atreverse a hacer lo que tiene que hacerse y buscar la
medida en otros, en otras, en donde contrastar si era eso lo que había que
hacer. O para, en ese contraste, en esa búsqueda, al mostrar el sentido de las
cosas, mostrar, en las condiciones habituales de la escolarización, el sinsentido
en que se introducen.
¿Con
quien puede identificarse un maestro? ¿En quién reconocerse? Creo que a estas
alturas, la respuesta es fácil: en otro maestro. Nos identificamos con otro
maestro, o con quien, como hacía María Zambrano conmigo, nos habla como un
maestro, y al hacerlo, nos indica sin decir ni ocultar, nos muestra las
profundidades y nos advierte de los peligros.
Enseñar
Didáctica es hablar como lo que se es, como un maestro. Y esto para bien o para
mal. La semana pasada, mientras yo ya estaba inmerso en la escritura de este
texto que ahora les leo, vimos en clase la película de Tavernier Hoy empieza
todo. Tras ella, tuvimos un coloquio en el que salieron temas importantes,
densos, sobre las condiciones de la escolaridad en la actualidad y lo que puede
llegar a ser el oficio de maestro. Tras este coloquio, tenían que trabajar por
grupos sobre unos textos que tenían que haber leído y contrastar con lo visto
en la película. Al pasear por entre los grupos, percibo que en muchos casos no
han leído los textos y que algunos se toman con excesiva ligereza la tarea (sin
papeles delante, con cierta dejadez incluso en su disposición física), y hay
incluso quien, cuando se evidencia que no han leído, le quita importancia,
porque “ellos ya tienen ideas”.
Alarmado
por lo que estoy viendo, cuando les convoco para las conclusiones, les hablo
con enfado (y comentando algunas de las frases que he oído o de los gestos que
he visto) sobre su desidia y la banalización de la clase, al creer que, porque
pueden hablar con libertad, pueden convertirla y pueden convertir los temas que
plantea la película y su propia formación en algo tan vulgar como mantener
charlas informales sin un trabajo de profundización en el que sostener sus
posiciones. La reacción de algunos, los más implicados normalmente en el
desarrollo de las clases es acusarme de injusto: cierto, hoy no se han
preparado los textos, pero la clase se la toman en serio y estoy
cuestionándolos cuando ellos están haciendo un esfuerzo por entenderme a mí y
la forma en que conduzco la clase que, dicen, no es habitual para ellos.
Acabamos la clase pidiendo yo que cada uno se piense personalmente hasta qué
punto mi enfado estaba justificado para él o para ella. Al salir, hablo con una
alumna que se ha sentido muy ofendida con mi reacción: le ha parecido excesiva,
le han dolido los comentarios que he hecho que la aludían a ella. Trato de
disculparme con ella mientras se seca las lágrimas que se le escapan.
Durante
todo ese día no hago más que darle vueltas a lo que ha pasado; en ocasiones
pienso que efectivamente, mi reacción ha sido excesiva; pero en otras pienso
que era necesario hacerlo para evitar ciertos riesgos de banalización si dejaba
pasar que un día todo pudiera ser flojo y se le quitaba intensidad a lo que la
película mostraba. ¿He actuado bien? No lo sé. Es probable que me haya
equivocado; mi impaciencia me ha perdido. Pero no creo que sea muy útil que yo
les llegue ahora con una simple disculpa. Creo que debemos aprovechar lo que ha
pasado para aprender algo todos, ellos y yo, sobre el ser maestro y sus
dificultades, pero también sobre cómo aprovechar lo que ha pasado, lo que pasa
cada día, para aprender a ser maestros.
Como
tenemos instituida una práctica en clase por la cual al comienzo de cada sesión
alguien (quien quiere) lee alguna reflexión que le haya suscitado la clase
anterior, aprovecho la ocasión para leerles mis reflexiones sobre todo esto:
“Es probable, les vengo a decir, que me equivocara, pero esto no podéis usarlo
para haceros más débiles, limitándoos a quejaros de vuestro profesor. No.
Prefiero cometer un error a quedarme inmóvil ante el miedo a equivocarme y
dejar así siempre todo difuso y confuso. Si me he equivocado, pues vale, lo
siento. Pero vuestra tarea como futuros maestros es usar también este error
como fuente de inspiración. Si me he equivocado, al menos mi actuación ha sido
clara y directa. Por supuesto, tengo que aprender de mi impaciencia, y a estar
atento para ver a quién le llega realmente un enfado echado a todo el grupo,
sin distinciones, si a quien se lo merecía o a quien es más sensible, está más
atento a las necesidades de la clase y a lo mejor por eso le hace más daño,
pero no se lo merecía. Ahora, vuestra responsabilidad, vuestra búsqueda, es
aprender a hacerlo mejor que yo. Y esto os lo digo -acababa mi reflexión-
porque vais a ser maestros, maestras; para mostraros cómo procuro ser yo
maestro, qué hago con lo que hago. Por si os sirve”.
Decía
María Zambrano, en el texto que les leía al comienzo de esta ya larga
intervención, y por tanto, con esto acabo, que “no tener maestro es no tener a
quien preguntar y más hondamente todavía, no tener ante quien preguntarse”. No
tener maestro, es también, diría yo ahora, no tener ante quien rebelarse.
Muito obrigado.
Goiânia, 27 de mayo de 2002
Conferencia pronunciada en el XI ENDIPE - Encontro Nacional de Didática e
Prática de Ensino. Goiânia – Goiás (Brasil), el 27 de mayo de 2002.
“La
paraula, el sentit i l’autoritat de les dones a l’escola” En Izarra, Miren y
López Carretero, Asunción (comps.) (1999) El femení com a mirall de
l’escola. Barcelona: Institut d’Educació. Ajuntament de Barcelona.
Se trata
de un texto sin fechar de alrededor de 1965, recogido en: Zambrano, María
(2002) L’art de les mediacions (Textos pedagògics). Selección,
introducción y notas de Jorge Larrosa y Sebastián Fenoy, Barcelona:
Publicacions de la
Universitat de Barcelona.
Zambrano, María (1987) Hacia un saber sobre el alma. Madrid: Alianza.
Migliavacca, Francesca (en prensa) “Dejarse tocar”. En Diótima El perfume de
la maestra. (Traducción de Nuria Pérez de Lara), Barcelona: Icaria.
Castoriadis, Cornelius (1999) Figuras de lo pensable. Madrid: Cátedra,
pág. 207.
Mortari
(en prensa) “Tras las huellas de un saber”. En Diótima El perfume de la
maestra. op. cit.
Del
libro Zambrano, María (1987) Hacia un saber sobre el alma. Madrid:
Alianza.
Quiero
recordar aquí sus nombres: Cristina Alonso, Remei Arnaus, Virginia Ferrer,
Nuria Pérez de Lara, María Pla y Nuria
Simó. Producto de nuestro trabajo, presentamos una comunicación al III
Simposium internacional sobre investigación-acción y prácticas educativas
críticas, titulada “Miradas y voces desde dentro: Apuntes para una ponencia
de investigación acción y prácticas críticas” (Valladolid, 1997).
Dos de
estas escuelas, especialmente significativas para mí son: La escuela
“Pestalozzi”, de Ecuador, de la que se puede ver el libro, escrito por su
fundadora, Rebeca Wild (1999) Educar para ser. Vivencias de una escuela
activa. Barcelona: Herder, y la escuela “O Pelouro”, en Galicia, España, de
la que acabo de publicar un estudio: Contreras, José (2002) “Más allá de la
integración” Cuadernos de Pedagogía, Nº 313, pp. 47-78.
El
feminismo de la diferencia sexual ha nacido fundamentalmente alrededor de la Librería de Mujeres de
Milán, y del grupo Diótima, en la Universidad de Verona. Se ha extendido también
por Francia y por España y por otros lugares. Tiene como uno de sus libros de
referencia el de Luisa Muraro (1994) El orden simbólico de la madre,
Madrid: Horas y horas. En España, el Centro de Investigación de Estudio de las
Mujeres Duoda, de la
Universidad de Barcelona es pionero en esta línea de
pensamiento y de práctica política. Editan la revista Duoda. Por lo que
a las aportaciones educativas se refiere, son especialmente relevantes, Piussi,
Anna María y Bianchi, Letizia (comps.) (1996) Saber que se sabe. Barcelona:
Icaria. Piussi, A. M. (1999) “Más allá de la igualdad: apoyarse en el deseo, en
el partir de sí y en la práctica de las relaciones en la educación”. En Lomas,
Carlos (comp.) ¿Iguales o diferentes? Barcelona: Paidós. Piussi, A. M.
(2001) “Dar clase: el corte de la diferencia sexual”, en Blanco, Nieves
(coord.) Educar en femenino y en masculino. Madrid: Akal. En concreto,
en lo que dice este último texto sobre el aprendizaje la lengua materna me he
inspirado para desarrollar yo por mi cuenta esa misma cuestión. Puede verse
también sobre educación y diferencia sexual el número 306, de 2001, de Cuadernos
de Pedagogía.
Piussi,
“Más allá de la igualdad…” op. cit.